Yo sí tumbo caña

Fui un hombre rodeado de caña por todas partes. Es que nací a finales de 1949, en Zulueta, entonces municipio de la entonces provincia de Las Villas. Un pueblo cautivo como realengo, entre los centrales San Agustín, Adela y San José. Caña y más caña. Bastaba pararse a la puerta para percibir el melcochoso aroma de la templa.

Quienes escribían sobre zafra en nuestra prensa diaria, siempre creativos, acuñaron un epíteto picú para la caña: “la dulce gramínea”.

Entre mis 10 y mis 28 años viví con mi madre en el batey de otro central, el Carmita. Caña otra vez: Cristalina, Medialuna, Cumbatora, Especial, Piojota (POJ) y Pepe Cuca (PPQK); todas ellas, con sus especificidades, fueron mis amigas; probé sus canutos y tomé su guarapo, ninguno más dulce que el que obtenía en mi trapiche artesanal. Con dos rodillos encajados en un tronco, una canal rústica de lata y dos improvisadas manivelas, lo fabriqué. Mejor merienda que aquel néctar, acompañado por galleticas de soda, no la recuerdo.

¡Ah, la caña, epifanía de mi niñez! Nuestro romance bucólico y pastoril duró hasta mis 16 años. Por razones comprensibles, pero catastróficas para mi posterior desempeño, mi madre no me envió a la secundaria básica hasta los 14 años. Había terminado el sexto grado a los 12, pero corría 1962, la “cosa” estaba mala, y yo era “muy chiquito” para viajar solo, todos los días, hasta Camajuaní.

Cuando cursaba el 9no cumplí los 16 y me inscribí en el Servicio Militar Obligatorio (SMO). En el mismo acto de formalizar mi registro, un oficial llamado Fulgencio (vaya nombre para entonces) me felicitó porque tendría el honor del reclutamiento en el tercer llamado, ya a las puertas.

Para evadir el escollo que me retrasaría tres años más en los estudios, fui a parar al Instituto Tecnológico de Veterinaria “Juan Pedro Carbó Serviá”, con sede en El Chico, un pequeñísimo poblado próximo al Wajay. Llegué en noviembre, me pelaron a la malanguita, me uniformaron, me dieron instrucción militar, muy pocas clases, y ya en enero viajábamos en Leyland del servicio local –asiento a media espalda, no reclinable– rumbo a un albergue llamado Las Guásimas, cerca del poblado de Sola, provincia de Camagüey, donde cortaríamos caña toda la zafra para el Central Senado.

Solito, como el carnero, metí mi cabeza en el picador: tratando de esquivar el ejército ingresé en un tecnológico militar donde pasaría el SMO. Fui asignado a obuses 122 milímetros, corté caña como nunca antes –a un promedio de 80 arrobas diarias– y cuando pedí la baja, seis meses después del ingreso, no sabía ni el nombre de las cuatro partes que conforman el estómago de los rumiantes, pero me entendía más o menos con la mocha. Para remachar, recibí la advertencia de que, por “rajado”, en breve el Comité Militar de mi municipio me reclutaría.

Finalmente la “bendición” del asma me salvó del SMO, pero no de la caña. Me reintegré a los estudios, ya con tres años de retraso. En las escuelas al campo, como era de los grandes, siempre me mandaban para la caña mientras los más chiquitos iban a recoger hortalizas y ejecutar otras labores menos épicas.

En la gran zafra que iba a ser de 10 millones de toneladas de azúcar en 1970, doblamos el lomo, cuatro meses, en Aridanes, cerca de Mayajigua; en la de 1971, cortamos en un lugar llamado Máximo, cerca de Placetas, y al graduarme de preuniversitario, en el curso 1970-71 (que terminó a inicios de 1972), de nuevo el grito de ¡Al machete! (digo: a la mocha). Aunque esa es otra historia.

Resulta que mientras cursaba la enseñanza media superior, lector desde pequeño, me aficioné a la poesía y la filosofía. Mis autores más frecuentes: Jean Paul Sartre, Albert Camus, Roger Garaudy, José Ingenieros, José Ortega y Gasset, Carlos Marx, Nicanor Parra, Vicente Huidobro… Y gracias a esas preferencias, y a mis opiniones, me diagnosticaron una grave enfermedad: “diversionismo ideológico”.

Intoxicado de Economía Política y de Lógica Dialéctica, acudí a la encerrona que me prepararon en la dirección, con “todos los factores”; filósofo al fin, les expuse mi gran “descubrimiento”: la imposibilidad de sostener una superestructura comunista con una base material tan precaria.

—¿Conque base material y superestructura, eh? –respondió la directora– pues te toca una “unidad” que no quiere saber nada de la “lucha de contrarios” –y me endilgó la concluyente etiqueta, gracias a la cual, cuando toqué a las puertas de la universidad y pedí “una candelita” me mandaron “pa la otra casita”.

¿Y a dónde regresé? Pues al batey, a la caña, ya de una sola variedad a lo largo de la isla: la Barbados 4362, luego devastada por la Roya.

Durante todo un año, mocha, machete curvo o guataca en mano acudí al cañaveral. Fue mi universidad, ¡tantas cosas aprendí con aquellos guajiros!: cortar para semilla, regar abono de nitrato, herbicida, aporcar, descepar guinea, sacar los desorillos. Eran labores toscas que, paradójicamente, llamaban “culturales”. Cortando “para normas técnicas” yo era un experto –abajo y de un solo tajo, sin cogollo en la caña ni caña en el cogollo.

Pero me falta relatar que antes de que me ubicaran como obrero agrícola en aquel lote Carmita de la Granja Estatal Camajuaní, estuve dos meses reclamando mi derecho a ingresar en la universidad, y el resultado fue que me declararon en “estado predelictivo de vagancia”. Dispusieron mi reeducación durante los mismos dos meses de mi ocio, nuevamente en Aridanes, en un albergue llamado Collazo.

Trabajé “bajo la vigilancia del colectivo obrero”, como expresaba mi sentencia. Extensiones interminables de caña tenía ante mis ojos cada mañana. Caña que debía cortar para semilla, abonar, fumigar, aporcar, descepar, desorillar sin que hallara consuelo en los párrafos de Sartre, Camus o Garaudy, ni explicación para mi «nausea», o fórmula capaz de aliviarme “el sentimiento trágico de la existencia”.

Un sinfín de anécdotas guardo de mis días cañeros, pero solo cuento una: cuando cortábamos para el Central Senado, en 1967, la dirección de la enseñanza tecnológica agropecuaria nos había comprometido con 200 millones de arrobas; abril era el mes más cruel en aquella tierra no baldía.  Suponíamos estar cerca de la meta de 200 millones, tras cuatro meses de corte. Y fue ese el momento en que Juventud Rebelde publicó una información con el siguiente titular: “79 millones han cortado los tecnológicos agropecuarios”. Calculamos en un santiamén que a ese paso tardaríamos otros 6,12 meses para completar la misión, aunque –se sabe– no hay zafra que diez meses ni cuerpo que la resista.

Esa misma noche me tocó el turno de guardia de la madrugada. Daba cabezazos a eso de las 3.00 am cuando escuché voces dentro del albergue y entré, preocupado. Todo estaba tranquilo, pero el diálogo fluía. Descubrí que se trataba de una conversación que, dormidos, sostenían los reclutas Luis Heraud y Flores Coto:

—Dicen que nada más tenemos 79 millones –se quejó Coto.

—¡Le ronca! –masculló Luis.

—Vamos a echar raíces aquí –un ronquido atragantó al atribulado.

—Pues si me dan un diez, voy echando –profetizó el otro, más atribulado aún.

Al día siguiente ambos me juraron que habían dormido toda la noche, y aún hoy, desde el sitio del mundo donde vive, Luis me asegura que tal conversación nunca existió. Yo juro que la oí.

Vuelvo a 1972. Después de un año en el surco, pasé a trabajar en las oficinas, primero las de la granja y luego las del central, hasta 1985. Muchos domingos, mocha en mano, la caña y yo reiniciamos nuestro ya intermitente romance. «Hasta que la muerte nos separe», dije frente a un plantón. Y lo cumplí. Hasta su muerte.

Mucho ha llovido desde mis días de cañero hasta hoy. Hace mucho que no corto caña; 71 centrales y miles de hectáreas de cañaverales le dijeron adiós a la vida (y a la economía) cubana; más de una generación no sabe lo que es llegar a las 6.00 am al corte, bañarse con el poético rocío de las madrugadas, entonces más frías que las de hoy, sustituir ese baño por el del sudor a eso de las 9.00 am; regresar al albergue a las 12.00 pm, almorzar arroz, chícharos y boniato hervido (alguna vez mortadella), regresar a la 1.00 pm al tajo hasta que el ocaso mande a parar.

Compadezco a estos compatriotas míos que no saben lo que es entrar a un campo, quemado la noche anterior, para sumarle, a lo ya dicho, el cisquillo que se mete por los huecos de la nariz, las orejas, los ojos, la boca, y otros agujeros menos dignos. Desconocen una épica que tuvo mucho de sueño, de lírica ilusión sobre el proyecto de un país donde cumpliríamos el plan de felicidad planificada a golpes de renuncia.

Hoy ya soy un hombre de la tercera edad, pero si fuera necesario reiniciar mi “boda negra” con “la dulce gramínea” para que aquel hipotético país o aquella opaca felicidad asomen su rostro en algún horizonte, a lo mejor hasta vuelvo a cortar caña. Y hasta a cantar, no sé si con las ganas de entonces, aquel estribillo que pusieron de moda las  D’Aida: “Yo si tumbo caña, mi hermano, / porque soy, soy cubano”.

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