Tinta añeja: Lisandro Otero, el padre

Aunque Otero padre no alcanzó la estatura de escritor de su hijo, sí lo antecedió y seguramente lo motivó como periodista.

Foto: Archivo.

Foto: Archivo.

En no pocos casos, la sombra de un padre ofrece pocas posibilidades de brillar a sus hijos; en otras ocasiones, sucede lo inverso: lo hecho después por un hijo provoca, muchas veces injustamente, que el olvido opaque el legado de su progenitor, aun cuando no podría entenderse el segundo sin el primero.

El tiempo no ha sido justo con Lisandro Otero Masdeu (La Habana, 1893-1957). El nombre y la obra de su hijo, Lisandro Otero González, hacen que muchas veces se le olvide, se le desconozca, se le confunda. En su caso, dos personas con lazos indiscutibles, pero historias de vida diferentes, pueden ser tenidas por una si no se va más allá del primer apellido.

En Cuba, y también fuera de ella, cuando se menciona el nombre de Lisandro Otero suele pensarse en el autor de novelas como La situación, Pasión de Urbino, Árbol de la vida y Temporada de Ángeles. En el diplomático, ensayista y escritor, ganador del Premio Nacional de Literatura y el Casa de las Américas. En el periodista que estampó su firma lo mismo en Bohemia y El País, que en La Gaceta de Cuba y el Excélsior de México.

Aunque Otero padre no alcanzó la estatura de escritor de su hijo, sí lo antecedió y seguramente lo motivó como periodista. Fue, sin dudas, uno de los profesionales de la prensa cubana más prestigiosos en la primera mitad del pasado siglo, reconocido no solo con elogios sino también con premios y responsabilidades.

Lisandro Otero Masdeu. Foto: islalsur.blogia.com
Lisandro Otero Masdeu. Foto: islalsur.blogia.com

Maestro de vocación y ejercicio, comenzó como reportero en el periódico El Mundo, una de las principales publicaciones de la época, y más tarde pasaría a otras igualmente importantes como El Heraldo de Cuba, Información, El País, Excelsior, y la revista Bohemia. Junto al reconocimiento de los lectores, obtendría también el de sus colegas, que le otorgaron lauros como el Enrique José Varona de 1944, el Juan Gualberto Gómez en la categoría de Reportaje en 1948 y el Justo de Lara de ese propio año.

Pero su impronta no se limitó al ejercicio profesional, sino que trascendió también como organizador y líder gremial.

A Lisandro Otero Masdeu se le reconoce como impulsor del Primer Congreso Nacional de Periodistas, celebrado en 1941, y como presidente de la Asociación de Reporters de La Habana, organización que bajo su égida consiguió el establecimiento del Colegio Nacional de Periodistas. Además, promovió y logró la fundación de la Escuela Profesional de Periodismo “Manuel Márquez Sterling”, un viejo anhelo de los periodistas cubanos.

Quede entonces como constancia de su quehacer periodístico uno de sus textos más conocidos, “Política y educación”, publicado en El País el 23 de junio de 1948 y merecedor del premio Justo de Lara. En él puede apreciarse la dimensión profesional de Otero padre, su sapiente y equilibrado poder de reflexión para analizar su actualidad y, al mismo tiempo, para defender ideas trascendentes a la distancia del tiempo. Como en todo buen periodismo.

***

Política y educación

Dicen que contemplamos la destrucción de los mejores valores de la patria bajo el imperialismo de la desvergüenza. Dicen que la única verdad cubana es el crimen, la confusión, la violencia y la hipocresía. Dicen que la familia se resquebraja y cede en favor de un estado amoral, anárquico y vergonzoso.

Es como un rojo resplandor que brota de las páginas de los periódicos. Es como un grito desesperado de sumisión a la desgracia. Es inepcia; es demagogia por el dorso; es salvajismo regresivo. Es… el público reconocimiento del fracaso.

Dicen que han desaparecido de la mente y del corazón de la juventud, sin dejar rastro, las prédicas de Martí y don Pepe; los ejemplos liberales de Céspedes y Agramonte; las actitudes voluntariosas de Gómez y Maceo.

Yo digo que todo es mentira. Una invención para justificar los métodos malos. La fácil explicación de unos hechos aislados que rechazan la razón y la conciencia. Es un modo cómodo de justificar la rapacidad y la ignorancia. Es que se quiere aplacar la indignación popular, tomando los deméritos de unos cuantos locos y exaltados como si fuera una ley general. Es la incapacidad.

No es cierto que estemos en presencia de un cuadro de liquidación que afloje la fe en los valores morales, ni que se destruye la convicción de que la democracia es el régimen más digno del ser humano. No está endurecido el corazón de la nación para cerrarle el paso a las prístinas esencias del sentimiento. Ni que la educación y la política están envilecidas.

Es falso todo eso. La educación y la política dan iguales posibilidades, tanto para los que quieran sacrificar un mejor estado social, como para los que prefieren ser rectos. Y los rectos son más pero, generalmente, cobardes o acomodaticios. Es más fácil dejarse llevar por el favor de la corriente, recostado blandamente en la barca, que remar, hasta romperse los brazos, contra los remolinos que levantan la concupiscencia y la codicia. La nación, empero, progresa; a pesar de la mala dirección y de la peor propaganda.

Hay que afrontar una etapa feraz –como en un campo de trigo– con semilla que está por esparcirse todavía. Proyectar una obra más allá de este tiempo. Conformar un propósito superior a la realidad. Militar en la zona de creación de métodos y sistemas que alcancen, en la vida pública, un fin histórico. Erradicar a los medrosos y con ellos los fenómenos aislados de la mala política. Crear una educación, que no existe, con fines peculiares. Hallar la voluntad creadora en el alma de un líder –un Sarmiento, un Vasconcelos, un Washington–, que sea a la par la justificación profunda, única y pugnaz, de los gritos de angustia de los fracasados. Hay que hacer todo eso, sin histerismos ni brusquedades. ¡Que hablen solo los capacitados!

Ni que decirse tiene que, en verdad, hay un desnivel moral creado por una minoría insubordinada, pero que esta no resulta peligrosa para la buena política, ni para encauzar una buena educación. Y, claro está, para encarrilar una minoría no puede levantarse una voz cualquiera, ni esos males, aun siendo pequeños, se curan con cataplasmas.

Así como es más fácil defender que acusar, es más sencillo devastar que construir. Es más cómodo decretar la crisis de la autoridad paterna; declarar la falta de orden y serenidad; proclamar descarriada a la juventud y ausente la jurisdicción profesoral, que crear un clima de superación educacional. Descargar toda la responsabilidad en el  hogar, tratar de trasmutar la alegría de los jóvenes en tragedia de hombres maduros, y en rebeldía inopinada los resabios de niños; y hacer díscolos de la calle a muchachos que siguen los ejemplos de la gente grande, resulta más liviano que colectar los recursos vitales que demanda ese mismo hogar que pretenden disminuir; ejemplarizar con la propia ejecutoria y desuncirse del carro de la abundancia espuria, para incorporarse a la fragua del trabajo creador.

Emprender –en servicio del bien común– una lucha sin odios ni vergüenzas, que resuelva la supremacía del espíritu sobre el predominio de la sustancia y apoyar a quien no tenga que recuperar a expensas del pueblo los millares de pesos gastados en su elección, ha de emanar del campo mismo de la política para que alcance el de la educación. Ahora bien, podrá emprender esa tarea quien solo sea de estatura moral y de inteligencia elevadas. En Cuba están hombres de ese tipo esperando su oportunidad, cuando lo razonable sería que guerrearan para alcanzarla.

Persiste una juventud que no está sometida al signo de la exaltación y de la laxitud; que concurre a los colegios públicos y privados para estudiar; que se reúne en los centros docentes superiores en busca de cultura; que trabaja en los talleres, en las academias de arte, en los laboratorios y en las oficinas particulares o del Estado, en pos de mejoras económicas y sociales. Persisten los ideales heredados y ennoblecidos por el dolor y el heroísmo de la libertad. Persisten la integridad del hogar cubano y la autoridad profesoral. En nombre de esa juventud y de esos principios deben actuar los hombres capaces de desterrar el clima anárquico sostenido por unas minorías que no se disculpan ni siquiera en el hecho de haber nacido en una atmósfera febril y de inquietudes que podía justificar sus complicaciones psicológicas. No deben terciar en un concilio de opiniones los que tuvieron oportunidades en la política o en la educación, o en ambas a la vez, y defraudaron las esperanzas que inspiraron sus jerarquías intelectuales y las generaciones que los crearon. Que no hablen tampoco los representativos fidedignos de la deshonestidad y las intenciones fraudulentas, porque estos son más traidores y más crueles al pensamiento de la libertad que los déspotas omnipotentes. Las masas mayoritarias pueden tomar ánimos y emprender la “evolución” que marcan los nuevos tiempos, seguras de que no serán molestadas por los actuales usufructuadores de su poder porque ya han perdido el crédito y, además, están dominados por su propia perdición.

Varona llamó una vez a los jóvenes para hacer una revolución. La voz que entonces levantó una generación, acaso ahora retumbaría en el ámbito del Poder para encontrarse con su ideal roto y astroso.

El Presidente electo pidió unos días, en frases ingenuas, consejos juiciosos y responsables. Aquí le dejo esta verdad dolorosa, a la puerta de su disposición mental…

Salir de la versión móvil