Temporada de mojarras

Foto: Juan Pablo Carreras.

Foto: Juan Pablo Carreras.

Siempre conservé retazos de pitas de pescar, algunos que me regalaron amigos, y otros que encontré enredados en las piedras de la playa Uvero Quemado, con anzuelos incluidos. Pero los nylons que más me importaron siempre y aún se conservan en el closet donde guardo los equipos en la casa de Pinar del Río, son aquellos que llegaron a mí por el favor de los amigos pescadores de mi abuelo Caro.

El viejo me veía con tanto entusiasmo con la pesca que cada vez que un viejo amigo lo visitaba siempre le decía: “De las piticas que menos tú uses tráeme unos pedacitos pa´ mi nieto”. Así tuve mis primeros avíos, que lo mismo pescaban en lagunas, que en ríos y mares.

Poco a poco fui aumentando el nivel de dificultad durante mis expediciones, lo peor era que cuando el lugar era de difícil acceso o en algún momento se hubiese visto caimanes o tiburones, tenía que ir solo. No muchos comulgaban con la posibilidad de un encuentro cercano con estas criaturas.

Como siempre me dijo Caro, los animales solo atacan cuando pones en peligro su seguridad. No importa si vive en tierra o en agua, el animal tiene un instinto de conservación natural que se ha mantenido desde que surgió la vida.

Los peores momentos los viví por dejarme arrastrar por el deseo de la aventura. Haciendo oídos sordos a las advertencias de mi madre y mi abuelo cuando decían, por ejemplo: “El Estero no es buen lugar para ir solo… mucho menos si vas por primera vez…”. Pero el ímpetu de la juventud es a veces invencible y romántico. Allá iba yo, con mis enseres en hombros, atravesando el monte.

Me valía de la información de otros pescadores sobre la situación del lugar. Un palo específico, las huellas de otros caminantes, las marcas que sirven de guías me servirían para llegar.

Siendo nieto de Caro me hacía esa ilusión de que siempre iba a llegar a donde quería en medio de la maleza.

Ese preciso día del viaje al Estero, amanecí pensando en las conversaciones que había tenido con otros pescadores del pueblo. Decían que la mojarra estaba picando “en tranca”. “Están que no dejan caer el anzuelo en el agua”, decían.

La mojarra es un pez que vive en la plataforma. Se puede ver en las orillas de las playas y en las desembocaduras de los ríos, así que el Estero del Guadiana era un lugar ideal para la temporada de desove y reproducción. Durante los meses lluviosos de abril y mayo aprovechan lo que arrastra el río para alimentarse en su salida al mar. Los sábalos y otras especies más grandes que las depredan, entran también en ese frenesí alimenticio.

Todo estaba listo para que fuera yo a lanzar mis pitas. Salí temprano. En un pozuelo plástico le pedí a mi madre que me echara –contra su voluntad— un poco de comida que había quedado de la noche anterior. Y dos pomos de agua, congelada: el agua no puede faltar nunca, la sed es el peor enemigo del explorador.

Enrumbé mis pies hacia el Estero.

***

Debía llegar primero a Blanquizales, una zona a 4 kilómetros del pueblo, y luego desviarme a la derecha, por el camino de los manantiales.

Blanquizales fue el lugar de un famoso combate donde luchó Maceo durante las guerras de independencia. Eso me daba más energía.

Sin preguntar encontré los manantiales. Había dos casas de guajiros unos 500 metros antes de llegar. Estaban sentados en una especie de portal un par de ellos que me saludaron desde lejos como si me conocieran. Era señal de que por aquel lugar pasaban pescadores con frecuencia.

Caminé hasta adentrarme en un cayo de monte formado por árboles enormes, donde se sentían chirridos de jutía carabalí. Observé varios pájaros que se alimentan generalmente de peces, un alcatraz que anidaba en aquellos enormes árboles y un puñado de gallinuelas, que habitan solo en humedales. Por buen camino iba.

Luego comenzó a definirse un trillo. Caminaba por el fango y mis zapatos deportivos se hundían en aquel lodo negro y pestilente. El mangle comenzaba a dominar, mangle patabán, que es el nombre de esa especie.

Vi entonces que empezaba a hundirme más de lo normal y comencé a caminar por las raíces, que tenían formas tenebrosas. Parecía que los mangles caminaban con aquellas raíces levantadas y se veían figuras humanoides en sus troncos. Uno allí solo se imagina muchas cosas.

La llegada al Estero la confirmó un sonido. Algo grande y vivo caía al agua cerca de mí. Supongo aún que fue un enorme cocodrilo que me había sentido a lo lejos. Parece que interrumpí su descanso de mediodía.

Allí mismo comenzaba a desembocar el Guadiana, ese río que visito desde la niñez, donde ya había sacado tilapias, biajacas y truchas y otros peces de agua dulce. Ahora el río también me brindaba peces de mar.

Su nombre, Guadiana, lo adquirió de una leyenda aborigen. Guadiana era la hija de un importante cacique que dominó todo en Cabo. Por alguna ofensa los dioses convirtieron su cuerpo en montaña de india dormida y sus lágrimas formaron el hermoso río, que no tiene gran cauce pero todo el año corre en aguas transparentes y llenas de vida.

***

La carnada para la mojarra en los esteros se consigue en la misma raíz del mangle. Allí crecen unos caracolillos cuya pequeña porción de carne es muy apreciada por estos peces.

De eso estaba rodeado cuando me acomodé en una raíz al pie de un enorme patabán desde donde tenía un buen espacio para lanzar los carretes.

Primero machuqué con el cuchillo tantos caracoles como creí suficientes, luego lancé los restos al agua para que ese olor atrajera peces. A eso le llaman engoar, hacer pesquero.

La primera pita cayó y al momento sentí el halón. Cuando cobré hacia arriba sentí el peso de mi primera mojarra.

Y llegó la segunda y la tercera y con ellas la sorprendente certeza de creerme pescador. Las mojarras pesaban entre una y dos libras. De estas no se veían tantas porque estaban grandes y gordas.

Recuerdo que logré atrapar 48 ejemplares de mojarra, una picúa de unas cuatro libras y un cají, estos dos últimos con una mojarra de carnada, y pita y anzuelo más grandes.

Caía la tarde color rosado y el sol no se veía ya. Había bajado tras la espesura y la luz se desvanecía aceleradamente. En ese momento recogí todo y partí rumbo a casa.

***

Caminé unos 50 metros y me detuve. Estaba perdido. Perdido como un amnésico. ¿Dónde diablos andaba yo?

Caminé sin rumbo durante una hora, parecía que andaba en círculos. El silencio se interrumpía con los sonidos de los animales nocturnos y yo encendía a duras penas unos fósforos húmedos que llevaba, buscando resignado un palo alto para treparme y pasar la noche.

En su última lucha por la vida, los pescados aún aleteaban en el saco que llevaba a la espalda.

Los puse en el tronco de una majagua que se elevaba en lo alto. Subí hasta donde pudiera observar alguna luz a lo lejos y en medio de aquella incertidumbre escuché el sonido de un motor.

Un cacharro cuyo motor hacía un estruendo pasaba por la carretera, más cerca de mí de lo que imaginaba. Así que prácticamente me lancé al suelo, tomé mi saco y partí en esa dirección, sin que me importara espina ni fango ni animal. Y llegando yo cruzaba el tractor, con una carreta cargada de arroz recién cortado. Hice seña y el buen hombre me paró.

“Llego hasta Sandino”, me dijo y fui yo quien lo conoció. Era mi vecino Nito. El que vivía justo al lado de mi casa, el que me vio nacer y siempre andaba bromeando conmigo.

“Nito soy yo…” grité con alegría, y puso los ojos como quien busca un detalle. Luego echó hacia atrás la cabeza, sorprendido y rápido, espetó: “¿Muchacho pero qué tú haces aquí a esta hora…? Monta conmigo y pon ese saco en la carreta que vamos hasta la casa”.

La salvación llegó así, en medio de la nada. Al día siguiente, que era domingo, mi madre, mi abuelo y Nito se reían en el portal comiéndose fritas las mojarras que me habían llevado tan lejos.

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