Yo, revendedor

Manuel no se llama Manuel. Ese fue el nombre que pactamos hace poco más de un año, cuando accedió a contarme su historia y sus técnicas como “colero”.

Foto: Otmaro Rodríguez

Fue él quien me reconoció. “¿Tú eres el periodista, verdad?”, me soltó de repente cuando me disponía a pagarle “la mercancía”.

Me dejó pensando un momento, comparando a velocidad crucero los rasgos que su mascarilla dejaba ver con las tantas y tantas personas que alguna vez he conocido por mi profesión. Finalmente, algo en la expresión de sus ojos y en la forma de sacar una estrujada caja de cigarros de uno de sus bolsillos me permitió reconocerlo.

“¿Manuel?”, le pregunté, “¿el colero?”, y el rostro descubierto al bajar su nasobuco a la altura de la barbilla me confirmó que había dado en el clavo. Tenía algunas libras más, también más canas, pero definitivamente era él.

“Ex colero”, me aclara justo antes de llevarse a la boca el cigarro recién encendido. “Me quité de eso porque la jugada se puso mala y ya no me estaba dando la cuenta. Pusieron lo de comprar con la libreta (de abastecimientos) y escanear el carnet (de identidad) y cogieron en el brinco a varios de mis ‘socios’. A mí, incluso, me hicieron dos o tres advertencias, así que decidí parar. Ahora estoy en esto”.

“Esto” es revendiendo comida y productos de aseo de los que se comercializan en las tiendas en Moneda Libremente Convertible (MLC), abiertas por el gobierno con el fin de recaudar las divisas llegadas desde el exterior, o en las que todavía venden en pesos cubanos (CUP). Y su “mercancía” incluye lo mismo paquetes de pollo, picadillo, salchichas, aceite, puré de tomate y espaguetis, que detergente, jabón de baño, desodorante, champú y pasta dental, a precios muy por encima de los de las tiendas. Pero ya volveremos a ese punto.

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Manuel no se llama Manuel. Ese fue el nombre que pactamos hace poco más de un año, cuando accedió a contarme su historia y sus técnicas como “colero”. Entonces le pagué cinco de los extintos pesos convertibles (CUC) ―el precio que cobraba por un turno en alguna cola― por revelar su experiencia en ese “negocio” manteniendo su anonimato. Ahora, en cambio, la conversación me salió gratis; claro, si descontamos la elevada “multa” por los productos que tan diligentemente trajo hasta mi edificio.

Yo, colero

“Lo mío es transportar la mercancía y cobrar”, me explica el hombre, quien se identifica como un “repartidor”. “El negocio ―me dice― lo lleva en realidad mi mujer con unas primas. Ellas son las que hacen la cola, negocian con los porteros o las dependientes, compran los productos y los proponen por internet. Yo las colas me las quité de arriba, porque me estaban acabando con la columna y, además, alguien tiene que repartir las ventas, ¿no?”.

Para “repartir”, Manuel se mueve en una moto eléctrica, como las vendidas por el gobierno en MLC. Lleva solo una mochila o un bolso cerrado ―o a lo sumo, dos, si alimentos congelados coinciden en algún “encargo” con productos de otro tipo―, de modo que no se pueda ver lo que transporta, y si lo aborda un policía puede alegar que los productos son suyos, que los está llevando para su casa o la casa de algún familiar.

“En esto hay que estar claro, periodista”, me explica manteniendo la distancia, después de una larga chupada a su cigarro. “Si te mareas o te pones muy ambicioso, puedes perder legal. Hay quien quiere mover más de lo que debería y se le ha caído un bolso o una caja en plena calle. O hay quien lleva la mercancía a la cara y se arriesga a que lo pare un ‘caballito’ (como llaman a los policías motorizados en Cuba)”, afirma.

“También hay quien mueve las cosas en máquina, pero esa gente está a otro nivel. Aunque ¿quién sabe? A lo mejor algún día puedo darme el gusto”, acota sonriente.

“Por el momento, yo sigo tranquilo en mi moto y voy moviendo lo justo para no ‘quemarme’. A veces de un viaje puedo repartirle a más de un cliente; a veces, a uno nada más. Pero esas veces también son buenas porque son a alguien que ha comprado bastante y esos son los clientes que te hacen el día”, añade y me lanza una mirada que intuyo de reproche por no clasificar en este último grupo.     

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Para Manuel, “internet” son principalmente las redes sociales, grupos de Telegram y WhatsApp en los que su mujer, sus primas y muchos como ellas proponen prácticamente cualquier cosa en Cuba y a los que muchos más recurren, desinflando la billetera, para abastecerse ante las carencias crónicas que padece la Isla y evitar las abultadas colas que se han multiplicado por el país durante la pandemia.

Los cazadores del combo perdido

“Yo no sé mucho de esas cosas, aunque algo he ido aprendiendo con mi mujer, que es una fiera”, me dice tras encender un nuevo cigarro. Su mujer antes vendía diferentes productos “por la calle” ―me recuerda que me lo había dicho un año atrás―, pero luego, me cuenta, empezó a ayudarlo con los turnos de las colas hasta que “las cosas se complicaron demasiado”. Entonces, “se giró para lo de vender por internet y con esto nos hemos mantenido”.

“¿Pero tú no me habías dicho que eras de la vieja escuela, que lo tuyo no era revender y menos por las redes sociales?”, le pregunto al recordar que en nuestro primer encuentro él había tomado distancia justamente de lo que hace ahora.

“Imagínate, periodista, mi mujer tiene tremendo poder de convencimiento”, me responde con picardía. “Además, como ella misma dice, hay que evolucionar. No podíamos seguir corriendo riesgos y pasando tantas malas noches ―agrega―. En esto también hay que hacer colas y madrugar, pero no todos los días, porque sus primas también están en el negocio y nos vamos repartiendo. Y siempre se pueden hacer arreglos con la gente de las tiendas, para que te avisen cuando llegue algo bueno o te guarden mercancía, pero de eso mejor no digo más porque al lechero no lo mataron por echarle agua a la leche”.

“¿Y no les preocupa que la policía los pueda rastrear por las redes y los coja haciéndose pasar por compradores?”, le riposto en plan de abogado del diablo.

“En este negocio siempre hay riesgos ―me contesta―, pero mi mujer ‘le ha cogido la vuelta’ y es bien cuidadosa. No guardamos todas las mercancías en un mismo lugar, no vaya a ser que se tiren en la casa, y siempre vendemos a domicilio. Así es más seguro, porque el cliente no sabe de dónde uno viene.”

“Además ―remata―, ahora hay mil gentes en lo mismo y la policía está para otra cosa: para los disidentes y los que están en lo de las protestas, a esos sí que les tienen el pie arriba; o para los que venden medicinas, que en esa historia preferimos no meternos porque es una candela y también bastante feo. Eso es especular con la salud de la gente, y más en medio de la pandemia, cuando tantas personas se han enfermado y se las han visto negra”.

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Estamos en los bajos de mi edificio. Hasta allí llegó Manuel en su moto eléctrica y hasta ahí bajé yo, con una mochila, para guardar los productos recién comprados. Este es un intercambio que mi entrevistado asegura tener varias veces al día, aunque hay unos días “más flojos” que otros y alguno en que “te vas en blanco”.

“Depende de la disponibilidad de mercancía: de lo que haya en las tiendas y la cantidad que puedas conseguir, porque demanda siempre hay ―aclara―. O más bien ha aumentado y por como pintan las cosas parece que va a seguir creciendo”. 

Manuel mira el reloj. Guarda la caja de cigarros estrujada en un bolsillo y hace por despedirse. Así que me le adelanto con un tema que había guardado para el cierre: “¿y los precios? ¿no están muy altos para la mayoría?”

Lejos de molestarse, el hombre vuelve a sonreír. Como si estuviera esperando la pregunta. Como si antes de haberle lanzado mi última bala ya la hubiese presentido en el aire y estuviera listo para esquivarla. 

“No te voy a negar que los precios son altos, pero también lo son los que pone el gobierno en las tiendas en MLC, o lo que cobran las dependientas y almaceneros para darte mercancía ‘por la izquierda’, y uno tiene que sacar su ganancia. Si las cosas fueran más baratas de entrada o hubiera una mayor oferta en las tiendas, quizá otro gallo cantaría, pero no es así”, responde.

“Y está también el precio de internet, porque Etecsa no regala los megas, más el tiempo que uno invierte en este trajín, y los riesgos que siempre se corren. Así que, si te pones a sacar cuentas, verás que no son tan caros como parecen” ―sentencia salomónico―. “Es verdad que todo el mundo no puede pagarlos, y es una pena, pero yo no hago trabajo social y también tengo que vivir. Y hasta ahora no nos faltan compradores.”

Finalmente, lanza a la calle la colilla de cigarro y da por terminada la conversación. “Me tengo que ir que me queda todavía otro cliente y el pollo se me descongela”, me dice como despedida. Y ya desde la moto, con la mascarilla otra vez sobre la nariz, me autoriza a usar nuevamente sus palabras: “si quieres publicar algo de lo que hablamos por mí no ha lío. Solo recuerda que me llamo Manuel. Y si quieres comprar algo, ya sabes cómo contactarnos. Y aprovecha ahora que los precios casi seguro que van a seguir subiendo. Te lo digo yo, que le sé un mundo a este negocio”.

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