Aunque no lo dejen solo… como a Jalisco Park

Foto: Abel Zánchez

Isaac Delgado improvisa en un Teatro Nacional a punto de bullir. Parece una alucinación venida de otras décadas y casi es el cierre de esta historia. El momento climático, digamos. La confirmación definitiva del tamaño de “la azucarera”.  No obstante, aunque ese sea el final de la noche y primero hay que narrar otros detalles, no se puede soslayar  –incluso, so pena de extender el primer párrafo– que en ese mismo instante, estaba en el centro del escenario Carlos Varela; lo acompañaban Juan y Samuel Formell, Aldo López Gavilán, Giraldo Piloto, José Luis Cortés, Eduardo Cabra (Visitante, Calle 13), Diana Fuentes, Alexander Abreu, Iván Lins y X Alfonso.

En los inicios fue Varela –que apareció entre miles de manos que aplaudían–; inmediatamente después de que se acomodaran en sus lugares otros tres integrantes de su banda –Julio césar Ochoa (bajo), Carlos David Suárez (batería y voz), Roberto Luis Gómez (guitarra) –, Aldo López Gavilán  –director musical de todo el espectáculo –, y la Orquesta de Cámara de La Habana. 

Se reúnen para la grabación del primer DVD del músico cubano que viste de negro aun cuando debe ir de blanco, cuya realización es responsabilidad del director de audiovisuales Ron Chapman. El espectáculo y su filmación celebran los 30 años de vida artística del topo que irrumpió –quizás traumáticamente– en la historia de la canción cubana junto a Santiago Feliú, Gerardo Alfonso y Frank Delgado, en medio de la Cuba de los 80.

En las butacas, como antes, los hijos de Guillermo Tell. Según él, también estaban presentes su “santa madre” y hasta el cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea (Titón); además de los que no tuvieron Superman, los que se inventaron sus juguetes una vez al año y los dueños de televisores soviéticos. Es sabido que a Varela, solo a veces lo pasan en la radio, a veces nada más… sin embargo, cuando abrió con uno de sus temas más emotivos, Como los peces, pareciera que durante años ha permanecido inamovible en el top ten de personales listas de éxito. 

Poco a poco se sucedieron los títulos de siempre, y apodarlos “de siempre” implica el regreso a otros días: para algunos, la etapa de rebeldía estudiantil; para otros, el pelo largo y oscuro, ahora canoso y correctamente rebajado sobre una cabeza bien puesta en los hombros; para muchos, aquel descubrimiento de una música nueva junto a la revelación de otra realidad cubana, desconocida durante la inocencia infantil. 

Nubes, Foto de familia, Graffiti de amor, Como un ángel, El leñador sin bosque, Habáname y Monedas al aire salieron del micrófono, llegaron hasta el extremo final del segundo balcón y así la hipnosis del artista –apodado “el gnomo” por cuestiones visiblemente lógicas– resultó eficaz; incluso después de las más diversas peripecias con que sus seguidores se agenciaron un pequeño espacio en el recién remodelado teatro. Para ellos también hubo estrenos –especialmente, El árbol de los pájaros dormidos, que dedicó al pueblo de Cuba– y piezas incluidas en su repertorio más recientemente como Vino tinto, entonada junto a la menuda Diana Fuentes, que logra envolver mágicamente a buena parte de los seguidores de Carlitos.

Con su voz, audiblemente afectada, el protagonista de la noche invitó a “su sobrino” X Alfonso para interpretar a dúo Mi fe; también al brasileño Ivan Lins que, “similar a los rusos”, besa a sus amigos en la boca antes de ofrecer fragmentos en portugués de No es el fin; del mismo modo, el norteamericano Jackson Browne permutó al inglés la mitad de los versos pertenecientes al tema Muros y puertas.

Alrededor de tres horas de concierto saciaron la sed de canciones, y lo hicieron por todo lo alto. Los arreglos de López Gavilán ubicaron en otra dimensión letras y melodías conocidas de memoria; sin mutilarles la sencillez y espontaneidad con que surgieron. Cómodo delante del teclado, se cuidó de opacar con su desempeño el motivo central del concierto a pesar de que no contuvo más de un destello de genialidad. Al fondo, la orquesta permaneció ajustada tanto para una balada minimalista como para compases más cercanos al rock and roll. Su directora Daiana García bailó, batuta en mano, mientras intercambiaba miradas con el baterista y el tecladista; como cualquier otro integrante de la banda.

Ciertamente fue un concierto largo, era preciso salir un rato de la sala en compañía del amigo, la nicotina o determinado líquido; pero en la fiesta de Varela, atreverse a partir antes de tiempo es correr más riesgos de la cuenta. El trovador decidió terminar con un chachachá superlativo que narra la historia de un Chevrolet y sus piezas de repuesto.

Dada la presencia de los vanvaneros Juan Formell  –escudado por el bajo – y su hijo Samuel  –al mando de la batería –, era de esperar que aquello derivara en algo más. No por gusto Jorge Luis Cortés los acompañaba en la flauta y, teniendo en cuenta el resto de los ejecutantes, pudo preverse que los acordes tomaran el cariz de una descarga de jazz latino. 

Pero no. Cortés se hizo cargo de un público que se ufana de ser diferente al que baila con las orquestas de timba cubana. Debajo de la manga saca un estribillo que rápidamente prendió en toda la sala. Segundos después, Cuba y Puerto Rico ensayarían pasos de baile accidentados, como en el comedor de su hogar marital; mientras la trompeta de Alexander Abreu  hace su entrada para subir la temperatura, todavía más. En medio del lúdico caos, Varela disfruta cómo el asunto había escapado de sus manos, y cuando el frenesí parecía terminar; bajo la sorpresa que no permite reproducir detalladamente el cómo del por qué ni el cuándo, Isaac Delgado está delante de todos: el chévere de la salsa, devolviendo su voz al público cubano como antaño.

Entonces, más de un periodista se cuestionó los saberes trasmitidos por la academia, los trucos aprendidos en la sala de redacción junto a los reporteros de experiencia ¿Cuál es la noticia?, ¿cómo iniciar el primer párrafo?, ¿qué hacer para condensar todo en el reducido espacio de una plana? Pasadas las horas y el sueño, todavía la duda persiste pero ya no se puede esperar más, habrá que arriesgarse y proponer una versión de los hechos. Si los lectores creen que por más que lean distintas reseñas del concierto, no alcanzan a reconstruir aquella larga noche; a nombre del gremio habrá que pedir disculpas por la dificultad que encuentra un oficio para desmenuzar en pocas líneas la extraña manera en que, no una, sino una tríada de palabras lo dicen todo: buena música cubana.
 

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