Suelta y avanza

Los tipos duros se buscan oficios de tipos duros: Se hacen, claro está, choferes de guaguas.

Foto: Alex Heny.

Foto: Alex Heny.

Antes de que las distancias se midieran en verstas, ya había pruebas del poder femenino. Para muestra, Juana de Arco. Otra mujer, Irene Adler, saltó a la fama por doblegar la mente brillante del aguileño Sherlock Holmes. Moriarty aún no había entrado en escena. La nueva trilogía de Star Wars ha puesto a las claras la contradicción al interior de Kylo Ren: No hay Lado Oscuro, ni academia jedi, ni años de entrenamiento mental en remotas galaxias, que una mujer no los vuelque con una sola película.

Tanto hacen las mujeres que, si su belleza es notable y no llevan un novio bobalicón a cuestas, pueden detener la marcha de un P2 a 40 km/h en plena Avenida de los Presidentes, para que amablemente el chofer abra la puerta ¡pssssss! y le ofrezca la escalerilla. Por bronco que este sea, no hay chofer que no se derrita ante lo que se le antoja una convincente pose de damisela en apuros. También, a veces, es cierto que una abuelita dulcifica esa aspereza de quien cabalga bestias motorizadas por la carretera. Porque el corazón, después de todo, no lo tienen de piedra.

Los tipos duros son tipos que escupen gargajos como los tipos duros, bien afuera y sobre seguro: A toda costa deben evitar que les quede un hilillo de baba colgando, cualquier seña que delate irresolución. Los tipos duros se buscan oficios de tipos duros: Se hacen, claro está, choferes de guaguas.

No vale estar por debajo para dominar fieras en una selva de concreto. La autarquía, el poder sobre sí mismo, tendrá que estar entre sus cualidades. De otro modo no se logra convencer a una multitud enardecida –que mientras esperaba con paciencia diamantina recibió una ducha de radiación UV– de que tu noción del espacio es mejor y más ajustada a la realidad que la de ellos.

Donde hay 40 cuerpos comprimidos como archivos de WinRar, donde no caben ni un alfiler ni mucho menos un sistema respiratorio más que aguante heroicamente una eventual flatulencia, un chofer experimentado ve, a lo sumo, diez personas alrededor de un hueco del tamaño de IKEA.

Ahora bien, su destreza no consiste solo en ver diez personas y un salón de vals, sino en convencer a otras veinte de que tal apreciación es incontestable. De que un mejor lugar estará ahí delante, por encima de un mar de testas, esperándolos, somehow, somewhere. “El viento llega ¡Vamos a la vida!”, recitaba Valery.

Igual, la gente se pone como se pone. El chofer recoge sus monedas, discute si no pagan, discute si pagan demasiado (le sueltan un billete de 20 CUP), estira su cuello, mira el tableau vivant del pasillo que es una corriente fluvial retozona, como un Matisse pero pálido.

Seamos justos. No la tienen fácil los choferes. El chofer respirará hondo diez veces al día. Se relajará con canciones de la carpeta de Clásicos: Fórmula V, Marc Anthony, Romeo Santos y puede que algún soundtrack de Xanadu. El pasajero habrá desperdiciado hasta dos horas o más esperando una guagua, un globo aerostático o el escuadrón Mete La Pata en su Chugga-Boom, que lo saque del aglomerado estanque que tan cortésmente ha sido llamado parada.

La posibilidad de que un pasajero descargue toda esa rabia que ha estado acumulando, toda esa energía de Dragon Ball, la del trabajo y la casa, contra el chofer, se eleva mientras se vence el tiempo que inspiró a Proust mientras comía magdalenas sin saber lo que era una guagua hasta Alamar a mediodía.

Tiene que prepararse el chofer. Dominar su genio acerbo. O bien el pasajero puede ser un desdentado alfeñique o un peso completo recién salido del gimnasio. No ha de extrañarnos que el chofer lleve un amansaguapos por si las cosas se salen de control. Él es un tipo duro pero sabe que no está solo: no es el único en la ciudad.

El chofer de guaguas es un espécimen grupal por momentos, y que con el paso de sus viajes puede llegar a entablar una relación cordial. Donde se ocupa de una ruta fantasma, en localidades pequeñas, se vuelve un conocido. En el centro de la ciudad, sin embargo, se hacen acompañar de una especie de Harley Quinn o de Igor, disfrutando de las listas de reproducción con grandes éxitos como Pa que guarachee Santa Clós, a eso de las 2 am. Al nombrar estos secuaces, no quiero decir que los choferes sean villanos. Serían, más bien, antihéroes. Ya había mencionado que en algunas jornadas abren su ventanita de la bonhomía para que la observemos en un pestañazo. Hay en ellos incluso una vena paternal si se quiere.

Un chofer puede acompañar la gestación de la guagua, las rutinas quirúrgicas, las transfusiones, está con ella, digamos, en las buenas y las malas. De ahí que cuelgue en el área del parabrisas todo un repertorio de almibarados peluches que llevan corazones en la panza y las mejillas rosas. O en vez de una efigie de San Cristóbal, pegan posters de Cristiano Ronaldo. Pero que todos van, para no prestarse a confusiones ni interpretaciones erróneas –que siempre sale un gracioso a la calle– arriba de mensajes que dicen cuánto combustible se gasta por cada chance que se pide fuera de la parada establecida.

Es lo que toca. Ahórrese las molestias, evite un rapapolvo. Siga por las buenas la orden jocosa del chofer: “Suéltenme el tubo y avancen”. El tubo, esa clásica imagen fálica perennemente orientada al doble sentido. No hay tiempo para florituras. Quién iba a respetar un chofer que pidiera “Por favor, queridos pasajeros, caminad hasta el fondo del carromato, donde los céfiros colman las almas”.

Yo arrastré desde la adolescencia una desconfianza hacia los choferes. Cuando iba a tomar la ruta 58, que venía como Guernica de Picasso, el chofer pedía que le pagara, y prometía abrirme la puerta del fondo, porque algún centímetro quedaba desocupado allá atrás. Así de idiota iba yo, con mi uniforme de estudiante al que le faltaba tanto por aprender, a esperar esa ocasión. En medio minuto, el chofer arrancaba el motor y me dejaba envuelto en una nube de humo negro. Desde entonces, nunca pago sin haber abordado. Son viejas heridas de combate.

Pero el comportamiento siciliano del chofer, que te dice “si no te gusta, paga un almendrón”, es el mismo del carnicero, del panadero o de la mesera. Por descontado, también encontrará en los almendrones, conductores desapacibles. Respecto del transporte en esta Isla podemos decir lo mismo que José Emilio Pacheco: “su arte de estar presente se llama ausencia”. Juan José Arreola escribió que, como no llegaba nunca un tren, la gente en la estación tuvo un modo de estrechar fuertes relaciones entre ellas y acabaron fundando un pueblo. Valery recita: “La vida es vasta en su ebriedad de ausencia y la amargura es dulce, y claro el ánimo”.

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