¿Aquí no vive nadie?

Aquí no vive nadie

Aquí no vive nadie

Cuando a las seis de la tarde llegué y vi a un centenar de personas avanzar hacia las ruinas de lo que fue una casona patrimonial, comprendí que el objetivo de los artistas se había cumplido.

Ellos, catorce jóvenes matanceros dedicados a las artes plásticas, habían decidido exponer sus obras entre los escombros, como vía de llamar la atención de los ciudadanos hacia la casa de la calle Ríos no.20, con fondo hacia el San Juan. Se trata de una de las viviendas-almacén construidas en la primera mitad del siglo XIX, cuando el auge económico que vivió la región transformó el entorno citadino, surgiendo así las denominadas Manzanas de Oro, uno de los conjuntos arquitectónicos más notables de Matanzas y también del país.

Aplastadas por el paso del tiempo, por la desidia y la escasez de recursos, estas casas que una vez nos llenaron de orgullo se fueron deteriorando a la vista de todos, y no pocas se vinieron abajo. Igual suerte corrieron otras, que terminaron volatilizadas de la memoria y de la vida real, convertidas en parques. La de Río no. 20, utilizada como clínica médica privada y que después albergó las dependencias de la dirección provincial de Educación hasta su derrumbe, podría tener el mismo destino.

AQUINO-VIVENPero esta vez ocurrió algo interesante: el grupo de jóvenes artistas instaló allí su expo “Aquí no vive nadie”, y cambió, dentro de lo posible, el curso de esa pequeña historia. Plegándose a las condiciones de tan peculiar entorno, y haciendo uso de los elementos allí existentes, muchas de las piezas lograron compartir el protagonismo con los muros centenarios, con los cantos que se vinieron abajo, con las piedras, la maleza, las sombras y la humedad predominantes. En este sentido son dignos de destacar el performance “Sillón”, de Katia Uliver; “La sonrisa del universo”, lotos blancos de origami manufacturados por Edel Alonso; la mochila de hierro con libros dentro, “Equipaje”, de Lilliam Cedeño; y de Abel Rolo los graffitis de “Goodbye Hiroshima”. Estética más bien minimalista muestran “Hogar”, me Midielkys García, y “La piel del cordero”, de Yosvany Martínez. Otras, más llamativas y aparentemente destinadas a ocupar espacio en galerías, sirvieron, con su exceso de colores, para aumentar el contraste sobre el gris predominante, como la serie “Homenaje a los muertos de salud perfecta”, de José A. Hernández. Todas ellas, en conjunto, se valieron de los cubículos y rincones que ofrecían las ruinas para ofrecernos una especie de performance total, íntimo y acogedor, que incluía al centenar de espectadores que acudieron a la cita.

Y aunque entre ellos no vi a ninguno de los personajes que deciden la suerte de casas arruinadas o a punto de caerse como esta, doy por seguro que sí supieron del gesto. Conozco a algunos, y sé que darían lo que no tienen, lo que no está en sus manos, por devolver a la ciudad completa el esplendor de antaño. Esperemos que algún día las cosas cambien, y podamos concretar los deseos de los artistas, políticos y personas sensibles que asumen el destino de la ciudad como el suyo propio. Por ahora queda claro: aquí sí vive alguien.

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