Tinta añeja: el “desconocido” Jorge Luis Martí

Abogado, ensayista y profesor, su paso por la prensa cubana entre las décadas del 30 y el 50 del siglo pasado lo convierten en una necesaria referencia del periodismo nacional en ese período.

El periodista, profesor y abogado cubano Jorge Luis Martí. Foto: Recorte de prensa / Archivo.

El periodista, profesor y abogado cubano Jorge Luis Martí. Foto: Recorte de prensa / Archivo.

Su nombre no es de los más conocidos entre los periodistas cubanos e, incluso, no cuesta hallar reseñas biográficas o fotografías suyas en Internet. Pero si se hurga más allá de la superficie, de las figuras una y otra vez referidas y antologadas, en algún momento emerge su importante obra periodística.

A Jorge Luis Martí algunos le recuerdan como abogado, ensayista y profesor –que todo ello también fue–, pero su paso por la prensa cubana entre las décadas del 30 y el 50 del siglo pasado lo convierten en una necesaria referencia del periodismo nacional en ese período.

Nacido en 1911 en la central ciudad de Santa Clara, en 1935 ingresó como redactor en el periódico El Mundo, una de las publicaciones emblemáticas de la época. Luego pasaría a trabajar como reportero y en 1939 sería promovido a jefe de Información y Redacción, dos años después de haberse graduado de doctor en Derecho Civil y Derecho en Ciencias Sociales en la Universidad de La Habana.

Ya para entonces, escribía una columna diaria titulada “Facetas Mundiales”, que no dejó de hacer a pesar de su ascenso. Precisamente la opinión sobre temas internacionales distinguiría su trabajo como periodista, y a la columna ya mencionada uniría otras durante sus años en la prensa como “Comentarios” y “Alrededor del Mundo”.

En 1945 estudiaría en la Escuela de periodismo de la Universidad de Minnesota, EE.UU. gracias a una beca de seis meses. Un año antes había recibido su primer premio de periodismo Enrique José Varona, galardón que repetiría en 1948, y tres años después, en 1951, alcanzaría el premio nacional Juan Gualberto Gómez, considerado el más reputado de la etapa republicana junto al Justo de Lara, que también merecería.

En este sentido, su caso se asemeja al del también villareño José R. Hernández, quien trascendería como abogado y periodista –precisamente en las páginas de El Mundo–, y quien durante su carrera ganaría igualmente varios de estos lauros.

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Mientras, mantendría su ascendente trayectoria en El Mundo, periódico del que sería nombrado subdirector en 1955. A la par, colaboraría con otros medios dentro y fuera de Cuba, escribiría varios libros –entre ellos Perspectivas de la política mundial, Cuba: conciencia y existencia y Una utopía para la democracia y otros ensayos–, y sería profesor de Historia de las Doctrinas Sociales en la Universidad de La Habana (1954-59) y del Instituto Superior de Periodismo (1955-59).

Integrante de la directiva de la Asociación de Reporteros de La Habana y Decano del Colegio Nacional de Doctores en Ciencias Sociales y Derecho Público, Jorge Luis Martí emigró a los Estados Unidos en 1962, tres años después del triunfo de la Revolución Cubana. En suelo estadounidense se consagró a la docencia, en particular del idioma español –llegó a ser Profesor Emérito de la Universidad de Brockport, Nueva York–, y se doctoró en 1970.

Como ejemplo de su escritura, les dejo entonces el texto “Reacciones en cadena“, publicado en El Mundo en 1954 y que ganaría ese año el premio Justo de Lara. Sirva entonces como redescubrimiento necesario de un periodismo que, aunque desconocido para muchos, es parte ineludible de la historia de esta profesión en la Isla.

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Reacciones en cadena

¿Quién puede dudar que el hombre libera fuerzas que luego no puede contener? En estos días, precisamente, se comenta que los físicos atómicos norteamericanos hicieron estallar una bomba de hidrógeno en el Pacífico y provocaron una explosión varias veces superior a la proyectada. Una isla fue borrada del mapa, y en su lugar, como tétrico recuerdo, quedó un cráter desolado en el que, por largo tiempo, las radiaciones letales harán imposible toda forma de vida.

Pero no solo energías físicas pueden los humanos azuzar, con imprevisibles consecuencias: tan vigorosas como esas y no menos incontrolables son las morales. Una idea o una ilusión resultan capaces de proezas tan sorprendentes como las de una reacción termonuclear. La historia está colmada de ejemplos. Es gracias a ello que la vida del hombre resulta una constante realización de imposibilidades. Y el secreto de esa aparente contradicción radica en las potencias inmensurables que bullen en su espíritu.

Esas potencias se desencadenan cuando, a semejanza de lo que ocurre en la intimidad de un átomo, se quiebra el dinámico equilibrio entre la razón y la pasión, y el ser se desata en un desenfreno atroz y monstruoso. Las páginas más abyectas, las más horrendas, las más gloriosas y las más fecundas de la historia han sido escritas en el curso de esas imprevisibles e incontrolables reacciones en cadena, en el fragor de la desintegración de los elementos del espíritu.

En lo individual, esa eventual ruptura del balance entre la razón y la pasión es lo que convierte toda existencia humana en una aventura. La conducta no responde a un mero juego de razonamientos equivocados o certeros; si así fuere, la mente podría reducirse al funcionamiento de ese aparato electrónico, recientemente concebido, capaz de juzgar la precisión de un razonamiento lógico. Todos los silogismos aristotélicos, que desvelaron a los filósofos escolásticos durante diez siglos, todo ese maravilloso descubrimiento de la mecánica formal del pensamiento, puede reducirse, y se ha reducido, a un simple juego de luces para indicar la validez o falsedad de un juicio. Pero en el decursar del pensamiento hay mucho más que ideas lógicas: hay pasiones. La ambición, el odio, el miedo o la fe vician los silogismos y truecan en mentirosa una premisa cierta, y de una horrenda y repulsiva conclusión hacen un desenlace apacible y romántico.

En la vida social, el más delicado y precioso mecanismo destinado a armonizar esas dos antagónicas esencias del hombre –la razón y la pasión– es la democracia. De ahí que sea el más difícil y complejo de todos los sistemas políticos; y también el de mayor perfección. La pasión hace escoger los líderes, enardece el debate público. La razón establece el procedimiento, la serie de actos a que deben ajustarse los polemistas y fija los límites dentro de los cuales tienen que desarrollarse los actos que la pasión motiva. Es un remedio de los frenos y contrapesos que en el interior del átomo coordinan un sistema a la vez dinámico y estable.

Pero, al igual que ese idílico concierto puede romperse bajo el bombardeo de una carga que lo desequilibra, así en la sociedad el impacto de un acontecimiento que rompa los moldes de la actuación racional descontrola las íntimas potencias y libera un potencial de pasiones que coordinan las acciones y genera un encadenamiento de sucesos irracionales cuya meta resulta imprevisible.

Los esfuerzos que se realizan para coordinar nuevamente a la razón y a la pasión, en la vida social, tienen que pasar por la dura experiencia de pruebas, errores y aciertos; por el intento de aplicar soluciones que han sido ya superadas por el proceso, y por el afán de realizar utopías todavía inalcanzables. Todos esos ensayos, fracasos y éxitos van forjando, con dolor, la historia de esos instantes, sin que sea posible advertir, en su curso, si al final espera a la sociedad, presa de los acontecimientos, una aurora o un ocaso. Tal es la responsabilidad de quienes provocan esas reacciones en cadena.

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