Y nos dieron las nueve, 240 años de cañonazos

Jorge Mañach lo llamaba soberana institución del cañonazo de las nueve en sus Estampas de San Cristóbal. Mi abuela lo empleaba como pretexto para obligarme a dormir cuando era pequeña y hoy día es una de sus predilectas alarmas para tomarse cualquier pastilla de su colección.

Lo cierto es que cada cubano tiene al antiguo y legendario estallido  en el mismo altar que al Malecón, la Giraldilla o el mismísimo Morro porque el cañonazo de las nueve, es un  símbolo de nuestra identidad.

No es extraño oír, “soy más cubano que el cañonazo” y a algunos entraditos en años  que afirman que están como el cañonazo,  dando la hora aunque antiguos, conservan su vitalidad y vigencia.

Muchas anécdotas encierra  esta potente detonación, tantas como cubanos hay, pues cada uno de nosotros la hemos vivido a nuestra manera, solos, acompañados o invitando a cualquier amigo extranjero deseoso de aprender de nuestras tradiciones. Todos lo hemos sentido con su fuerza, junto al olor a pólvora, y nos hemos asustado aunque no sea la primera visita, con el encanto de la primera vez. Es una prueba de cubanía al igual que la hora en que mataron a la pobre Lola.

Cubre cada tramo de la urbe aunque no se oye simultáneamente en todos los puntos. Como el silencio viaja a 330 metros por segundo, tarda cuatro segundos en llegar al Capitolio, trece a la calle Paseo, diecinueve a Diez de Octubre y un minuto exacto  a Santiago de la Vegas.

Irrumpe como el estruendo de un rayo este punto obligatorio en la agenda de cada visitante a la otrora ciudad amurallada. Retumba desde hace siglos en los pechos de cada uno de los hijos de esta ciudad y se alza como  una de las insignias inequívocas de La Habana. A la misma hora, noche por noche chequeamos todos nuestros relojes. Muchos cerramos los ojos y podemos reproducir con exactitud paso a paso los movimientos de los soldados en esta suerte de fantasía militar que revive la época desde 1986.

Ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que he acudido a esta ceremonia, única en el mundo, patrimonio intangible de la ciudad y la nación, que bien pudiera ser de la humanidad.

Todo comienza minutos antes de las nueve. Entra el farolero a la explanada, en absoluto silencio y oscuridad para anunciarles a los presentes el supuesto cierre de las puertas de la muralla y con esto el retiro a sus hogares de los vecinos y visitantes.

 Acto seguido llegan  los artilleros marchando al compás del tambor. Precedidos por el portaestandarte, el tamborillero y el jefe de dotación. Este último es el que da las voces de mando y supervisa el cumplimiento de cada una de las maniobras.

 ¡Para el cañonazo de las nueve!, exclama el jefe de la dotación y se suceden una tras otra las acciones sin perder un segundo hasta lograr el disparo.

 Cumplida la orden de ¡Elevación máxima! , Se prende la antorcha ¡Encender el botafuego!

 ¡Para una salva, a mi orden!…

 ¡Fuego!, ordena el oficial y para dotar al momento aun más de emoción y un tanto de suspenso detrás de la orden, redobla el tambor.

Un soldado prende la mecha y ¡boooooom!,

Se celebra en ese punto de la Cabaña desde la inauguración de esta fortaleza en 1774.Desde entonces se realizó allí, a pesar de que en 1863, la muralla comenzó a derrumbarse. Símbolo inequívoco, devenido tradición solo se interrumpió durante la Segunda Guerra Mundial con el pretexto del ahorro de pólvora debido al conflicto bélico.  Se reinstauró debido a las protestas de los capitalinos que parecían necesitar más que nunca el ruido del secular disparo en sus vidas nuevamente. Una vez terminada la contienda, regresó el estallido hasta nuestros días.

Ya suman  240 años de cañonazo. Dicen mi abuelo y sus contemporáneos que ya no se oye tan alto como antes, quizá se deba al vertiginoso crecimiento poblacional.  Sirvió durante la colonia para avisar la apertura y clausura de los portones de la muralla de la ciudad  y hoy día ese estruendo vive en todo cubano. Va con él  a cualquier rincón del planeta que se marche, quizá como protagonista del saco de nostalgias que cada uno carga al despegar de la mayor de las Antillas.

Foto de internet

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