Estirpe de barro

Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig

Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig

Lejos, muy lejos estaba Modesto Santander de imaginar que aquel día de 1892, cuando echó a andar un rudimentario torno para fabricar materiales de la construcción en un barrio periférico de Trinidad, fundaba un linaje unido al barro.

Que un oficio tan menospreciado se erigiera como producto turístico de alta demanda, que a partir de la tierra —nunca mejor dicho— una familia podía levantar una suerte de emporio era, cuanto más, el chiste para amenizar el trabajo. Producir ladrillos y tubos de desagüe al por mayor constituía la única prioridad del obrero, quien luego empezó a moldear porrones, tinajas, vasijas para paella, macetas… se hizo, al cabo, alfarero y ceramista.

A diario, Azariel y Chichi Santander reviven la historia del tatarabuelo en sus respectivos talleres. Más de 150 turistas llegan hasta ellos para conocer a los descendientes de esta casta renombrada en el mundo de la alfarería, hurgar en chismes genealógicos, filmar demostraciones en vivo, comprar souvenires, degustar una canchánchara (trago típico de la villa) servida en vasijas ‘made in Santander’ y caer de bruces frente al Chevrolet de 1902 que Chichi conserva como una joyita.

“Es como si a cada generación le tocara hacer algo para que el negocio continúe —comenta Chichi—. Rogelio Secundino, el hijo de Modesto, impulsó la primera fábrica. Durante muchos años se hizo una cerámica más utilitaria que artística. Pero como la juventud siempre está inventando, Azariel y yo hicimos nuevas cosas. Moisés, mi papá, conocía mucha gente, entre ellos Rodríguez de la Cruz, el mejor ceramista de Cuba. Él nos enseñó algunas técnicas y a introducir los esmaltes. De pronto empezamos a hacer juegos de café, vajillas… algo diferente”.

Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig
Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig

¿Cuándo descubrieron el potencial de la familia  de cara al turismo?, les pregunto.

“Con la creación del Fondo Cubano de Bienes Culturales empezamos a comercializar en tiendas, me responde Azariel, ganador del Concurso Nacional de Cerámica, inscrito dentro de la Feria Internacional de Artesanía (Fiart) 2015, celebrada en La Habana. Cuando aquello ya habíamos armado un tallercito en mi casa, pero seguíamos trabajando en El Alfarero. Abrimos una puntico de venta ahí. El turismo en Trinidad exportó la riqueza del alma del ceramista. Poco a poco nos extendimos a Cienfuegos, Varadero, establecimos contactos con agencias de viajes, hasta que cada uno decidió independizarse y hacer su propio negocio”.

La producción alfarera es parte del producto turístico que el destino trinitario oferta a visitantes foráneos y nacionales. Mientras el apellido comenzaba a acaparar la atención en lides extranjeras, los más viejos descubrían los milagros de la arcilla a los niños de la familia. Así entró al ruedo de la cerámica Neydis Mesa (Coki) Santander, única mujer dedicada a estas labores, hasta ahora.

La primera alfarera, así la definió la periodista Mary Ruiz de Zárate en la revista Bohemia en 1977. “Su vocación es muy firme, tiene una facilidad natural, inventa sus modelos y determina entre sus piezas cuáles son las mejores para ‘quemar’ (…). En su afán de trabajo, en posesión de técnicas y con una visión artística de sus contemporáneos, ha de elevar el contenido del taller antiguo de sus ancestros. Y dejará de ser promesa (…)”, escribió la reportera.

Tres décadas después, la artista crea maravillas en La casita del barro, su estudio-taller localizado cerca del Centro Histórico. Ahora este es un espacio invadido por lechuzas, gallinas, campanas, motivos de la arquitectura trinitaria y otros artilugios que le rondan.

“A los Santander siempre nos han enseñado la constancia en el trabajo. Mi abuelo trabajaba desde las 5:00 am hasta las 4:00 pm. Fabricaba 69 tinajas de 40 pulgadas de alto en un día, dándole al torno con el pie. Él tuvo la dedicación que ninguno de mis tíos mostró al verme con una pelotica de barro. Yo tuve que enfrentar de todo porque tradicionalmente este era un oficio de hombres. ‘¿Acabas de llegar de la escuela y ya te vas a embarrar?’, me decían.

Decidida a no sucumbir a los estereotipos del turismo, Coki no renuncia a sus esencias. “Sigo con mis animales, mis platos con pinturas precolombinas, tratando de mantener el equilibrio entre la búsqueda de los frijoles y la realización espiritual. Seamos realistas: tengo que replicar la torre de Manaca Iznaga, los ceniceros, la negrita del turbante para el diario, pero evito que eso me consuma. No estás hablando con la súper artista de la familia, pero sí con una que ha tratado de desarrollar un estilo propio para marcar la diferencia”.

Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig
Coki Santander. Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig

El marabú alimenta los hornos de los Santander. Tienen algunos eléctricos, “pero hay que cuidar el bolsillo, porque la cuenta de la corriente viene a millón”. Además de la producción de objetos artesanales, cada mes elaboran cerca de  1000 vasijas para canchánchara. “Llevo 27 años haciéndolas. Junto a los sonajeros, son las piezas por las que todo el mundo pregunta. Hemos tenido contratos con Alemania y otros países para fabricarlas. Hoy mantenemos buena parte del suministro del bar homónimo de Trinidad y algunos establecimientos particulares”, comenta Chichi.

Las minas de Manaca Iznaga y La Pastora garantizan la arcilla. “Hasta ahora no tenemos que pagar por eso. La traemos de un camión, la procesamos con tamices para quitarle las impurezas, la depositamos en los tanques que tenemos cerca de nuestros talleres y le vamos sacando el agua para trabajar —detallan los hermanos—. Por suerte no nos da mucho tiempo a almacenarla por la avalancha turística”.

Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig
Vasija típica para canchánchara trinitaria. Foto: Carlos Luis Sotolongo Puig

Los Santander mantienen su categoría de clan. “Tratamos de tener la menor cantidad de empleados posible porque siempre ha sido un negocio de familia”, aseguran. Basta mirar alrededor para notar la escasa presencia de ayudantes. Sin embargo, no significa que toda la alfarería recaiga sobre ellos.

Juan Alberto Santander prefiere vender a menor precio. “Me da negocio”, afirma tajante el hijo de Tomás, uno de los torneros más famosos y preciositas del territorio en tiempos de la República. A diferencia de los descomunales espacios de Chichi y Azariel, el área de trabajo de Juan Alberto queda al fondo de su casa. Modestos estantes albergan lámparas, macetas, vasos, platos, pulsos… “A veces no me doy abasto. Al final el apellido es lo que les interesa, y yo soy tan Santander como cualquiera”.

Ahora hijos y nietos de otras ramas apuestan también por restaurantes y hostales con el sello de la cerámica. “Es como llevarla a otro nivel. A la par del trabajo en el taller, impulsamos otras iniciativas que también pueden ser rentables”, explican. Chichi y Azariel, en cambio, ya sienten el peso de los años. “Por eso aprovecho cada ratico en el torno antes de que empiecen los dolores de columna —refiere el primero—. Me siento orgulloso de que en cualquier lugar del mundo haya un pedacito de la tierra de Trinidad y de nuestras manos”.

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