Tinta añeja: José Pardo Llada al micrófono

Llegó a ser considerado el comentarista radial más influyente de los años 40 e inicios de los 50 en Cuba. Su nombre, no ajeno a la polémica, tiene un lugar innegable en la historia de la radio de la Isla.

José Pardo Llada (al centro) en una reunión de apoyo a su candidatura a representante de La Habana por el Partido Cubano (Ortodoxo). Foto: YouTube.

La radio cubana llegó este 22 de agosto a 98 años de vida. En casi un siglo, atesora una larga y fecunda historia en la Isla, en la que destacan por su quehacer figuras ―de la comunicación, de la cultura, de la política y del periodismo― que hicieron de los estudios su tribuna, su rampa de lanzamiento, su realización. Uno de esos nombres, no ajeno a la polémica, pero con un lugar innegable por la relevancia y popularidad que llegó a alcanzar es el de José Pardo Llada.

Pardo Llada (Sagua la Grande, Cuba, 1923–Cali, Colombia, 2009) llegó a ser considerado el comentarista radial más influyente de los años 40 e inicios de los 50 en el país. Había iniciado estudios de Derecho en La Habana, pero los había abandonado, seducido por los micrófonos y el periodismo. En 1944, apenas un año después de iniciarse en la radio, ganó celebridad al reportar durante tres días seguidos el paso feroz de un huracán. Lo hizo en la CMK, una pequeña emisora ubicada en la Manzana de Gómez, frente al Parque Central, en momentos en que las principales estaciones de la ciudad se habían ido del aire porque los vientos habían tumbado sus torres de transmisión.

“Estuvo tres días hablando sin parar, tomando café con leche. Así fue como se hizo famoso y comenzó a meterse en el mundo de la política, criticando al gobierno de turno”, recordaría años después el periodista Max Lesnik.

Identificado como “una voz sin precio ni temor”, Pardo Llada arremetió contra la corrupción y el entreguismo de los Gobiernos del Partido Auténtico presididos por Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás. Sus comentarios en el noticiero “La Palabra”, emitido por Unión Radio, le ganaron una gran notoriedad y abonaron el terreno para su carrera política. Se cuenta que paralizaba a las personas en torno a las bocinas, que mucha gente se reunía en bodegas y cafés a escuchar sus latigazos verbales.

Vinculado a la oposición y, en particular, al Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), llegó a la Cámara de Representantes en las elecciones de 1950 con un abrumador respaldo en las urnas. De hecho, alcanzaría la mayor cantidad de votos conseguida por un candidato al parlamento de la Isla durante el período republicano. Un año después, sería uno de los oradores en el sepelio de Eduardo Chibás, el carismático y popular líder ortodoxo que se disparara a sí mismo en plena transmisión radial, y a cuyo amparo se había lanzado a la política.

Se opuso al golpe de Estado dado por Fulgencio Batista en 1952 y a la censura de prensa impuesta por el Gobierno de facto. Sus duras críticas le costaron una veintena de arrestos y la suspensión de la emisora en más de 40 ocasiones. Aun así, se mantuvo fustigando a la dictadura y su frase “¡Qué desparpajo, señores!” consolidó su resonancia en el periodismo radial de la época, a la vez que colaboraba con medios impresos como la revista Bohemia y el periódico Diario Nacional. No obstante, su apoyo a una vía cívica por encima de la lucha armada para derrocar a Batista y su respaldo a las elecciones convocadas por este para legitimarse terminaron por mellar su popularidad.

Cuando finalmente decidió marchar a la Sierra Maestra, ya a finales de 1958, muchos guerrilleros le dieron la espalda e incluso abogaron por someterlo a un consejo de guerra. Pero Fidel Castro, de quien era amigo desde los tiempos del Partido Ortodoxo, lo respaldó. Una vez que triunfó la Revolución, la defendió desde su tribuna radial, criticó duramente a sus detractores y a la política de los Estados Unidos, e hizo popular la frase “Fidel, sacude la mata”, con la que se pedía al entonces primer ministro que depurara su Gobierno de oportunistas. Incluso, viajó junto al líder revolucionario a la sede de la ONU, en Nueva York, y junto al Che Guevara a Egipto y a la Unión Soviética. Fue víctima de un atentado en La Habana del que se salvó milagrosamente.

Sin embargo, en marzo de 1961 salió de Cuba en un viaje supuestamente periodístico y, en su primera escala, en México, decidió no regresar a la Isla, opuesto al rumbo socialista que tomaba la Revolución. Finalmente se radicaría en Colombia, donde siguió trabajando en la radio y haciendo periodismo. Colaboró con diversas publicaciones y, luego de alcanzar la ciudadanía colombiana, se vinculó a la vida política, fundó el partido Movimiento Cívico y fue embajador en Noruega y República Dominicana. No sería hasta 2004 que regresaría a La Habana para un tratamiento oftalmológico. Cinco años después moriría en Cali, aunque sin perder nunca la añoranza por su tierra natal.

“Siento melancolía, tengo mucha nostalgia. Me ha ido bien en Colombia. La gente me quiere, pero hay una serie de cosas que no se pueden sustituir”, diría al periodista Luis Báez cuando lo entrevistó para su libro Los que se fueron.

Como ejemplo de su obra, les propongo entonces no uno de sus célebres comentarios radiales, extraviados en el éter y la niebla del tiempo, sino uno de sus escritos para la revista Bohemia, publicado en abril de 1952 tras la asonada militar de Batista, donde arremete contra la censura de prensa de la que era víctima. Con él, no solo se recuerda a una figura controversial, pero ineludible del periodismo cubano, sino que también se hace justicia al necesario peso de la prensa, y en especial de la radio, en el devenir de la vida nacional.

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La mala palabra (Historia de una hoja suelta)

Ante la vigencia de la mordaza radial que instauró Batista con algo más efectivo que un decreto: la ocupación militar de las emisoras y la suspensión de todas las horas doctrinales, la pasada semana utilicé el tiempo libre que nos deja el Coronel Cruz Vidal entre sus frecuentes “solicitudes de entrevista en Columbia” (nuevo eufemismo para disfrazar las detenciones arbitrarias) para dedicarme a la tarea de confeccionar una hoja impresa con el título de “La Palabra”.

Quería sustituir, aunque fuera en la modestia de una hoja suelta, la falta del habitual espacio editorial de la una y las seis y media, que acorde con las normas del “nuevo orden” ahora ocupan discos de música suave, o en algunos casos, las voces exóticas de profetas o adivinadores, que en lugar de analizar el presente, saludablemente, escrutan el porvenir.

Para iniciarme como editor de un periódico terrestre (orgullosamente llamaba periódico a una hoja volandera) comencé a dirigirme a las Imprentas conocidas.

Con explicable cautela (en esos días acababan de detener a un impresor por tirar manifiestos ortodoxos) me comunicaban como en la situación actual, resultaba temerario disponerse a editar un órgano de oposición, mucho más cuando al título de “La Palabra” se unía un lema tan detonante en época de murmullo y cuchicheo, como ese de “Rompamos el pacto infame de hablar a media voz”.

Pero, al fin, el editor encontró su imprenta.

Como para no despertar sospechas subversivas, los talleres estaban situados en una calle de nombre apacible: Agua Dulce.

Íbamos casi a estrenar una formidable maquinaria de “offset” que había comprado Nicolás Zarco, el viejo y experto fotograbador. Decíamos “casi”, porque los honores del estreno no correspondieron a mi hoja, sino a un folleto en colores que sobre las promesas de Batista a la villa de Baracoa, dos meses antes había ordenado Anselmo Alliegro.

El viejo Zarco, con la misma objetividad comercial con que le editó a Batista su folleto, recibió los originales de “La Palabra”.

Así trabajamos tres, cuatro días. La madrugada del domingo seis la rotativa lanzaba los primeros ejemplares y alborozados, los noveles editores leíamos y releíamos aquella primera aparición de “La Palabra”, todavía con la tinta fresca.

Tres horas más tarde nos detenía el SIM por sexta o séptima vez. De nuevo las sombrías advertencias del Coronel Cruz y al final apuntaba como «sabían que iba a sacar un periódico y que no estaban dispuestos a tolerar insultos o mentiras».

Otra vez en libertad y de vuelta a la imprenta, coincidió la salida de “La Palabra” con el cortejo estudiantil a la Constitución, desde la escalinata hasta el Rincón Martiano.

Pregonarse “La Palabra” en la Universidad y en la calle por estudiantes, jóvenes y mujeres ortodoxos que la voceaban alegremente, e irrumpir el ya comandante Lutgardo Martín Pérez en Agua Dulce 57, fue la misma cosa.

Cargaron con los ejemplares que todavía quedaban en el taller y cargaron también con el comerciante Zarco y los operarios de la rotativa.

Sabían perfectamente que ni el propietario ni los obreros eran responsables de una publicación bajo el nombre de un director que no tenía por qué recurrir al clandestinaje periodístico, pero con ello se cerraba una puerta más para la libre emisión del pensamiento, al tiempo que se advertía a posibles impresores futuros de “La Palabra” las consecuencias que traía el admitir semejante cliente.

Así, Nicolás Zarco —editor de folletos de Batista y periódicos de Pardo Llada— y los obreros Manuel García y Octavio Valdés, sin militancia política conocida, iban a pasar las forzadas vacaciones de Semana Santa en las frías galeras del Castillo de la Cabaña, acusados de delito de desorden público.

Al mismo tiempo se enviaban también a la Cabaña o al Príncipe a media docena de jóvenes ortodoxos por repartir ejemplares de la hoja suelta.

Al grito de “¡la hoja suelta!”, se opuso la conminación policíaca de “¡suelta la hoja!” como comentaba graciosamente el semanario Zig Zag.

Pero lo mejor de todo este episodio sobre la Libertad de expresión bajo el régimen del madrugón, no lo dan estas detenciones caprichosas ni la persecución absurda a un periódico legal, dirigido por un periodista profesional colegiado y con colaboraciones tan eminentes como las de Carlos Márquez Sterling o Guillermo de Zéndegui.

Lo mejor de esta estampa de actualidad, lo ofrece la denuncia de la Policía al Tribunal de Urgencia, que resume así Prensa Libre de 13 de abril:

“Dos causas por desorden público radicó el Tribunal de Urgencia contra el Representante y Director del Periódico ‘La Palabra’ señor Pardo Llada. En una de ellas lo acusa la Policía de que ese nuevo medio de publicidad lo ha fundado Pardo Llada como ortodoxo, para, de acuerdo con los comunistas y los estudiantes, crear un estado de opinión contrario al régimen del diez de Marzo y provocar desórdenes con el fin de entorpecer la formal actuación del Gobierno”.

Claramente, el delito consiste en “fundar un periódico como ortodoxo”. La agravante está —según el pintoresco Estatuto del Buró de Investigaciones— en “el acuerdo con comunistas y estudiantes”.

Ser estudiante constituye no solo un delito, sino toda una filiación política para los captores de “La Palabra”.

Y ahora, revisando la hoja suelta, tachada de “mala Palabra” por la Policía, veamos cómo nosotros, fomentamos el desorden público.

Denunciaba en mi editorial: “Aparentemente consolidada la posición del régimen usurpador por la fuerza de las bayonetas —a las que fue preciso cohechar con promesas de aumento de sueldo a cien y ciento cincuenta pesos— ahora anuncian unos Estatutos que sirvan de señuelo para vestir el grotesco mamarracho de sus pujos legalistas. Los Estatutos servirán para anular definitivamente la Constitución. Por eso el Partido Ortodoxo no los acepta, como no acepta el pueblo la situación de ilegalidad creada por el golpe del diez de Marzo”.

Decir estas cosas, con responsable serenidad, es fomentar desórdenes públicos.

En el mismo número de “La Palabra” apuntaba Márquez Sterling: “No es cierto que el golpe de Estado haya sido encaminado contra el Gobierno de los Prío. El golpe de mano ha sido dirigido principalmente contra el Partido Ortodoxo y arrebatarle al País su afán indominable de introducir en la Administración Pública la honestidad que demanda la República”.

Decir estas cosas, con la responsabilidad de un expresidente de la Convención Constituyente, es fomentar desórdenes públicos. Enjuiciando la destitución del alcalde Castellanos, señalaba Guillermo de Zéndegui en el primer número de “La Palabra”:

“Pretender restablecer la normalidad en el Ayuntamiento de La Habana mientras alguien usurpe la función alcaldicia, es sencillamente grotesco, porque no hay fórmula que pueda conciliar las atribuciones de una cámara de elección popular con las de un alcalde producto del ukase arbitrario de los cuarteles”.

Decir estas cosas, es también fomentar desórdenes públicos. En la misma edición del periódico, Fidel Castro denunciaba: “Aquellos implantaban un Decreto Mordaza que mereció la repulsa del pueblo, estos han clausurado de un plumazo todas las horas doctrinales y han puesto un soldado con bayoneta en la puerta de cada estación radial, para que el que hable por la prensa aérea, hable a favor del gobierno o hable a media voz”.

Todo esto constituye —para la policía del nuevo orden— una incitación al desorden.

Y por publicar estas cosas —que no hemos podido decir en ningún micrófono— y hacerlo con la responsabilidad que tenemos como directores de un diario, como periodistas con ocho años de trabajo y como dirigentes de una organización política, es que se envía a la Cabaña a tres ciudadanos, se detiene a media docena de jóvenes y se nos acusa de desorden público ante el Tribunal de Urgencia.

No nos extrañaría que los Magistrados que con tanta premura aceptaron los nuevos Estatutos, negando la Constitución del 40, se presten —como hicieron antes— a dictar una condena sobre una acusación tan burda e irresponsable.

Pero cualquiera que fuere el fallo de un Tribunal que revive ahora sus tristes hazañas del 34 y 35, cuando arbitrariamente mandaba a la Cárcel a cuantos protestaban del régimen militarista, cualquiera que sea el fallo que se les ordene, este episodio de “La Palabra” (para ellos “la mala Palabra”) quedará como un claro ejemplo de la libertad de expresión bajo el régimen, que desnudando su orfandad ideológica y revolucionaria, el propio informe policíaco señala con una referencia de almanaque: “el régimen del 10 de marzo”.

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