Todos los colores de Ileana Sánchez Hing

Desde hace más de 30 años, la camagüeyana Ileana Sánchez Hing inunda con su arte las plazas de su ciudad.  Sus negritos en los muros se vuelven cotidianos, tanto como los gatos, cuyos intensos colores desordenan el conservadurismo colonial de la otrora villa.

Imágenes populares sí. Y no por esto populistas. Una tendencia que, sin proponérselo, define a la artista camagüeyana de la plástica: regalarle esperanza a la gente para seguir existiendo.

“No soporto pintar la tristeza. Siempre ando con ropa oscura, pero no por acongojada. Me importa que las personas detallen en mis piezas de intensas tonalidades, en las vallas repletas de dibujos para los niños, y no en mí”.

La urbe –tan urgida de iconografías inclusivas– es para Ileana un lienzo gigante. Ella puede poner un violeta al lado de un verde fosforescente, como un naranja encima de un azul cielo, y hacerlos compaginar sin dificultad alguna.

“Yo vivía el otoño en Mallorca, lejos de mi patria. Los atardeceres rojos del Mediterráneo impresionan, pero el verde y el ocre son diferentes a los de aquí. Allá lo tenía todo. Es verdad. Sin embargo me sobraba gris y me faltaba el amarillo del Sol. La nostalgia me hizo pensar en el protagonismo del color. Así nacieron los gatos. Y después se extendieron a las paredes y los parques”.

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Ella no tiene sosiego. Cada día esboza en dimensiones más grandes. Una obra egocéntrica tal vez. Pero sus gatos no son solo para infantes. Le interesa el simbolismo del arte tras el paso del tiempo, y la creación como ejercicio de la voluntad, sin necesidad estricta de formación académica.

Venció el miedo a jugar con la paleta. Merodea el Pop con una facilidad envidiable. Asume a Warhol como su gurú espiritual, desde aquellas diapositivas rusas.

“Era la etapa de los proyectores, gracias a los cuales nuestros hijos veían los muñequitos. Recuerdo las imágenes gigantes sucediéndose frente a mis ojos. Estuve toda una noche sin dormir. Pensaba cuánto esa estética podía ayudarme a canalizar determinadas inquietudes”

Después de las Latas de sopa Campbell, llegaron los comics de Lichtenstein, lo relacionado con art car, las muestras de Modigliani  y los chismes de Studio 54. Todo tan cerca y a la vez tan lejos engendraría un hervidero de ideas diáfanas y polémicas, evidente, poco tiempo después, en su serie Tropicolas (1990).

Disidente quizás para los ineptos de la época. Aparentemente sosa para los jóvenes actuales. Ni una hipótesis, ni la otra. En realidad un postulado muy profundo. Remarcaba el peso de su presencia como creadora, y avizoraba un cambio radical en Cuba.

“Se unen varios elementos. Primero las diapositivas y la literatura de mi juventud. A los años aparece Carlos Varela con su tema Tropicollage. Luego sale al mercado la primera lata cubana de refresco para sustituir a las fabricadas en la antigua URSS. El turismo extranjero cobraba fuerzas. Las colas aumentaban y Cuba dejaba de ser una postal. El Pop era mi solución. Antes estaba tirando piedras”.

Un detallismo obsesivo define tanto a los gatos dibujados en las calles, como a la Frida Kahlo de la sala de su casa.  A Ileana le sobra tiempo para manipular una gama impresionante de tintes y pinceles. Y ello sin asistir jamás a los salones de la academia.

“Empecé con 14 años, luego de fracasar con el ballet y el piano. Mi primera incursión fue en los denominados campamentos culturales de la década del `70. Íbamos varios grupos de adolescentes y jóvenes a comunidades rurales. Con esa edad me enamoré de Joel Jover. Y desde entonces él es mi mentor. Luego matriculé en un curso emergente para instructores. Fue mi único encuentro con el aula. El resto ha sido amor y sacrificio”.

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Esfuerzo compartido con su esposo durante casi 40 años, aunque con estilos distintos. Él, existencialista. Maestro de lo figurativo. Ella, una mezcla de sabor y ritmo, que le ha hecho merecedora de varios premios en Cuba y el extranjero, permitiéndole exponer en buena parte de Europa, América Latina y los Estados Unidos, por no citar su presencia en colecciones privadas de más de 20 países.

“Joel y yo enfrentamos la vida juntos. Aprendimos a respetarnos profesionalmente. Aunque siempre acato sus consejos. Y él los mío. Nos tocó una época dura. Yo realicé mucha artesanía. Ejercí la cerámica, el diseño de ropa, el grabado, para poder comer. Momentos muy difíciles. Siempre fuimos conscientes de nuestras líneas y nunca las abandonamos. Por esa razón hoy estamos aquí”.

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La cerámica y el grabado le aportaron la facilidad para entender al ser humano en su entorno, para dominar el espacio y lo tridimensional. Lo demuestran sus series A Todo trapo (2003) Regreso a todo trapo (2010), así como su incursión en espacios públicos de Camagüey y de La Habana, durante varias ediciones de la Bienal, además de su participación en la edición de Arte y Moda (2012).

“La primera fue el resultado de los collage con ropa reciclada. Después regresé con cuadros más grandes, de más de dos metros cada uno. Llevé a mi contexto los maestros contemporáneos. Por ejemplo, a La mujer del collar verde de Modigliani, le inserté de fondo la Iglesia de la Soledad. Un recuerdo de mi niñez. Y en Arte y Moda, junto al diseñador Alberto Leal y el modelo Arturo Buchholz Niubó, defendí un Freddie Mercury especial para mí. Un espectáculo maravilloso. En Cuba hace falta más glamour y belleza”.

Es defensora de todo lo underground. Su currículo abarca un espectro muy amplio en contra de prejuicios y cánones sociales. No es una rebelde sin causa. Viaja al fondo del conflicto, como en  Estado de Gestación (2015), acerca de la relación de los jóvenes cubanos con los símbolos patrios de su nación.

“Me han preguntado sobre la feminidad en mis trabajo. Me gusta la mujer capaz de enfrentarse a la vida, de salirse del molde. La insumisa y valiente. No la del cliché tan dañino de la mujer del hogar. Lo mismo me sucede respecto a los jóvenes. Nadie puede frenarles su fuerza transformadora. Su ímpetu. El poder de decidir, por ejemplo, con quien irse a la cama”.

Tampoco parece atraerle una pintura de género. Quizás por eso los lienzos de los últimos años  regalan todo el protagonismo a personas cuyos rostros e intimidades impresionan a lleana Sánchez Hing. La inquietud humana de reflejarse a su imagen y semejanza no pudo ser remplazada por la lente de una cámara o las ordenanzas del cubismo.

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“Yo no estudié como elaborar una boca o un ojo perfecto. Es fácil convertir a un lindo en feo, pero es muy difícil lograr que un feo te quede bueno. Hice primerísimos planos monocromáticos. Descomponía la luz y manipulaba las fotos. Después fui incorporando el color. La cara de las personas tiene matices. Yo los veo en las gentes, donde otros solo ven la rectitud de un rostro”.

Casi desparramando el merengue en su pelo, está en la pared, a la espalada de la entrevistada, un dulce francés, además de ciertas pastas italianas.

“Claro, porque luego de los retratos retomo con más fuerza el Pop. Hago Bona Petit (2011). Es difícil. Se requiere de mucha paciencia. Se usan pinceles muy finos para plasmar varias capas de colores. Fue el tránsito de los retratos monocromáticos a los posteriores, como el de John Lennon”.

El jugo roza suavemente lo pequeños labios de Ileana. Joel ya no se siente en la casa. Es tarde en la noche. El matrimonio tiene horarios muy raros. Hasta los perros están durmiendo, mas ella se enfrasca en abrir unos tubos de acrílico mal cerrados y acopla las lámparas y la música para comenzar de nuevo.

-¿Algo por añadir Ileana?

-Mi único lamento es mi corta vida profesional. Tengo tantos proyectos, tantas ideas y tan pocos años de vida útil.

Todas las imágenes han sido tomada de la cuenta de Facebook de Ileana Sánchez Hing.

 

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