Alicia en su mar

Fotos: Cortesía de la artista

Alicia Leal ha posicionado un discurso propio, una manera de hacer que la distingue, una forma de abordar el arte que la convierte en una creadora de profunda raíz cubana —pasión y razón— y, también, ha logrado colocar a la mujer como protagonista, cual metáfora inspiradora.

La obra toda de Alicia, graduada en 1980 de la especialidad de dibujo y pintura en la prestigiosa Academia de Artes de San Alejandro, rezuma un espíritu de aventura, una insinuación hacia lo inesperado: recrea la mitología del campo cubano; aborda —con prístino refinamiento— las leyendas y las historias de su natal Sancti Spíritus, el entramado familiar, su infancia rural y las fábulas contadas por boca de sus abuelos.

Durante algunos años enfocó su mirada hacia la relación entre la ciudad y sus gentes: pintó interiores de casas y, sobre todo, la bahía de La Habana, accidente geográfico que ejerce en ella una irremediable fascinación: “Creo —me confesó hace un tiempo— que soy la artista que más ha pintado el Malecón”, y puede que sea cierto porque representar el muro y, sobre todo lo que significa como frontera, como límite entre la tierra y el mar, como demarcación de nuestra Isla, se convirtió, casi, en una personal obsesión.

Los cubanos estamos rodeados de azules —que van desde el grisáceo hasta el cobalto— y esa tonalidad, precisamente, aparece con reiterada frecuencia en la obra de esta creadora que, aunque con formación académica, está tamizada o filtrada por un halo naíf.

Al repasar una selección muy constreñida de algunos de sus cuadros más significativos de la última década, se aprecia —con pupila primitivista— una insistencia hacia determinados iconos como el agua, el río, el pez, la palma, el pájaro, la luna…

 

A dónde iré cuando se pare el corazón (acrílico sobre tela, 2009), nos presenta a la mujer como centro del Universo, inmersa entre los azules que la caracterizan: peces y astros como expresión de lo que no se puede ver ni en el fondo del mar ni en el espacio cósmico.

 

Camino a mi casa (acrílico sobre tela, 2010), regala un arca, en cuya proa va una mujer, que mira desafiante al horizonte, nuevamente el pez y una luna misteriosa que, oculta esta vez en el fondo del mar, dialoga con un enigmático pez.

 

Con Novia del mar y el viento (acrílico sobre tela, 2004) las serpientes, que tocan el agua, emergen a las alturas gracias a la palma. Los reptiles generan un hálito de vida y protegen y no incitan al pecado original: ella, desnuda, siente igual compromiso con el mar que con el viento. Los peces vuelven a rodearla, a cobijarla.

 

Un día después (acrílico sobre cartulina, 2009), da por sentado que es una certeza cabalgar sobre un pez, asirse a él, apretarse a su espinazo, constatar que tiene piernas, que puede correr en lo profundo; otros no, otros nadan en una misma dirección, en un mismo sentido. Ruleta de fuego que apunta hacia los cuatro puntos cardinales —norte, sur, este, oeste—. La vida continúa un día después.

 

Yemayá esta vez asentada sobre la línea imaginaria del horizonte; dos peces enmascarados la cortejan; otros —oscuros, terribles— merodean la posible carnada; ella, la virgen, se deja escoltar por cinco corazones que simbolizan la vida. Ahí la esperanza.

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