Superman, Trafficante y el abogado de la mafia (II)

De acuerdo con el abogado de Santo Trafficante Jr., en La Habana el mafioso de Tampa "extraía todo el placer que podía de la vida sin el más mínimo vestigio de culpa moral y era absolutamente acrítico consigo mismo".

Santo Trafficante Jr. (izquierda) y su abogado Frank Ragano en la ciudad de Nueva York. Foto: Archivo.

Lea la primera parte: Superman, Trafficante y el abogado de la mafia (I)

Los visitantes estadounidenses estaban en posición privilegiada la hora de narrar/testimoniar la vida nocturna de La Habana de los 50. Y lo hacían no necesariamente por motivaciones promocionales o comerciales, sino en muchos casos con sentimientos de asombro, mucho más en casos de individuos de pensamiento y hábitos conservadores.

Un caso ilustrativo de la última categoría, por lo menos al inicio, es el de Frank Ragano (1923-1998), abogado de origen siciliano nacido en Ybor City, Tampa, quien tuvo el privilegio, si cabe, de representar legalmente a dos miembros del crimen organizado –Santo Trafficante Jr. y Carlos Marcello—y al dirigente sindical Jimmy Hoffa, el segundo hombre más influyente de los Estados Unidos y con profundos vínculos con los mafiosos.

En Mob Lawyer, sus memorias publicadas cuatro años antes de su muerte, escritas junto a Selwyn Raab –un periodista del New York Times que cubrió a la mafia durante más de dos décadas–, el letrado emprende un recorrido por su pasado, pero no como un acto de arrepentimiento, ni como un ajuste de cuentas consigo mismo, sino con la naturalidad de quien relata una historia de vida, a veces con revelaciones que resultaron controversiales en los Estados Unidos de los años 90.

Una de ellas no era una novedad en sí misma, pero de cualquier manera desató en su momento un flujo y reflujo de ideas y opiniones en la prensa y los medios, como todo lo asociado con Kennedy: sus representados estuvieron involucrados en el magnicidio de Dallas, un ovillo no desenredado y, por lo mismo, objeto de frecuentes re-visitaciones. Uno de los eventos más complejos y truculentos en la historia de los Estados Unidos, por la cantidad de contradicciones, actores y circunstancias que allí operaron.

Con dos interesantísimos capítulos dedicados a Cuba, el libro es una de las fuentes imprescindibles si se quiere dar un paso más allá en el conocimiento de la corrupción, las mordidas de los batistianos y de la propia familia del Presidente –su esposa Marta, por ejemplo, colectaba el 10% diario de las maquinitas traga-níqueles en todos los casinos de Santo Trafficante–, la vida nocturna y en particular los shows sexuales de nivel superior, a los cuales accedían los estadounidenses más poderosos y adinerados que pasaban por La Habana.

Esto le concede un valor extraordinario a su testimonio: significa acceder por esa ventana a lo que pensaba la mafia sobre Cuba y los cubanos, y también a lo que veían y, sobre todo, a lo que hacían en la capital, tanto social como privadamente.

De izquierda a derecha: Jack Wasserman, Carlos Marcello, Santo Trafficante Jr., Frank Ragano, Anthony Carollo, Frank Cagliano y John Marcello en el restaurante “La Stella”, Queens, Nueva York, 1957. Foto: Archivo.

Otros viajeros como el jamaicano Walter Adolphe Roberts (1886-1962) en su Havana. The Portait of a City (1953) no remiten a esa elite, sino a una condición orillera ante la cual el escritor se coloca con una actitud que oscila entre el asombro, la perplejidad y el asco. La prostitución, los borrachos, los marihuaneros, el barrio de Colón, el Barrio Chino y el teatro Shanghái son sus piedras de toque. Por eso justamente nos ha dejado, desde otro ángulo, una formidable perspectiva de una ciudad de modernidades y contrastes pantagruélicos.

Por eso Roberts le dice al extranjero:  “Si no puede satisfacerse a menos que haya entrevisto la degradación, no tiene que ir más lejos de algunos de los bares abiertos en Zanja, cerca de San Nicolás, y bajar por los callejones de los lados. Verá a los adictos a la marihuana y a los borrachos […] los miserables que tragan licor crudo a cinco centavos el vaso en el Barrio Chino, simplemente están usando los medios más fáciles y baratos de aturdirse los nervios”.

No es ni por asomo lo que hace Ragano. Al inicio del capítulo 4, “Cuban Whirlwind” [“El torbellino cubano”], introduce un párrafo en el que ratifica lo que había a fines de los 50, más allá de toda duda razonable:

Mi primer viaje a La Habana no tuvo nada que ver con Santo. En 1956 allí pasé unas breves vacaciones con Betty, mi mujer, y con otra pareja; la experiencia fue asombrosa. Como soldado, había visto decadencia en el Japón de la posguerra, pero La Habana era mucho más salvaje. La prostitución era abierta y los casinos funcionaban casi las 24 horas.

Y redondea:

No había nada comparable en los mojigatos Estados Unidos de entonces. Yo tenía nociones conservadoras acerca de llevar mujeres respetables a lugares corruptos, y por eso decidí no regresar jamás a La Habana con mi esposa.

Durante su primer viaje en solitario, refiere que el cubano Martín Fox, el hombre de Tropicana, más conocido como “El Guajiro Fox”, lo invitó a ver en el hotel Comodoro, uno de los predios de Trafficante, allá en 3ª. y 84, Miramar, “un show inusual que había organizado para mí”. El siguiente: “Las participantes eran todas mujeres, llevaban a cabo actos lésbicos y ofrecían hacer el amor con los hombres de la audiencia. Martine [sic] me dijo que muchos hombres encontraban mucho más estimulante ver sexo lésbico que heterosexual”.

Esos shows no eran en rigor tan inusuales; como se vio antes, también los había en el Blue Moon. Pero se produce entonces un cambio en la actitud del hablante:

En Cuba me convertí en un hombre diferente. En La Habana mis valores tradicionales parecieron menos importantes. Los de Santo fueron más honestos y menos hipócritas que los de la mayoría de las personas. Extraía todo el placer que podía de la vida sin el más mínimo vestigio de culpa moral y era absolutamente acrítico consigo mismo. Quise encajar en su vida, emularlo, ganarme su respeto. Había hecho un esfuerzo considerable por remodelar mi carácter. Pude haberme resistido, pero su influencia fue sutil. Permaneciendo fiel a su propia naturaleza, él cambió el curso de mi vida. Después de varias visitas tuve que estar de acuerdo en que La Habana era la ciudad más fantástica del mundo. Lo tenía todo –glamour, gran clima, excelente comida y una increíble vida nocturna.

En otras palabras, Ragano decidió sumarse a la corriente y dejar a un lado su conservadurismo; después de todo, aquello era lo que era y no se podía hacer nada al respecto, solo dejarse arrastrar por el flujo.

Y más todavía moviéndose en el mundo del crimen organizado, según veremos más adelante.

Continuará…

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