Un cachito pa’ vivir

Como telón de fondo o espada de Damocles están las crisis periódicas de productos esenciales en un país que importa el 80% de lo que consume.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Tras la tempestad no viene necesariamente la calma. En una economía con serios problemas existenciales aquella no acaba de aterrizar, ni evidentemente lo hará en un futuro previsible debido a una combinación de factores exógenos y endógenos. La crisis de diésel ha venido lacerando el débil sistema de transporte público con efectos de derrame sobre otros reinos de este mundo. Se han retomado prácticas del Periodo Especial como la producción de pan a base de leña y carbón y la tracción animal para el trabajo en el campo e incluso para el movimiento de pasajeros en las provincias.

De acuerdo con fuentes oficiales, entre enero y junio la producción de alimentos mostró niveles de recuperación con un salto de 38,3% en productos agrícolas y de 22,1% en cárnicos, buenas noticias pero cifras aún insuficientes para cubrir las necesidades de la población.

Un dato marca una tendencia característica de etapas anteriores: los productores privados aportan el 75,9% de las viandas, 75,3% de las hortalizas, 53,7% del arroz, 82,7% del maíz, 77,9% del frijol, 83,8% de las frutas, el 34% de la carne porcina y el 29% de la carne bovina. Importar comida –la jama, en el argot de la vecinería cubana– seguirá entonces constituyendo una gravosa erogación en un contexto de crisis. Digamos que entre enero y agosto de 2019 las compras de pollo a Estados Unidos alcanzaron los 15 millones de dólares, es decir, más de la mitad de las importaciones de pollo procedentes de ese país el año anterior.

La producción estatal de carne de cerdo –esa quintaesencia del paladar nacional reforzada por una masa vacuna que hace del bisté de res, la ropa vieja y la carne asada tres fuentes y tres partes integrantes del esoterismo– está por debajo de la línea de flotación, vista desde donde se le ve: desde los mercados de su tipo, en los que la calidad es siempre inferior a la que se vende en el otro y el exceso de grasa campea como el Cid por los campos de Castilla.

Ahí el puerco no fluye bien debido a la improductividad y la ineficiencia, dos de los principales handicaps de una economía afectada por décadas de verticalismo, voluntarismo, exceso de controles, circunstancias externas y pirámides egipcias. En ese contexto, el mercado arrecia su mano invisible, y como resultado hace poco se produjo un alza en los precios de los vendedores privados, que la llegaron a ofertar hasta setenta pesos la libra a pesar de regulaciones vigentes. Topar los precios desde el Estado puede resultar tentador, pero no es la respuesta adecuada: ya se ha hecho antes y no se ha logrado resolver el problema.

Como telón de fondo o espada de Damocles están las crisis periódicas de productos esenciales en un país que, en efecto, importa el 80% lo que consume. A fines de 2018 hubo dificultades con el pan por falta de piezas para los molinos y barcos que no llegaron. Poco después, con el aceite, por falta de materia prima –de nuevo, barcos que no llegaron— y problemas con las máquinas. Largas colas en las TRD y ventas limitadas a solo dos litros por persona. El poeta modernista René López (1881-1909) prefiguró a su modo los problemas de depender en exceso de las importaciones: ¡Oh barcos que pasáis en la alta noche/por la azul epidermis de los mares, /con vuestras rojas luces que palpitan/al ósculo levísimo del aire!

Y ahora mismo no solo tenemos nuevas crisis con el jabón de lavar, el de baño y el detergente, sino también con los cigarrillos en un país donde muchos echan humo por la nariz –esta vez para su propio mal. En el primer caso, las autoridades del MINCIN tuvieron que regular la venta a dos jabones de tocador, dos de lavar y un pomo de detergente líquido por persona. En el segundo, la fábrica de Holguín tuvo que cerrar por mantenimiento, pero después de reabierta le fue imposible vender su producción debido a falta de transporte ante la crisis de combustible, determinada esta vez por las sanciones estadounidenses contra navieras que llevan a Cuba el petróleo de Venezuela.

Este es el escenario que opera sobre la vida de los cubanos ordinarios, y también la base sobre la que accionan robos, mercado negro y corrupciones a nivel micro, que no son objeto de la Contraloría General de la República, concentrada en los pejes gordos del nuevo jet set empresarial y en los ángeles caídos que sucumbieron a la tentación de comisiones y coimas. Todo para vender, como en la película de Wajda. El poder del dinero se va extendiendo como una mancha de crudo que todo lo invade y contamina.

Las shoppings muestran un fenómeno único: no hay jabas para que el cliente se lleve a casa los productos adquiridos después de un día en “la luchita”, pero aparecen todo el tiempo a la entrada de los agros al módico precio de un peso cubano, lo cual supone la existencia de una red ilícita que empieza en las empresas/tiendas mismas y termina en esa anciana bastante mal vestida, a la que los ingresos no le alcanzan no más que para sobrevivir, que las vende a la entrada del agro. Otro indicador de que la pobreza cubana sigue batiendo alas, según nos informa el coeficiente GINI de los sociólogos.

El “vil metal” de los anarquistas entra cabalgando a dominios supuestamente sellados: servicios médicos y dentales, religiones, trámites burocráticos, dietas por enfermedad y un largo etcétera, por lo regular bajo el eufemismo de un “regalito”, porque “el picheo está muy duro”.

“La vida es corta”, y al fin y al cabo solo se trata de –dice una tonada– necesitar, querer y conseguir “un cachito pa’ vivir”.

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