Tinta añeja: Roig de Leuchsenring, más allá de la historia de La Habana

Uno de los intelectuales cubanos más relevantes del siglo XX, el primer Historiador de La Habana, dejó también una notable obra periodística.

Foto: TeleSur

Este 1ro de julio se cumplieron 85 años de la investidura de Emilio Roig de Leuchsenring como Historiador de La Habana, un puesto desde el que edificó una obra monumental en defensa y promoción del patrimonio y la memoria de la capital de la Isla. No se trata, sin embargo, de una efeméride que incumba solamente a la urbe habanera. Por el contrario, sus ecos se extienden por toda Cuba, porque su protagonista es, a no dudarlo, uno de los intelectuales de mayor peso en el escenario cultural cubano del siglo XX.

Roig de Leuchsenring (La Habana, 1889-1964) tuvo un impacto notable en su tiempo, que le mereció el respeto y aprecio de sus contemporáneos, y su nombre es aún hoy mencionado con admiración en el gremio de los historiadores. No solo avala su bien ganado prestigio el trabajo que realizara en y por la capital, donde tras su nombramiento oficial fundaría la todavía vigente Oficina del Historiador e impulsaría proyectos como los Cuadernos de Historia Habanera, la Comisión de Monumentos, Edificios y Lugares Históricos y Artísticos de La Habana, y el Museo de la Ciudad. También lo hacen sus investigaciones, conferencias y publicaciones en torno a temas como la obra de José Martí, las gestas independentistas cubanas y la injerencia estadounidense en la Isla, en los que aflora su indiscutido patriotismo y su raigal carácter antiimperialista. Entre sus textos más citados en este sentido sobresalen la Historia de la Enmienda Platt, Los Estados Unidos contra Cuba libre (1805-1902) y El imperialismo yanqui en Cuba (1902-1935).

Por demás, fue también abogado ―se graduó de Doctor en Derecho Civil y Notarial en 1917―, especialista en derecho internacional, colaborador y miembro activo de sociedades y publicaciones del ámbito legal y presidente de la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales que, a partir de 1940, comenzó a organizar los Congresos Nacionales de Historia. Dirigió o integró igualmente diversas organizaciones e instituciones como la Sociedad de Librepensadores de Cuba, la Academia de la Historia, la Junta Nacional de Arqueología y Etnología ―se vincularía a publicaciones de este campo como Archivos del Folklore Cubano y la Revista de Estudios Afrocubanos― y la corporación nacional de Turismo.

Aunque no militó en partidos políticos ―o al menos no hizo pregón de membresías― siempre se alineó con las fuerzas más progresistas y democráticas, y con las vanguardias intelectuales de la época. Por ello, apoyó públicamente la Protesta de los Trece y se unió a organizaciones como la Liga Antiimperialista de Cuba, fundada por Julio Antonio Mella, y el Grupo Minorista, donde compartió con figuras como Rubén Martínez Villena y Juan Marinello. Luego, sabría transmitir con pasión sus convicciones desde la tribuna y la prensa, pero nunca dejaría de palpar la vida en las calles, de transitar a pie por su Habana querida y calar por igual en los pobladores más humildes que en quienes le admiraban y seguían desde la academia.

Uno de sus mejores discípulos, el mayor quizá, Eusebio Leal, quien seguiría sus pasos como Historiador de La Habana y defensor a ultranza de sus tesoros, ha descrito a su maestro como “un estudioso consciente”, que “no sólo recopiló y convirtió en doctrina, sino que también fue el mentor de una generación de intelectuales antiimperialistas, patriotas y cubanísimos”. Además, ha destacado en él, a la par de sus facetas de historiador, orador y polemista, su cualidad de ser “un cubano muy completo”, “un hombre muy popular que salía a las calles y andaba a pie de un lado para otro”.

En el periodismo específicamente, Roig de Leuchsenring desarrolló una importante obra que no se limitó a la escritura ―se cuenta que escribió más de 200 artículos para periódicos y revistas de la época―, sino que abarcó también puestos directivos y editoriales en varias de estas publicaciones. Apenas con 16 años publicó su primer escrito periodístico, titulado “Impresiones de viaje”, en el influyente Diario de la Marina, y en 1912 ganó con su texto “¿Se puede vivir en La Habana sin un centavo?” un concurso de artículos humorísticos convocado por el periódico El Fígaro.

A partir de entonces, y a la par de sus trabajos para publicaciones especializadas en Derecho e Historia, engrosaría un amplio prontuario en la prensa cubana que incluye su labor como redactor y director literario de la relevante revista Social y su faena como vicedirector de la no menos apreciada revista Carteles, entre 1925 y 1930. Además, su firma o alguno de sus seudónimos ―a lo largo de su vida utilizaría varios como Cristóbal de La Habana, El Curioso Parlanchín, Enrique Alejandro de Hermann, y U. Noquelosabe― aparecerían en medios como El Mundo, El País, la Revista Bimestre Cubana, el Heraldo de Cuba, Bohemia, Cuba Contemporánea, la Revista de la Universidad de La Habana, La Discusión y Vanidades.

Su trabajo en la prensa abarcaría, por supuesto, la divulgación histórica, pero también la crítica política y social, los textos de orientación cultural y literaria, y el artículo de tono humorístico y de costumbres. Precisamente con uno de estos últimos, publicado en 1927 en la revista Carteles y firmado con el seudónimo El Curioso Parlanchín, le dejo entonces como muestra del quehacer periodístico de Emilio Roig de Leuchsenring ―Emilito para sus amigos y colegas―, un texto en el que recrea los trances y peripecias sociales que trae aparejada una muerte y en el que se revela como un agudo observador de la naturaleza humana y de las dinámicas de la sociedad cubana de su tiempo.

Habladurías: “Reclame” funeraria

Es muy curioso observar cómo entre nosotros se utiliza la muerte para hacer la propaganda, la publicidad y el reclamo del difunto y sus familiares.

Parece que los dolientes, lejos de buscar la soledad y el silencio para entregarse de lleno y solamente a su desgracia y su dolor, necesitan mitigar su tristeza con múltiples ocupaciones que la costumbre y la moda les imponen en los funerales, y sacar su pena a la plaza pública para que los demás vean y con ella se distraigan a falta de otros espectáculos; de tal manera que en esas horas, desde que ocurre la muerte hasta que recibe sepultura el cadáver, horas que debían, como las últimas que son, aprovechar ávidamente los familiares para pasarlas junto al cuerpo inerte del ser amado y dedicarlas al recogimiento y a la meditación, de lo que menos se ocupan es del pobre muerto y a quien menos se consagran, pues los usos y conveniencias sociales les obligan a dedicarse cuidadosamente a preparar la función espectacular de los funerales, con todo el boato y publicidad que sean posibles.

Las primeras atenciones, ya las vimos en otro artículo: el aviso y arreglo con el agente de pompas fúnebres, calidad del servicio mortuorio, etc.

Es necesario, después, pensar en la papeleta de entierro, publicarla en uno o varios periódicos, que han de lanzar a los cuatro vientos la noticia desgarradora, y que sirve, además, de anuncio y propaganda eficacísimas de la fortuna del muerto y sus familiares, ya que el público juzga de esta por el tamaño de la papeleta, por el número de pulgadas tomadas al periódico. Se conocerán, además, las pocas o muchas relaciones de familia y difunto, o la importancia social de una y otro, por el número de papeletas que aparezcan de las diversas entidades o sociedades a que perteneció aquél. ¡Cómo se revelan la vanidad y la estupidez humanas en las papeletas mortuorias! Aun aceptando, por aquello de que es costumbre, la divulgación de la muerte, ¿no bastaba, por millonarios que fuesen el muerto o su familia, una simple y sencilla papeleta de dimensiones corrientes, publicada en buen lugar del periódico? ¡Qué va! Los individuos —¡pobres diablos!— que, no son más que millonarios, necesitan, venga o no venga a cuento, estar haciendo alarde constantemente de sus millones, y por eso vemos esas papeletas de media página del periódico, que anuncian la muerte de algún becerro de oro, que en sus mocedades fue en nuestra capital mozo de limpieza de una bodega o almacén más o menos acreditados en la plaza.

La papeleta de entierro sirve también para que vean su nombre en letras de molde unos cuantos señores desconocidos, parientes o amigos del muerto, y para que otros, que no aparecen en ella, se consideren ofendidos por esa exclusión voluntaria o involuntaria. Es el problema de los que invitan en la papeleta, uno de los más graves que se le presentan a los parientes cercanos al difunto y que requiere gran cuidado y tacto, para que no se olvide nadie ni produzcan estos olvidos disgustos a veces de trascendencia. Para, evitarlos, se siguen dos sistemas: uno, el más práctico y seguro, no poner más que los nombres de padres, hijos o esposos; otro, el darle cabida a todo el mundo, incluso el médico o médicos y los curas, con lo cual se les hace muy poco favor a los primeros. Este sistema se presta siempre a olvidos o a convertir la papeleta en una lista de pasajeros de un gran trasatlántico. La familia, no ocupándose, como en todo lo que se refiere a los funerales, del muerto, en aras del “reclame” se dedicará a discutir quiénes deben ser incluidos, entablándose disputas sobre Fulano o Mengano y sacándose a relucir viejos rencores:

—A Fulano no debemos ponerlo porque últimamente se ha portado muy mal con nosotros.

—Hay que poner a Mengano, que es muy amigo mío.

—Pues si ponen a Mengano tienen que poner a Esperencejo, que es íntimo amigo mío.

Vienen entonces las transacciones para que no resulte que aún caliente el pobre muerto, la casa se convierta en una olla de grillos.

Es de rigor que la papeleta se utilice también como reclamo religioso, y de ahí la consabida coletilla de “Después de recibir los santos sacramentos y la bendición papal”, anuncio y propaganda que se cuida mucho de que no falte, mucho más cuando se trata de un personaje de gran relieve social, intelectual o político, sobre todo si tenía fama de ateo, porque entonces se hace ver al público, que a la hora de la muerte se convirtió, y ese ejemplo de gran efectividad religioso-comercial, aunque estas conversiones se reduzcan en casi todos los casos a que, ya agonizando el enfermo, se le impongan los oleos o en que se haga la comedia de una confesión casi in articulo mortis y cuando lo único que se desea es que lo dejen a uno morir tranquilo. Las papeletas mortuorias proporcionan lectura casi exclusiva a ciertas personas de avanzada edad que apenas toman en sus manos un periódico no buscan ni les interesa más que saber “quienes se han muerto hoy”, haciendo los comentarios del caso, sobre la enfermedad que lo habrá llevado a la tumba, o arrancándole la tira del pellejo al difunto y a sus familiares.

Los más, al leer en el periódico la papeleta dando cuenta de la muerte de algún conocido o amigo, tienen en esta, como único y elocuente epitafio la siguiente exclamación:

—¡Me reventé! Se ha muerto Fulano. Tengo que asistir esta tarde al entierro. ¡Me echaron a perder el día!

Que esa es la verdad que hay en el fondo de todos estos convencionalismos sociales.

Y en vez de las frases de clisé que suelen aparecer en las papeletas mortuorias: “No se reparten esquelas”, “El duelo se despide en el Cementerio”, “Se suplica no manden coronas”, debían insertarse estas otras más reales y más expresivas: “Mentira. Vanidad. Hipocresía”.

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