Tinta añeja: Nicolás Guillén, periodista y además poeta

Aunque la poesía alimenta y conforma su médula como escritor, el trabajo en la prensa está en la génesis de su vida.

Nicolás Guillén. Foto: archivo.

Parecería que muy poco queda por decir, por resaltar de Nicolás Guillén. Pocos escritores cubanos de cualquier época han merecido más textos críticos y ensayísticos acerca de su obra, mayormente elogiosos. Su poesía es considerada una de las más relevantes no solo de Cuba, sino de toda Iberoamérica en el siglo XX, al tiempo que su postura ideológica ―alineada durante el período republicano con el movimiento comunista, antirracista, antifascista y antimperialista, y luego con la Revolución cubana― hace de él uno de los mayores estandartes de la intelectualidad de izquierda en el continente.

De Guillén (Camagüey, 1902–La Habana, 1989) suelen referirse y citarse en primerísimo lugar sus libros de poemas como Motivos de son, Sóngoro cosongo, Cantos para soldados y sones para turistas, y Tengo; sus obras poéticas dedicadas a Jesús Menéndez y al Che Guevara; su distinción con el Premio Nacional de Literatura y el apelativo de Poeta Nacional. También su respaldo a la República española, del que nace su libro España en cuatro angustias y una esperanza; sus viajes y residencias en otros países de América y Europa, entre ellos Francia, Argentina y la Unión Soviética; su relación con muchos de los principales escritores de su tiempo; y sus más de dos décadas al frente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), convertido ya en rostro del gremio artístico e intelectual oficialista.

Por esta última ruta llegan no pocas críticas de sus detractores ―que los tuvo y los tiene―, como también numerosos elogios de quienes lo ensalzaron en la última etapa de su vida y hasta hoy, al menos en Cuba. Su postura política ha terminado por teñir muchas de las opiniones y reseñas que se escriben sobre él, por servir de tamiz o de bengala en diversos acercamientos no ya a su vida, sino también a su obra. Afortunadamente, tampoco faltan los análisis estrictamente literarios ni las aproximaciones biográficas más objetivas, menos contaminadas, aunque en ellas ―y también en las otras―, se pondera mayoritariamente su poesía y suelen relegarse las demás vertientes de su ámbito creativo, entre ellos su brillante periodismo.

Quizá la mejor opinión sobre lo que significó el quehacer periodístico en su trayectoria la haya dado él mismo, cuando se calificó como “periodista y además poeta”. Aunque la poesía alimenta y conforma su médula como escritor, el trabajo en la prensa está en la génesis de su propia vida. No puede olvidarse que su padre, Don Nicolás Guillén Urra, fue director del periódico camagüeyano Las Dos Repúblicas, en cuyas páginas, por demás, anunció el nacimiento de su vástago, el 10 de julio de 1902, hace ya 118 años. Tampoco, que a la muerte de este ―asesinado durante el alzamiento liberal de La Chambelona―, el joven Guillén debió trabajar como tipógrafo en la imprenta del periódico El Nacional para aportar las arcas de la familia.

Pronto sus primeros versos comienzan a aparecer en publicaciones impresas como Orto y Castalia. Tras un fallido intento de estudiar Derecho en La Habana, regresa a su natal Camagüey, donde se vincula a la página literaria de Las Dos Repúblicas y funda en 1923 la revista Lis, una aventura editorial que se extendió por 18 números y que finalmente no lograría sostener. Llegaría entonces el turno del periódico El Camagüeyano, donde, en opinión de José Manuel Villabella, profundo conocedor de la trayectoria de Guillén, se iniciaría “su verdadero quehacer periodístico”.

A El Camagüeyano el joven poeta entraría en 1924, tras quedar cesante como oficinista del Ayuntamiento local. Por poco más de un año sería redactor, corrector de pruebas y asumiría la sección “Pisto Manchego”, en la que sustituyó a un colaborador español ―el propio nombre de la sección es el de un plato del país ibérico―. Allí, a partir de un pie forzado publicitario y de la obligada mención de anuncios comerciales, abordó sin tapujos temas locales, nacionales e internacionales, y ensayó el estilo y los valores que caracterizarían su periodismo.  

Asegura Villabella que “no pocos temas que Guillén plasmó en su obra posteriormente, tuvieron su embrión en estos años y fueron tratados en los ‘Pistos’ y que a estos les sobraba “gracia, imaginación, agudeza, colorido”. Añade igualmente que en ellos el periodista ―que firmaba con el seudónimo “Interino”― “cumple con los requisitos de párrafos y frases cortas, como precisa la crónica” y echa mano a un lenguaje “popular, no vulgar”.

Contrario a lo que podría suponerse, apunta que “no hay que pensar que los anuncios comerciales fueron un fárrago, un impedimento” a la hora de escribir la sección, y que el autor “supo aprovecharse de ellos con habilidad periodística”, incluyendo incluso “décimas, octosílabos con rimas consonantes y asonantes, sonetos, diálogos, escenas teatrales, glosas, epigramas, cada vez que lo estimaba conveniente”.

Estos pistos, cocinados por Guillén con ironía y costumbrismo, serían un primer hito de su desempeño en la prensa y marcarían parte de su producción periodística posterior, a la par de su creciente obra y reconocimiento como poeta. A partir de entonces, en La Habana y fuera de Cuba, se mantendría publicando ―no solo crónicas y artículos, también poemas e incluso adelantos de varios de sus libros más conocidos― en periódicos y revistas como El Mundo, el Diario de la Marina ―en el que colaboraría en la sección “Ideales de una raza”―, Información, Orbe, Grafos, y la revista literaria Mediodía, de la cual fue miembro del consejo editorial y donde publicó numerosas crónicas sobre su experiencia en España.

Otro medio trascendente en la labor periodística de Guillén sería el diario Hoy, órgano del Partido Comunista cubano. Ya perfilada su postura ideológica, funge a lo largo de varios años como redactor y jefe de información. Publica textos de diversa índole y defiende sus ideas políticas y concepciones sociales sin dejar por ello de apelar a la gracia y elegancia propias de su escritura, y al dominio del idioma y las claves del mejor periodismo. Así lo haría incluso tras el triunfo de la Revolución cubana, cuando, al regresar a la Isla luego de varios años de exilio, vuelca sus impresiones y criterios en las páginas de esa publicación.

Precisamente, con una crónica publicada en Hoy el 10 de julio de 1959, justo cuando el poeta cumplía 57 años  —escrita a raíz de un viaje a la rebelde y festiva Santiago de Cuba— le dejo una muestra de su obra periodística. Quehacer que, según confesara, resultaba para él “un desahogo”, una escritura que le permitía liberarse “de muchas cosas que no puedo expresar mediante el verso”. En ella se descubre un Guillén diferente y, al mismo tiempo, en sintonía con el celebrado poeta de El son entero.

***

Santiago de Cuba

Mientras el coche rueda sobre la carretera, el chofer (versión contemporánea y automotriz del antiguo barbero parlanchín) habla todo el tiempo. Es un hombre pequeño y redondo, muy simpático, de tipo indígena, nacido en Baracoa. Su palabra salta de un sitio a otro, pellizcando los temas que él mismo propone y sobre los cuales tiene la más diversa información.

Ocurre, lector mío, que la Universidad de Oriente, durante estos días que voy a pasar en Santiago como huésped más o menos académico, me ha instalado en un hotel que se eleva a unos kilómetros de la ciudad. Me trajo a él quien me invitó, el muy fino y sabio profesor Martínez Arango, doctor Felipe. A la ciudad se la ve allá lejos, como desde un balcón, ardiendo en sí misma, bloque múltiple de piedra montañosa y metal al rojo blanco, bajo un cielo criollo, de un azul terso y lavado. La bahía parece una lámina de zinc, salpicada de manchones verdes, como un obstinado moho. Es el cayerío disperso a la entrada del puerto, que hace del de Santiago uno de los más hermosos de nuestra isla.

El chofer habla de nuevo:

―El indio está que parte las piedras…

El “indio” es el sol. Tiene razón el chofer. Aunque aún no es mediodía, el fuego celeste nos envuelve y ahoga. A un lado y otro de la carretera, se ven risueñas residencias campestres y ranchos destartalados y sucios. Hay también pequeñas industrias junto a jardines cuajados de rosas encendidas. Me viene a la memoria Haití, especialmente el camino que va de Port-au-Prince a Pétionville. La tierra oriental es muy parecida a la haitiana, no sólo en lo que les dio a ambas la naturaleza, sino en lo que han hecho los hombres, a pesar de que aquello es muchísimo más pobre y atrasado que esto. Pero hay barrios populares de Santiago que están arrancados de un rincón principeño; y la campiña que riega el Artibonite es hermana de la que fecunda el Cauto. ¿Qué ocurrirá en Haití en estos momentos? El recuerdo de la isla cercana, que yo visité hace ya más de tres lustros, me punza y lastima. Trujillo, Duvalier, Santo Domingo… A boca de jarro como un pistoletazo, pregunto al chofer:

―¿Qué hay de bombardeos?

El hombre no se inmuta y me responde con voz tranquila:

―Bueno, ya usted leyó el discurso de Roa. Yo creo que Trujillo es un salvaje, capaz de atacarnos con aviación.

Yo vuelvo a la carga.

―¿Pero el pueblo sabe eso, o espera eso aquí, en Santiago?

―Sí, señor, aquí lo sabemos. O mejor dicho, lo esperamos, o lo suponemos… Y después de la denuncia del Gobierno, con mayor razón. Pero nadie está nervioso.

Mientras tanto hemos llegado a la ciudad. Las calles lucen animadas y las casas se adornan con guirnaldas de papel multicolor, en las que predominan el rojo y el blanco. Cuando desembocamos al Paseo de Martí, arteria principal del barrio de Los Hoyos, la animación sube de tono. Por todas partes, desbordados sobre las aceras, hay pintorescos ventorrillos, unos ya instalados, otros en plena instalación, que se cubren con pencas de palma y de carteles anunciando el chivo en fricasé, el cangrejo, el congrí, el ñame, el puerco o “macho” asado.

―Mire, mire ―exclama el chofer―, mire la gente; todo el mundo se prepara para el carnaval…

Yo le cuento que el día anterior, oí a un empleado de alguna fábrica santiaguera de cerveza ponderar el enorme volumen del pedido de Camagüey, en junio, cuando el San Juan. El chofer me responde que en Santiago de Cuba es igual. Dice que “es lógico” porque como los de La Habana y Camagüey, estos son los primeros carnavales de la libertad.

―¡Hacía tanto tiempo que aquí no podíamos darnos un trago tranquilos, señor!

Por la noche ―ayer― me eché a la calle, con unos amigos. Esta vez anduve por Trocha. Aquello era un vocerío, un griterío ensordecedor. Todos los bares, todos los cafés llenos de gente. Las victrolas poblaban el aire cálido y denso de música mecánica. Pero había también cantadores con sus guitarras, y de repente estallaba en algún sitio el repique auténtico del bongó. Andaban ya los primeros grupos “arrollando”, como si anunciaran lo que será el desenfreno de la conga. Las meseras, en los cafés, contaminadas con la bocanada sensual que venía de la calle, caminaban rítmicamente, con el ritmo que ordenaba el cuero tenso y dictador. No es que bailaran, pero se les adivinaba el ímpetu contenido, como se sabe del pájaro que va a volar. En algunos parques había verbenas organizadas por el Ayuntamiento, a intención de la reforma agraria, “la obra magna de la Revolución” como decían los avisos.

Sin duda, Santiago, como Cuba entera, despierta de la espantosa pesadilla que fue la tiranía de Batista. Es cierto lo que dice el chofer, lo que dice aquí todo el mundo: el pueblo se prepara febrilmente para los días enloquecidos de su fiesta más querida y esperada. Pero habrá que recordarle también que Trujillo vigila, que el yanqui no se conforma con que le arrebaten su presa, que Batista sueña con la Restauración… Está bien que el pueblo se divierta, pero es indispensable que se arme. Porque al revés de lo que pensaba Larra, el suicida, no todo el año es carnaval.

Publicada en Hoy, el 10 de julio de 1959.

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