Un puente, un gran puente

Los jóvenes le están marcando el paso a todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír.

Foto: Otmaro Rodríguez

Foto: Otmaro Rodríguez

… y los harán pedazos como a ollas de barro.
Apocalipsis 2, 27-28.

“Un tornado es una máquina de vapor perfecta con una energía que acaba con todo”, dijo una vez un meteorólogo. Salvo golondrinas que no hacen el verano, los habaneros no los habían experimentado en carne propia, acostumbrados como estaban a verlos en filmes de catastrofismos como Twister (1996) o en documentales sobre sus famosos cazadores en el llamado Corredor de los Tornados (Tornado Ally), área que comprende varios estados del centro de los Estados Unidos –Nebraska, Dakota del Sur, Oklahoma, Texas y Arkansas– donde el aire frío que baja de Canadá y las Montañas Rocosas se abraza con el cálido viento tropical que sube del Golfo de México.

Una zona letal. Del 9 al 11 de mayo de 1953 allí se produjo lo que se conoce como un “brote de tornados” (tornado outbreak) cuando por lo menos 33 afectaron, como cayéndoles en pandilla, a diez estados desde el norte de Minnesota hasta el sur de Texas. Un EF5, por ejemplo, arrasó con Waco, Texas, dejando detrás una secuela de 114 muertos. Uno de los más poderosos de la historia que borró del mapa, literalmente, a más de 600 casas, afectó 1 000 estructuras e hizo chatarra a 2,000 vehículos. Más recientemente, en mayo de 2013, otro EF5 acabó con Moore, Oklahoma, con vientos de hasta 512 kilómetros por hora y un saldo de 50 muertos. En los códigos de los expertos, EF5 es sinónimo de “daños inconcebibles”.

Vista de una calle de la barriada de Luyanó, al día siguiente del tornado que azotó La Habana el 27 de enero de 2019. Foto: Otmaro Rodríguez.
Vista de una calle de la barriada de Luyanó, al día siguiente del tornado que azotó La Habana el 27 de enero de 2019. Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez

Los cubanos, sin embargo, sí tienen experiencias con otro tipo de tornado. Sus primeros vientos empezaron a batir el 9 noviembre de 1989, con la caída del muro de Berlín, y se intensificaron con la disolución de la URSS a fines de diciembre de 1991. Fue un outbreak equivalente de hecho a los EF5 de Waco y Moore, un mamellazo en la cara que tiró la Isla al piso como resultado de la inserción asimétrica con el “socialismo real”, coronada con el ingreso al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), en julio de 1972, después del fin de la herejía cubana.

El comercio exterior, polarizado con el bloque y sobre todo con los rusos, se vino abajo cual castillo de naipes. Con la perestroika, al irse soltando las amarras de un férreo poder central, las empresas comenzaron a tirar directo al mercado mundial y los suministros de materias primas estratégicas, petróleo y alimentos fallaron en llegar a los muelles de La Habana. El resto es de sobra conocido. Infinitos impactos en la calidad de vida de los ciudadanos, con secuelas que llegan hasta hoy. El rayo que no cesa.

Una de ellas fue la profundización del deterioro constructivo, especialmente en la capital. De acuerdo con el arquitecto Miguel Coyula, el 80 por ciento de sus construcciones fueron levantadas antes de 1958. Lo cual significa que los últimos edificios y casas de la zona tenida por más moderna, erigidos en El Vedado, Nuevo Vedado y Miramar, tienen más de sesenta años, a menudo sin pasarle ni la mano. Según el National Severe Storms Laboratory (NSSL), “los tornados EF4 pueden destruir por completo incluso las estructuras de buena construcción y voltear vehículos grandes como trenes y aeroplanos, a veces desplazándolos a grandes distancias. Los árboles grandes son arrancados de raíz”. Y añaden: “Solo un refugio para tormentas puede proteger a una persona de este tipo de tornado”.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

El fondo habitacional de Luyanó, Regla, Lawton y Guanabacoa, los más afectados, no solo era abrumadoramente más viejo, sino que también se caracterizaba y caracteriza por constituir una zona eminentemente popular con no pocas ciudadelas y solares que el EF4 del 27 de enero, con vientos de 300 kilómetros por hora, aplastó en pocos minutos. Como en el Apocalipsis con las ollas de barro. Y esto, que ya es bastante, contiene inevitablemente un drama humano, existencial y ético, evidenciado ya desde las primeras luces del no menos fatídico día después.

En 1990, cuando se veía venir el derrumbe, varios muchachos se reunían de manera informal en un barrio habanero para estudiar el Bushido, el código ético de los samuráis japoneses. Bushido quiere decir “el camino del guerrero”. La acepción que le daban a “samurái” no era la convencional (“asesino”), sino la de su etimología prístina: “servir como ayudante”. Para ellos el Bushido era, sobre todo, un conjunto de principios que preparan a un hombre –o a una mujer, añadían– para lidiar con éxito contra las adversidades sin perder humanidad, ni los valores básicos, partiendo de tres enunciados:

1. Álzate sobre la gente que teme o no puede actuar. Ocultarse como una tortuga en su carapacho no es vivir. Reemplaza el miedo por el respeto a ti mismo, y por la compasión.

2. Cuando digas que vas a hacer algo, es como si ya estuviera hecho. No des tu palabra. No prometas. El simple hecho de hablar ya pone en movimiento el acto de hacer.

3. Ayuda a las personas en cualquier oportunidad. Y si esta no surge, encuéntrala.

Los más necesitados tiene prioridad en recibir las ayudas. Foto: Otmaro Rodríguez.

Es lo que ahora mismo están practicando los más jóvenes, marcándole el paso a todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír. A cubanos del gobierno y de fuera de él. A militantes y no militantes. A los del exilio y los de la emigración. A creyentes y no creyentes. Al Yin y al Yang. En fin, construyendo algo que Lezama pondría quizás de otra manera: “En medio de las aguas congeladas hirvientes, /un puente, un gran puente”.

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