Un carro, solo un carro

Pagar en Cuba por un Peugeot más o menos lo que un millonario chino paga por un Rolls-Royce o Jennifer López por un Ferrari.

Foto: Enrique de la Osa.

China está a la vanguardia en muchas cosas, una de ellas la compra de carros. Y los chinos lo hacen no solo con su gota de agua característica, sino también con una peculiaridad, uno de los boomerangs del proceso de occidentalización, pero que a la vez remite a las diferencias cualitativas entre lo local y lo foráneo: prefieren las marcas extranjeras y no las propias, sobre todo los Toyotas, GMs y Fords, firmas que han visto incrementadas sus ventas a niveles impresionantes. Por razones obvias, hoy China constituye el principal mercado de vehículos del mundo.

En 2018 les rebajaron aranceles a las importaciones de automóviles y sus piezas de repuesto, lo cual posibilitó un mayor acceso a esos bienes. Fueron recortados del 25 al 15 por ciento en la mayoría de los vehículos, parte de los esfuerzos por continuar abriendo los mercados. También redujeron los gravámenes a la importación de piezas al 6 por ciento (desde alrededor del 10 por ciento). “Los beneficios son tremendos para nuestro negocio”, dijo un portavoz de la Nissan Motor Co. Ltd. La BMW afirmó que revisaría sus precios: la decisión fue “una señal fuerte de que China seguirá abriéndose”. Los ejecutivos de la Audi recibieron como se imaginan la “mayor liberalización y apertura del mercado chino”.

En Cuba las ventas de carros importados han sido al revés que en China. Por razones obvias, la Isla no puede importar marcas norteamericanas. En septiembre de 2011, con la aplicación del Decreto No. 292 del Consejo de Ministros y otras resoluciones, se autorizó la compraventa o donación de los vehículos de motor entre personas naturales domiciliadas en el territorio nacional, y extranjeras con residencia permanente y temporal.

Dos años después, con el Decreto Ley No. 320 del Consejo de Ministros, se establecieron regulaciones para la transmisión de la propiedad de vehículos de motor. Se autorizó la venta minorista a personas naturales, con precios distintos a los del mercado entre particulares. En 2014, por ejemplo, un Lada 2106 se vendía en Revolico.com por 26 000 CUC; otro “bien equipado y en perfecto estado,” en 32 500 CUC, y así sucesivamente.

Pero la lista oficial de precios en las agencias de la Corporación CIMEX dio varios pasos más allá. En enero de 2014 en la agencia Peugeot casi todos los vehículos de 2013 que estaban en venta sobrepasaban los 100.000 CUC. Los cubanos tenían entonces, como ahora, la sensación de estar en medio de un espejo cóncavo. Esta nueva forma de “excepcionalismo”, asumida con sorna por una población que no podría acceder a esos vehículos ni siquiera en sus sueños más húmedos, se expresó en el creciente número chistes circulantes, incluyendo la apelación al choteo, arma histórica de legítima defensa ante los problemas y adversidades cotidianas.

La medida tuvo, desde el principio, dos problemas. El primero fue apostar que la compra de esos carros importados la harían los cubanos con FE (Familia en el Extranjero), lo que equivalía a asumir que quienes viven fuera de la Isla, sobre todo en Miami, estarían dispuestos a remesar por un Peugeot más o menos lo que uno de esos millonarios chinos paga por un Rolls-Royce o Jennifer López por un Ferrari. En otras palabras, presumir que la emigración reciente –como se sabe, la protagonista fundamental de los envíos de dinero a la Isla– no vive en los efficiencies de Hialeah, la Sagüecera y sus alrededores, sino junto a los colegas de Bill Gates en Silicon Valley.

El segundo es el monopolio y las susbiguientes prohibiciones, pesados fardos que se arrastran desde la Corona española y que por consiguiente no dejan lugar para otra cosa. Dicho en directo, los cubanos no pueden importar autos, solo pueden hacerlo las empresas autorizadas para el trabajo de los empresarios del patio, los elegidos de la hora.

De acuerdo con la disposición, se autorizaba “la importación de vehículos de motor, carrocerías y motores solo a las personas jurídicas cubanas, previamente aprobadas por el Ministerio de Comercio Exterior y la Inversión Extranjera”. Solo podían importarlos las “representaciones de las misiones diplomáticas, oficinas consulares y organismos internacionales acreditados en Cuba”. Obviamente, no se precisa una bola de cristal para responder la interrogante de si un empresario extranjero –de esos que no abundan demasiado en el panorama cubano– o la firma que este representa, estarían dispuestos a desembolsar una cantidad desmesurada de dinero por una mercancía rodante que, sencillamente, no lo vale, ni aquí, ni en China.

A los seis meses de aprobada la venta de autos importados, en junio de 2014, la vicepresidenta primera de la Corporación CIMEX, Iset Vázquez Brizuela, declaraba a Radio Rebelde que en las once agencias habilitadas para ello se habían comprado 50 carros y 4 motos, con valor total ascendente a 1.283.000 CUC. Hoy, a la hora de escribir este texto, no aparecen datos más actualizados. Pero de entonces a acá no hay razones para presumir que las cosas hayan cambiado, sino más bien todo lo contrario en medio de una economía sin despegue, un escenario bilateral adverso, y más recientemente de palanqueos para tratar de mantener dentro de la botella al genio de los precios, un camino que ya antes ha terminado con las manos vacías.

Si esto es así, la pregunta es entonces por qué sigue ahí una medida de irracionalidad galopante. Las famosas cartas que una vez se usaron para adquirir carros hace rato quedaron al campo –y no de la mejor manera. El Estado distribuye a cuentagotas autos Geely chinos entre sus orgánicos y personal médico o deportivo. El transporte público sigue siendo un problema con mayúsculas. Dos de las preguntas que una vez se hizo el diario Escambray siguen siendo hoy válidas: “sin prosperidad en las ventas, ¿cómo surgirá el fondo para estimular el transporte público? ¿Cuántos cubanos podrán pagar por un automóvil a los precios actuales?”

Mientras tanto, los “almendrones” en mal estado, los Moskovichs y Ladas abrumadoramente viejos seguirán funcionando como esa pesada piedra de Sísifo, arriba y abajo, con sus inevitables y costosas secuelas de accidentes, heridos y fallecidos.

Y a eso, definitivamente, hay que ponerle fin.

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