Un sietevidas enseñando a cuatro gatos

El Gran Meditador me contó toda su vida en una hora. Si se pudiera medir el tiempo en forma de Malecón, diría que me contó toda su vida en tres gaviotas, dos vasitos de ron y un barco.

Foto: Jorge Ricardo

Hay gente que ha vivido mucho en poco tiempo. Hay quienes coleccionan vivencias durante años con más apego y dedicación que quienes coleccionan sellos antiguos y vajillas familiares. Y hay quien te cuenta su vida entera en una charla de bodega, en una fiesta, en un cuerpo de guardia de hospital, en un viaje Habana-Matanzas. Preguntar una dirección puede ser el inicio de un cuéntame tu vida, el despertar de esa extraña empatía que se crea entre dos desconocidos.

Solo pasó un barco. Ese día estaba medio sombrío. No había guitarras, ni vendedores. Ni siquiera el mar daba señales de júbilo, plano como un plato vacío. Hay días así hasta en el Malecón. Días en los que, a pesar de tener la alegría caribeña en el centro de la médula, uno no tiene ganas de reírse, ni de bailar, ni de hablar con nadie. Así andaba yo. Arrastrando los pies Malecón abajo.

Como mi paseo estaba siendo tan insípido, crucé la calle para ver si en el “Hola Ola” estaban vendiendo helado. Ya no son baratos. Ahora son helados caros. Regresaba al Malecón con más desgano que antes. Tuve que esperar en medio de la calle a que pasaran seis carros blancos, todos idénticos, como salidos de una alucinación futurista. Entonces lo vi con mis ojos miopes. Un tipo rarísimo, sentado de frente al mundo. Cuando me acerqué rectifiqué mi primera impresión. No era un tipo, era un señor y no estaba vulgarmente sentado, estaba posado en el muro, sobre sus piernas en flor de loto.   

El Malecón es un sitio de interminables relatos, de comedias negras, tragicomedias y dramas históricos. Un lugar para conectarse con historias paralelas. Inexplicablemente ahí se entremezclan lo superficial y lo profundo, las máscaras y las esencias, lo asombroso y lo cotidiano. Es posible que, después de una charla sobre el muro, creas que has encontrado al amor de tu vida, o que, en tres o cuatro horas, un extraño te deslumbre con sus anécdotas de viajes por Japón. Quizás nunca más vuelvas a ver a esa muchacha pelirroja de largas trenzas que se te pareció un poquito al personaje de tu serie juvenil preferida. Quizás, luego de un tiempo, descubras que los viajes de aquel extraño coinciden con las aventuras de Hervé Joncour y que sus cuentos solo existen en las páginas de una novela. Pero no importa, aquellos encuentros extraordinarios estarán en tu memoria para siempre y volverás al Malecón con los ojos bien abiertos, por si te encuentras a la chica de las trenzas rojas o al simulado comerciante de la seda.

Ocurre más a menudo con los solitarios, porque los que van en grupos ya se conocen las vidas y hasta las reencarnaciones. Están los preguntones, como yo. Y están los que te narran toda su historia desde la creación de su mundo hasta el juicio final que se les viene encima. Así fue con el Gran Meditador. No me fijé si las plantas de sus pies reposaban sobre sus ingles, como dictan las leyes de la Padmasana. Tampoco me pregunté cuántos años habrá tardado en encontrar la concentración necesaria para meditar de frente al tráfico.

El Gran Meditador me contó toda su vida en una hora. Si se pudiera medir el tiempo en forma de Malecón, diría que me contó toda su vida en tres gaviotas, dos vasitos de ron y un barco. Fui abducida por sus historias. Atrapada por un relato épico mezcla de grandeza y supervivencia. De vez en cuando, mirábamos a alguna parejita romántica que seguía de largo y en ese impase yo intentaba definir si era cierto todo lo que me contaba. Sí, era verdad. Al menos ese día medio sombrío, a esa hora en la que el sol no molestaba tanto, eran reales el Gran Meditador y sus historias.

Cuando ya me iba, cuatro niños lo rodearon, como los peces Koi rodean a la flor de loto. Entonces me alejé y por primera vez se dirigió a mí para hacerme una pregunta: “¿Tú eres periodista?”

– No, soy escritora.

Entonces me miró con cara de felino. Yo diría que un angora turco, y me dijo: “Si vas a escribir mi historia ponle ‘Un sietevidas enseñando a cuatro gatos’” Un gran título para una historia que no voy a contar. Si yo escribiera toda su vida en un texto tendría más de cien páginas y ni una sola de ellas fuera verídica. Pero si un día vas arrastrando los pies Malecón abajo, puede que te encuentres con el Gran Meditador. Con suerte él mismo te contará sus historias tan reales y tan alucinantes que solo pueden ser narradas en primera persona, en flor de loto y en tiempo de Malecón.

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