Tuberculosis

Yo, como Ponce, vivo en un silencio lleno de posibilidades.

R.C.L

Camina despacio el hombre resguardando una caja de madera bajo el brazo. La noche termina de inclinarse sobre las oscuras casas que quedan tras y él y la mujer que lo escolta. No debería caber mucho en una caja que puede un hombre llevar bajo el brazo, pero esta estrecha los huesos flojos de un hijo pequeño, de manera que estrecha la exactitud misma de lo innombrable. Vale más no deleitarse excesivamente ante Triste jornada, así que la gente que ha llegado curiosa este día de 1912 a la Feria Exposición se acerca a mirar, y cuando vislumbra la razón de algunos trazos huye hacia otras pinturas más alegres, más confiables. Solo Alfredo Fuentes, que permanece inmóvil ante los 90.7 cm de largo por 144 de ancho, asoma descuidado el rostro imberbe y forcejea, cuando ya es demasiado tarde, con el misterio que se arroja sobre sus diecisiete años. Entonces comienza a pintar inconsolablemente.

Deja atrás Camagüey y marcha hacia La Habana a matricular Dibujo Elemental, Dibujo del Antiguo Griego y Anatomía. Profesa cierta devoción por Romañach, que es su maestro, pero entiende que Romañach no puede desasirse del lastre academicista en la misma medida en que sus Marinas no pueden escapar a su tiempo histórico. Así que se ausenta pronto de las aulas medrosas de San Alejandro y huye a refugiarse en los cafetines y los hoteluchos que se arrinconan en la ciudad. Una línea, sírvame un doble esta vez, que sean dos, sí, mejor que sean dos. El alcohol lo embiste y lo expulsa lejos de las hermandades artísticas, de las sapiencias gremiales. Vierte largos soliloquios sobre la cerviz de su propia angustia y la barba comienza a crecerle cuando descubre en los niños pobres y las vírgenes de Murillo una idea casi justa de la belleza. Pero ni siquiera eso le alcanza: tarde, en el reposo de la luz, lo obsesiona la purificación dolorosa del color, el tránsito de la línea sobre el arcén mismo de lo inapresable.

Una de esas madrugadas en las que irrumpe completamente ebrio, escucha desde la victrola de un café un sonido torrencial, una melodía que le enfría de golpe la garganta. Alguien, desde el fondo, balbucea: es Fidelio. No sabe aún que es una ópera, no sabe aún que es una ópera de Beethoven, no sabe, de hecho, que es la única ópera que compuso Beethoven, pero no permite que nadie en lo sucesivo le llame de otra manera. Fidelio Ponce, masculla esa madrugada.

Y Fidelio Ponce pinta durante más de tres décadas mujeres enfermas, extrañas, incomprensibles, mujeres que se parecen demasiado al soplo borroso de una madre que alcanzó a sostenerlo muy pocos días. Nadie dice nada porque Fidelio no habla sobre eso. Pregunta: ¿Es verdad que a mí me conocen en París? Enseguida le averiguo, pero antes haga el favor de firmar aquí. Entonces firma PLC en los anuncios de marcas de cigarros, en los carteles de películas que va haciendo por encargo en los pueblos espectrales de Cuba: San Antonio de los Baños, Güines, Madruga… Son iniciales confusas, que casi nadie llega a descifrar: Por La Comida, responde siempre en voz alta.

Un viento monstruoso desplaza los restos de basura de una a otra esquina de La Habana y corre a buscar asilo, en esta noche de tormenta de 1933, a una clínica vecina. Entonces conoce a Alfredo Antonetti, el doctor que le recomienda sustituir el alcohol por la leche y el hombre al que hace entrega de un fenómeno plástico, quizás la pieza más enternecedoramente macabra que surca la pintura de este país: Tuberculosis, no sin antes realizar al dorso de ella un autorretrato al carbón. A mí me conocen en París, doctor, a mí me conocen en el mundo entero, no se deje usted engañar por todos esos muchachos que cuelgan sus paisajes coloridos en la primera oportunidad para alardear luego de modernos. Y no duerme esa noche para explicarle algunas cosas precisas a Antonetti, algunas cosas que no volvería a revelar hasta poco antes de morir. Para decirle que sin Cuba sería un hombre vacío y que en el fondo, le parece, es religioso porque es timorato, la religión es un gran temor, doctor, para contarle sobre María, llevamos horas aquí y no le he hablado aún de María, en efecto no me ha hablado usted de María, María, doctor, que es la mujer a la que yo amo y que es mi mujer.

Dos años más tarde, en 1935, gana con una pieza titulada Beatas el Salón de Artes Plásticas del Círculo de Bellas Artes, y lo gana también en 1938 con una obra que nombró, en primera instancia, Niñas de Madruga. Pero alguien debió aconsejarle que aquella referencia era demasiado remota y prefirió acceder a un nombre más artero: Niños. Un nombre que abre un agujero de insinuaciones en el óleo cargado de sienas y blancos. Se trata de tres infantes o de los espectros de tres infantes que parecen haber regresado a un lugar conocido, a una escena lamentable y lejana de la que ellas son la consecuencia trágica. Los rostros y las manos emergen entre sombras de los trajes luminosos, los ojos parecen oquedades interminables porque a las niñas, que han vuelto a revelar algo, solo se les ha conferido la contemplación. El silencio, corpóreo, es la sustancia misma del cuadro. Una de ellas mira de frente pero no interroga, porque uno, de este lado, es solo la continuación del horizonte, de los hechos, del pasado irreparable.

Borracho y con el dinero del premio en los bolsillos llega hasta la glorieta del parque de Madruga y lo lanza con furia sobre los que estaban allí, mientras vocifera que un hombre con condecoraciones bien puede parecer un perro con chapas. Ese mismo año de 1938 Jorge Mañach organiza una exposición de pintura cubana en los Estados Unidos y la crítica norteamericana acusa el envío de Ponce de pobreza de color. Es que en el blanco se han desvanecido todos los colores, grita Ponce desde aquí, el blanco es un gran silencio lleno de posibilidades. ¿Quién carajo puede no darse cuenta de eso?

A veces pasan meses sin que se sepa nada de él en La Habana. A veces pasa más tiempo. En Londres, por supuesto, dónde se les ocurre que hubiese podido estar. Nadie sonríe, aunque la camisa raída y los pantalones sucios no pinten especialmente londinenses.

Junto a Eberto Escobedo y Jorge García Nápoles, dos jóvenes becados por Camagüey en San Alejandro, empieza a vivir en un cuarto de la calle Manrique. Los tres consienten en formar ‘‘una cooperativa para pintar retratos’’, retratos al pastel para ganar un poco de dinero. Escobedo y Nápoles esbozan. Ponce remata. Los fines de semana viaja a Matanzas a encontrarse con María y tarde, en la madrugada más espesa, le susurra en el cuello con temor: la posteridad tiene ojos muy bellos, muy bellos; muy verdes, muy verdes…pero muy chiquitos. Y un día cualquiera de 1943 María muere. Entonces Fidelio Ponce llega caminando hasta la calle Manrique y grita que María ha muerto, murmura inaudiblemente que María ha muerto y escribe sin amparo: oigo los cantos, esos fúnebres cantos de las aves en el misterio de la noche, esos tristes cantos que se oyen en los bosques sin luna.

Comienza pintando cualquier cosa, un niño, por ejemplo, y en la tela termina anunciándose un Cristo. Una cabeza de Cristo como debían imaginársela los primeros cristianos, según dijo un marchand francés. Por eso en el fondo de sus rostros se adivina una esencia que niega casi las vestiduras que le ciñen el cuerpo. Puede, de hecho, si uno lo piensa bien, que Ponce comience la mayoría de sus cuadros -tirado sobre ellos en el piso, con las manos embarradas hasta los codos de óleo-, pintando muertos. Y mientras la vanguardia plástica cubana se inclina con arrebato hacia una descarga restallante del color, Fidelio se desentiende de cualquier búsqueda grupal y ofrece, en sus escandalosos empastes blancos, el producto de una entelequia a las doce o doce y media del día, cuando un sol implacable asfixia el fardo de cualquier consecuencia en Cuba y muestra un viso de la médula.

Para la fecha la crítica norteamericana se ha corregido y sentenciado, en un catálogo sobre la colección de pintura latinoamericana del Museo de Arte Moderno de Nueva York, que entre los pintores mayores de Cuba, Ponce es el más admirado: is the most admired. Y the most admired cuban painter se halla, para la fecha, ultimado por la tuberculosis. Por eso pasa, desde finales de 1946, largos meses en un sanatorio. Meses que se hacen más llevaderos gracias a la beneficencia de las entusiastas señoritas del Patronato de las Artes Plásticas, quienes promueven cierto tipo de ayuda económica a partir de la creación del Comité de Damas de Ayuda al Artista Ponce. Pero ni siquiera un gesto tan exquisitamente burgués puede eximirlo de la devastación.

Poco antes conoce en la casa de Hortensia Lluch –mecenas- a María Fernández -doméstica española-, madre de su único hijo: Miguel Ángel Domenico Rafael (Poncito). Y junto a estos dos transcurren en la casa de Marianao, cerca del paradero de Redención, sus últimos días.

El 19 de febrero de 1949, muy temprano aún, Fidelio Ponce cierra los ojos y recuerda aquella tarde de 1912 en que todavía le llaman Alfredo Fuentes y permanece absorto ante el cuadro de Rodríguez Morey, Triste jornada. No piensa que debe salir de ese lugar, de esa feria lo antes posible, y se queda presintiendo los cortos huesos fríos dentro del ataúd sellado. Sonríe vagamente y le pide a María un trozo de papel. No debes cansarte, Fidelio. Entonces escribe: pasé por la vida como un raudo relámpago, teniendo un solo instante de luz: mi obra. Pero, fue tan fugaz ese instante de mi vida, como eterno el fatal abismo de sombras en que pronto voy a sumirme.

Y penetra, mientras María le coloca sobre el pecho una estampa del Entierro del Conde Orgaz.

En la mañana del día 20, a la vuelta del cementerio, el Dr. Alfredo Antonetti va hasta un cuarto oscuro de su residencia, un cuarto donde pernocta hace tiempo un autorretrato al carbón, una tela grande que arrastra con dificultad hasta una estancia más iluminada. Y se queda mirando un rato la imagen del amigo, una imagen que tiene quince años menos y en la que no aparecen rastros de expectoración o sangre. Entonces cavila con dificultad que es mejor enfrentar cuanto antes cierto tipo de cosas y gira en un gesto desesperado la tela. Cinco mujeres indescriptiblemente tuberculosas asoman sobre los hábitos sus largos rostros desproporcionados. Pero la muerte no recorre el cuadro. El cuadro es la muerte y Antonetti lo sabe. ¿Serán mujeres? Se pregunta. Los únicos dedos que se ven y que pertenecen a una de las figuras, reposan sobre una calavera. Los dedos están hechos con verde. ¿Por qué, Ponce, le habrás hecho los dedos verdes?

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