Wifredo Lam: pincel de los orishas

Wifredo Lam: Imaginando mundos nuevos es el título de la exposición del reconocido pintor que se inaugurará este sábado 30 de agosto en el Museo de Arte McMullen, en la Universidad de Boston. A propósito, OnCuba publica este texto sobre uno de los artistas cubanos más importantes del siglo XX.

 

Es probable que el gran pintor cubano Wifredo Lam (1902-1982) haya sido seleccionado por las potencias de la religión afrocubana para mostrar al mundo la enigmática belleza del mestizaje caribeño.

Esa es la impresión que se tiene cuando valoramos la trayectoria artística de una de las figuras centrales de la vanguardia pictórica del siglo XX.

Lam nació en 1902, año de proclamación de la independencia de Cuba. Su familia, asentada en el azucarero pueblo de Sagua la Grande, a unos 300 km al este de La Habana, era un ejemplo típico de la mezcla racial y cultural de la Isla. Su padre era chino ―un emigrante que había pasado por California―, su madre, una mulata de ascendencia española que dio a luz ocho hijos.

La infancia del que vendría a ser un excepcional artista transcurrió en un ámbito donde el misticismo del oriente se sentaba a la mesa con Shangó, el altivo orisha del rayo.

Fue Antoñica Wilson, santera y madrina del niño Wifredo, quien encomendó el cuidado del joven talento a las potencias ancestrales. A sus 14 años, Lam partió a La Habana en busca de la gloria como artista.

La experiencia europea

Luego de un periodo de aprendizaje en la capital de Cuba, Lam decide profundizar su dominio de la pintura. Ávido de conocer de primera mano las grandes obras de la plástica universal, se traslada a Madrid en 1923. Allí recorre el museo del Prado, su mejor escuela, y descubre con admiración las obras de Velázquez, El Greco y Brueghel.

Activo defensor de la República Española, se ve arrastrado por los explosivos acontecimientos de la década del 1930 y combate durante la defensa de Madrid. Ante el avance de las falanges franquistas, los dirigentes de la asediada República deciden que el pintor se traslade a Paris.

De la experiencia de la guerra, Lam dijo más tarde: “aquel despojo me impelió a recuperar todos mis recuerdos de la infancia, llenos de brujas, supersticiones, mitos heredados y otros creados por mi propia imaginación. Era como una vuelta a mis orígenes. Ciertamente, lo único que me quedaba en aquel momento era mi viejo anhelo de integrar en la pintura toda la transculturación que había tenido lugar en Cuba entre aborígenes, españoles, africanos, chinos, inmigrantes franceses, piratas y todos los elementos que formaron el Caribe. Yo reivindico para mí todo ese pasado.”

Es así que llega a Francia. Tiene en su bolsillo, como más preciada pertenencia, una carta de recomendación dirigida a Pablo Picasso.

Pronto el autor de Guernica reconoce el talento del antillano y se convierte en su guía por la desconocida capital del arte contemporáneo. Paris es una ciudad de boyante vida cultural y Lam la aprovecha a fondo al devenir íntimo del círculo surrealista y especialmente del poeta André Breton.

En 1940, los aires bélicos del fascismo lo alcanzaban por segunda vez, ahora en territorio galo. Como refugiado en Marsella, comparte hasta el hambre con sus amigos surrealistas. Son fugitivos, sus vidas corren peligro.

De vuelta

El regreso a su tierra era la única salida. Sin embargo, a la rabia acumulada por el atropello nazi se sumó el repudio que sintió por la situación social que encontró en Cuba. La realidad de la Isla poco tenía que ver con los ideales independentistas y republicanos que Lam aprendió, durante su infancia, de los veteranos de la guerra anticolonial.

La Habana parecía un gigante casino, conmocionado por los disparos de los capos, la corrupción de la política y las borracheras de los marineros que toqueteaban lascivamente a las mulatas. El pintor comprendió que una profunda ignominia se dejaba escuchar por debajo del ritmo contagioso de las guarachas.

Por esos días, cuando algún periodista le pregunta qué se propone, Lam explica que quiere llevar al arte la presencia negra. Pero pocos lo entienden, piensan que les habla de regresar a una pintura folclorista, donde aparezca un negrito con un cesto de frutas en la cabeza.

Pero ya está trabajando a toda máquina. Inyecta en sus cuadros misterio, inquietud, dolor. Lleva al lienzo la energía latente de su cultura, amordazada por la injusticia.

Lam es parte de una generación de creadores que se dio a la tarea no solo de actualizar la plástica latinoamericana a las tendencias de la vanguardia europea, sino de inventar un mundo propio y alzar como insignia la singularidad de la cultura caribeña. Es un esfuerzo en el que comparte el protagonismo con destacados contemporáneos suyos, como son los escritores cubanos Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, y el poeta martiniqueño Aimé Cesaire.

De su pincel surgen figuras nunca antes vistas en la plástica caribeña: seres donde se mezclan rasgos humanos, vegetales y animales, máscaras de estirpe africana y extraños símbolos. Todo se recompone de una manera que revela la influencia de Picasso, uno de sus guías espirituales durante la estancia en Francia.

Poco a poco, la constancia de su obra lo convierte en un consagrado que expone en grandes galerías a ambos lados del Atlántico.

A la altura de 1955, Carpentier afirmó que, aunque era cubano por nacimiento, el pintor de herencia mestiza pertenecía por igual a todas las tierras donde la naturaleza aun no encontraba sosiego, donde acontecían conmociones comparables al Génesis de la Biblia.

Hasta su muerte en 1982 en París, Lam alternó su residencia entre Italia y Francia y visitó repetidas veces su patria.

Sus obras principales

La sillaEl año 1943 observa el surgimiento de dos de los principales cuadros del artista: La jungla y La silla.

Podemos considerar al primero como su obra maestra. Cuando se expuso en Nueva York causó un notable entusiasmo y fue comprado por el célebre Museo de Arte Moderno de esa ciudad, que lo colocó al lado de Les Demoiselles d’Avignon, de Picasso.

En La jungla algunos han visto un perturbador mensaje de denuncia social contado por los orishas ―las deidades de la religión afrocubana―, símbolos del inconsciente a la manera de Freud, o un ritmo de líneas verticales que asemeja la cadencia de un toque de tambores. Pero Lam, quizás como ningún crítico, definió de esta manera su obra más destacada: “es un autorretrato, soy yo mismo”.

En cambio La silla ―óleo que expone el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana― es poesía enmarcada.

Casi siete décadas después de su creación, continúa invitándonos a acomodarnos en el mismo límite del monte. No se trata de una selva amenazadora, al contrario. Es la manigua que protegió a los cimarrones ―los esclavos fugitivos―. Es un modesto altar que Lam ha preparado para reverenciar la profunda y enigmática savia de la cubanía.

La jungla

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