Tinta añeja: Carlos Lechuga, el periodista

Imbuido en el torbellino de su tiempo, el diplomático despuntaría sobre el periodista, pero nunca dejó de escribir.

Aunque para muchos cubanos, en particular de las más recientes generaciones, el nombre de Carlos Lechuga se asocie mayoritariamente al del todavía joven pero ya reconocido cineasta, realizador de filmes como «Melaza« y «Santa y Andrés«, la vida y obra de Carlos Lechuga Hevia (de quien el nieto seguramente heredó el nombre) merece, sin dudas, el recuerdo.

Me referiré especialmente a su obra periodística, porque fue la que desempeñó principalmente en la primera mitad de su vida y, sin embargo, no pocas veces es relegada en las reseñas biográficas y evocaciones oficiales que de él se hacen, ante su vasta labor diplomática tras el triunfo de la Revolución Cubana, una labor que lo llevó a convertirse en uno de los rostros del gobierno revolucionario en foros y organizamos internacionales desde que, apenas en febrero de 1959, ocupase el puesto de Ministro Plenipotenciario y Enviado Extraordinario de Cuba en las Naciones Unidas, en Nueva York.

Su amplia hoja de servicios en la diplomacia incluye su quehacer como embajador en Chile, México y la Organización de Estados Americanos (OEA), en momentos en que la Isla todavía era miembro de ese ente regional. También fue Representante Permanente de Cuba en la ONU, cargo que ocupó durante la llamada Crisis de Octubre, a finales de 1962, y desde el que participaría en las negociaciones para solucionar el grave conflicto que puso en jaque al mundo. Sus memorias de aquel duro momento las publicaría en el libro En el ojo de la tormenta, escrito treinta años después de los sucesos. 

Además, integraría numerosas delegaciones oficiales, representaría a la Isla a lo largo de casi toda la década del 70 ante las Naciones Unidas e Instituciones Especializadas, con sede en Suiza ―período en el que escribiría un libro sobre la salida de Cuba de la OEA―, y desempañaría varios puestos dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores, entre ellos el de Director de Organismos Internacionales y Director Político de África, Asia y América Latina de la cancillería. Sin embargo, ya hacia el final de su vida, ante la pregunta de si se consideraba periodista o diplomático, no dudó en responder lo primero.

Nieto de un coronel mambí, Carlos Lechuga (La Habana, 1918–2009), llegó al periodismo “por una ruta imprevista”. Su sueño era convertirse en marino y, sin embargo, terminaría “tripulando barcos de papel en mares de tinta”, según confesaría él mismo a su hija Lilian en una entrevista. Estando aún en el instituto preuniversitario trabajó en una modesta emisora radial llamada CMCR, situada cerca de su casa, en el habanero barrio de La Víbora y en 1937, con apenas 19 años, comenzó como aprendiz en el diario El Mundo, por intermedio de un amigo de su padre. Su entrada en la redacción del influyente periódico fue para él “como si hubiera arribado a un país misterioso”, pero gracias a su paso por este medio crecería profesionalmente, realizando variadas tareas y funciones periodísticas, y “dominando el oficio a golpes de voluntad, observación e imaginación”.

Pronto ampliaría su quehacer a otras publicaciones, como el diario Luz y el periódico Patria, no el fundado por José Martí, lógicamente, sino otro relacionado con el Partido Auténtico y en el que compartió con destacadas figuras del gremio como Juan David y Enrique de la Osa. Además, trabajó como reportero de Sociedades Españolas, de la Universidad de La Habana, cubrió los acontecimientos cotidianos del Palacio Presidencial, fue cronista parlamentario, y estuvo entre los fundadores de la antológica sección “En Cuba”, de la revista Bohemia, en los años 40. Por la hondura y carácter crítico del periodismo investigativo que allí practicaba, que fustigaba la corrupción y otros vicios y problemas sociales, llegó a ser amenazado de muerte y hasta retado varias veces a duelo.

De regreso a El Mundo, fue jefe de la plana política y redactor de la conocida columna diaria “Claridades”, en la que analizaba con perspicacia temas de la actualidad. Por esos años, recibiría el certificado de aptitud periodística de la Escuela Profesional de Periodismo Márquez Sterling, e ingresaría en el Colegio Nacional de Periodistas. Luego, en la década del 50, saltaría de la prensa plana a la televisión, en la que dirigiría programas informativos y de otro corte en el Canal 2 y llevaría a la pequeña pantalla sus comentarios de “Claridades”, haciendo énfasis en el tema político en momentos en que el país vivía un convulso escenario signado por la dictadura de Fulgencio Batista.

Precisamente a esta se enfrentaría desde su labor periodística ―burlando la censura sobre la lucha revolucionaria, denunciando los crímenes y la represión gubernamental, y defendiendo la autonomía universitaria― y también como miembro del Movimiento de Resistencia Cívica y respaldando acciones del Movimiento 26 de Julio y la huelga del 9 de abril de 1958. Tras la huida de Batista, fue el primero en anunciar el hecho por la televisión cubana y se hizo eco del llamamiento a la huelga general hecho por Fidel Castro desde Santiago de Cuba.

Fidel Castro y Carlos Lechuga Hevia

Imbuido en el torbellino de su tiempo, pronto el diplomático despuntaría sobre el periodista, y su historia personal cambiaría de rumbo a la par de la historia del país, aun cuando en medio de su trabajo en el servicio exterior se mantuviera colaborando con varias publicaciones. Dos años antes de su muerte fue reconocido con el Premio Nacional de Periodismo José Martí, la mayor distinción que se entrega en Cuba en este sector, un reconocimiento que, en mi opinión, no solo premia su alineación ideológica y profesional con la Revolución Cubana ―a fin de cuentas, se trata de una distinción entregada desde las instancias oficiales―, sino los innegables valores y logros de su desempeño periodístico, evidenciados en su trayectoria en la prensa desde mucho antes del 1ro de enero de 1959.

Como ejemplo de esa reconocida trayectoria, les propongo entonces uno de los textos de su sección “Claridades”, publicado en el periódico El Mundo en junio de 1952, apenas tres meses después del golpe de estado de Fulgencio Batista. En él retrata con agudeza e ironía facetas del carácter de sus coterráneos, o en realidad de un sector de la sociedad cubana, y su postura acomodaticia, inmovilista o, cuando menos, dubitativa, ante la realidad nacional.

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Un personaje como hay muchos

¿Sabe usted quién es Armando Jones? Pues sencillamente un personaje fabuloso, una figura de leyenda, un millonario de ideales, un cubano dadivoso, amante del arte, filatélico, constructor de carreteras celestes, propietario de discos voladores, vecino de la Vía Láctea, hijo de mambí, patriota de dril 100, trotamundos, inventor, capitán de industria, filósofo existencialista, de estampa donjuanesca. Ese es Armando Jones.

Pero además, es uno de los tantos cubanos que no han jurado los Estatutos, ni aspira a concejal de La Habana por la vía de la suplencia. Es un compatriota como usted y como yo, marginado de sectarismos, dolido íntimamente por el vuelco que ha tenido la República.

Nuestro personaje no milita en las filas que se oponen al actual régimen ni tampoco disfruta de las delicias del Poder. Es un hombre de la calle, llana y lisamente. Su mentalidad no presenta complicaciones. Va a misa todos los domingos, pero nunca ha sido monaguillo. Contribuye a toda obra caritativa sin permitir que los receptores de la publicidad muestren su alma al público. No aspira a la gloria. Su único objetivo es vivir bien. En verano va de compras a Suiza. En invierno permanece en La Habana. Su pasatiempo favorito es jugar al golf.

En sus momentos de spleen acude a la música. Las más dulces melodías le aprisionan el alma y a la tercera pieza le falta la respiración. No es que Armando Jones se transporte al Olimpo. Sencillamente padece de angina de pecho.

AJ nos escribió ayer una larga misiva. Posiblemente la redactó sobre una colina de la isla de Capri con el Golfo de Nápoles a sus pies. En prosa tersa nos dice que debemos verter aceite sobre la marejada cubana. Confuso en sus ideas, ingenuo en sus reacciones, nuestro lector no entiende bien lo que ha sucedido en nuestra patria. Sin estar conforme con los últimos acontecimientos, rechaza toda posible modificación. No quiere perturbar su existencia. Es un ente estático, forjado en hormigón…

Teme hasta espantar a un mosquito por temor a que se provoque un cataclismo y perder su verano en los Alpes Suizos. Instalado en un viejo funicular, AJ no cree que alguien en La Habana pudo robarse un automóvil en pleno régimen marcista. Duda lo que cuenta Curzio Malaparte de que italianos con sed de aventura y mucha hambre decidieron una estrellada noche llevarse un Liberty Ship cargado de víveres en una población ocupada por el Ejército norteamericano. Y aunque el buque no ha aparecido, AJ sigue estimando que es un pasaje imaginativo.

El corresponsal no entiende la noticia que trajo el cable hace algunos años. Un sacerdote cubano ejerciendo su ministerio en Colombia vendía parcelas de cielo a los indios que deseaban asegurarse un lugar en la gloria. Armando Jones no concibe ese negocio. Para él, la mejor doctrina es el laissez-faire, laissez-passer. La generación espontánea. La terapéutica de atmósfera. La Nada.

AJ quiere y no quiere. Es un aristócrata del ocio, un preocupado social. Un patriota de cuerpo entero que se levanta con el Himno y se acuesta abrazado a la bandera con el escudo nacional como almohada. Desea ardientemente un régimen de libertades, elegir a sus propios gobernantes, pero no sabe cuál es la mejor vía para arribar a ese punto. Desde el 10 de marzo está desvelado buscando la solución. Y lo curioso en AJ es que gustándole el sueño prefiere el insomnio a un feliz desengaño.

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