Tinta Añeja: Santiago de Cuba en la memoria

Sin esas publicaciones, sin los hombres y mujeres que las escribieron y atraparon en ellas la memoria de una época, de un hecho, de un personaje, de un lugar, Santiago no existiría tal como la conocemos.

Vieja tarjeta postal sobre la ciudad de Santiago de Cuba. Foto: Cuba Museo

Además de la ciudad física, la edificada en piedra y cemento, en barro y hormigón, hay una Santiago de Cuba contada en tinta y papel. Una urbe que, como tantos otros lugares del mundo, se defiende de la desmemoria y sobrevive al golpe demoledor del tiempo desde las páginas de libros y periódicos, de folletos y revistas; que se resiste a desaparecer aun cuando ya no sea lo que era cuando aquellas publicaciones fueron impresas.

Sin esas publicaciones, sin los hombres y mujeres que las escribieron y atraparon en ellas la memoria de una época, de un hecho, de un personaje, de un lugar, Santiago no existiría tal como la conocemos; no sería hoy la misma, ya con sus flamantes 505 años recién cumplidos este sábado.

¿Podría entenderse una ciudad sin sus crónicas cotidianas, sin las reseñas y noticias de su devenir que eternizan, o al menos dan lustre de perdurabilidad, a lo en apariencia perecedero? ¿Podría Santiago ser Santiago sin los textos de Don Emilio Bacardí, sin la palabra constante de Abril Amores y de Ibarra Albuerne, de Cisneros Jústiz y Rolando González, sin el periodismo que la retrató y la retrata en El Cubano Libre y Oriente, en el Diario de Cuba y Sierra Maestra, en la Cadena Oriental y la CMKC, en Tele Rebelde y Tele Turquino?

Por su historia y sus tradiciones, por su cultura y por su pueblo, la que fuera fundada por Diego Velázquez el 25 de julio de 1515 ha merecido en sus más de cinco siglos la mirada de muchos cronistas, de escritores y periodistas que hicieron en ella ―y de ella― su vida, y de viajeros que fueron seducidos por sus encantos, que atraparon en papel las alegrías y dolores que descubrieron transitando por sus calles, conversando con su gente.

Desde Hernández Miyares a Pablo de la Torriente, desde Irene Aloha a Ruby Hart Phillips, desde Juan Bosch a Nicolás Guillén, dejarían escritas sus impresiones de Santiago, sus ideas y experiencias; y muchos más lo harían ―lo han hecho, lo hacen― casi al vuelo, como un trazo fugaz, o en una sucesión de escritos, de informaciones, crónicas y reportajes, como un fresco que se dibuja día a día y que nunca llega a estar terminado, porque la ciudad continúa palpitando rodeada de montañas, a la par del tiempo. 

En ese mural resaltan sin dudas algunas partes, más coloridas, más retocadas, dibujadas una y otra vez por uno o por varios autores. Son los hitos, la Historia en mayúscula. Pero, a la vez, hay muchas otras partes que podrían parecer menores, intrascendentes, y sin las que, sin embargo, el retrato de la ciudad estaría incompleto. Algunas, no pocas, de estas partes, corren hoy el riesgo de perderse, de desaparecer, convertidas en polvo, en letra ininteligible, en páginas amarillentas y quebradizas; otras, tristemente, ya lo han hecho.

Con una de esas partes, afortunadamente de las todavía vivas, le dejo como ejemplo de la memoria santiaguera. Fue publicada en El Mundo, en 1942, y su autor fue Pablo Milá Ortiz (Santiago de Cuba, 1892-1976), un hombre que escribió para periódicos y revistas locales y nacionales como El Cubano Libre, Diario de Cuba, Oriente, Ecos y Bohemia, y que, en reconocimiento a su trabajo, llegó a ser presidente de la Asociación Periodística de Santiago. Sirva entonces como homenaje a los 505 años de su ciudad y, a la vez, como ejemplo de esos textos periodísticos que, sin pretender más que reseñar un acontecimiento importante, noticioso, a la luz del momento en que fueron escritos ―en este caso, la inauguración del obelisco al padre Pico― ayudan a conocer y a comprender, a iluminar y a descubrir, muchos años después.

Imagen de archivo de la calle Padre Pico

Obelisco al padre Pico

Cuenta la ciudad con un monumento más que la adorna en contraste con la vetustez de sus polvorientas calles y de su aspecto antisanitario. Si bien es cierto que en más de una ocasión se ha dicho que esos dineros que se emplean en ornamentaciones bien podrían dedicarse a la reconstrucción de nuestras arruinadas calles, huérfanas de protección oficial, no es menos cierto que no es posible olvidar a quienes, como aquel sacerdote que se llamó Bernardo Antonio Pico, tanto bien hicieron a la ciudad legando su fortuna.

La memoria del padre Pico ya había sido honrada por el Ayuntamiento un año después de instaurada la República, al poner su nombre a la antigua calle Hospital, llamada así con anterioridad a esa fecha porque en la manzana que hoy ocupa el mercado municipal estaba el hospital San Juan de Dios. Ahora, Acción Ciudadana, entidad que integran personalidades cívicas y amantes del progreso de la ciudad, en un gesto que la enaltece, como lo ha hecho ya reconstruyendo parques y realizando otras obras de interés público, inauguró un monumento al inmortal benefactor.

Quién era el padre Pico

El padre Bernardo Antonio Pico y Redín nació en esta ciudad el año 1726. Sus padres disfrutaban de excelente posición económica, estudió la carrera eclesiástica y obtuvo el grado de doctor en Sagrada Teología. Ordenado sacerdote, desempeñó entre otros cargos el de cura rector de la iglesia de Santo Tomás Apóstol, prebendado racionero, promotor fiscal, vicario episcopal, provisor y vicario general y deán del cabildo, con todos los cuales fueron premiados sus indiscutibles méritos haciéndosele estricta justicia. El padre Pico falleció el 14 de noviembre de 1813, a los ochenta y siete años de edad.

El padre Pico dispuso en su testamento que todos sus bienes fuesen heredados por los pobres y que con ellos se fundara un asilo para ellos, cumpliéndose el mandato con la creación de la Casa de Beneficiencia en un solar donado por el subteniente Ángel Caula en el lugar conocido por Alto del Calvario. Las fincas que legó el padre Pico a los pobres fueron las siguientes: casas Estrada Palma 461 y 463, casas Lacret 401 y 403, Hartmann 402, Estrada Palma 409, Estrada Palma 359, Estrada Palma 351y Pío Rosado 404 y 406.

Inauguración del monumento

Con asistencia de representaciones del Ejército, la Marina, autoridades civiles y escolares, la casi totalidad de los miembros de Acción Ciudadana, hermanitas y asiladas de la Beneficencia y numeroso público, tuvo efecto la inauguración del monumento al padre Pico en el punto de intersección de la calle de su nombre con la de Sagarra, sobre el costado sur del templo de San Francisco. Asistió la Banda de Música Municipal, que ejecutó el Himno Nacional, haciendo uso de la palabra el presidente de Acción Ciudadana, doctor Rafael Ros Estrada, que ensalzó las virtudes del sacerdote homenajeado y sus méritos para con la ciudad que lo vio nacer. Seguidamente, el doctor Raúl Lorié Romeu elogió la labor constructiva de Acción Ciudadana, excusando la asistencia del alcalde municipal señor Salas, que se encontraba de duelo.

El monumento

El monumento lo constituye un monolito de hormigón de forma rectangular, de dos metros cuarenta centímetros de altura, recubierto de un revoque de granito artificial, color ocre. En su frente, normal, al eje de la calle de Padre Pico, lleva endosada una lápida de mármol del país con una inscripción y sobre esta, semiempotrado en el mármol, un disco de bronce con un bajorrelieve alegórico.

La inscripción

La lápida de mármol del monumento tiene la siguiente inscripción: “Bernardo Antonio del Pico y Redín. 1726–1813. Consagró su vida a la práctica del bien. Curó al enfermo. Amparó al desvalido. Legó sus bienes para la creación de la Casa de Beneficencia que aún perdura. Acción Ciudadana dedica esta lápida a su memoria. Agosto de 1942”.

No encontraron retrato

Como no fue posible, no obstante, las investigaciones acuciosas, encontrar dibujo, retrato o descripción del aspecto físico del padre Pico, se recurrió al bajorrelieve en bronce y a la alegoría en la que se muestra a dicho padre conduciendo a un grupo de niñas a la Casa de Beneficencia.

Gentileza de los esposos Muñoz-Michaelsen

Después de la celebración del acto, la señora Magdalena Michaelsen, quien develó el monumento como hija que fue de aquel otro benefactor que se llamó don Germán Michaelsen, recibió en su morada de la calle Sagarra a un grupo de personalidades, asistentes al acto, a quienes tanto ella como su esposo, el doctor Emilio Muñoz Desloge, obsequiaron espléndidamente.

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