Breve cronología de mis plagios

Yo le debo una crónica a Núñez Rodríguez, por enseñarme –como Chaplin- que la risa no es frívola ni alérgica. Y a Menéndez, el viejo amigo Elio, que aún se pone nostálgico al ver a los niños camino del estadio. Y a Manolo, mi entrañable Manuel González Bello, un hacedor de sueños cotidianos. Y a Secades, y a Pepe Alejandro, y a Luis Sexto…

El asunto es que debo muchas crónicas. Como la memorable biblioteca borgiana, mi deuda es infinita. Jamás podré pagarla en esta vida (ni en las otras, por si fuera verdad que reencarnamos).

Alguna vez ya lo hice público: les he robado a todos los cronistas. He escrutado sus mañas, les he hurtado recetas, sutilmente he tratado de indagar sus lecturas favoritas, sus requiebros, sus odios, sus verdades. Con el mayor oportunismo de este mundo, me he servido de sus emociones para, un día, escribir mis propias crónicas.

De momento, me limito a plagiarlos con pulso de copista pudoroso. Esto es, con decencia. Y deduzco que no me va tan mal, puesto que nadie se ha empeñado en acusarme ante los santos inquisidores de la ética.

Todo empezó porque, invariablemente, la poesía me esquivaba. Eso ocurrió hace muchos años. Entonces, con despecho de amante resentido, decidí convertirme en cazador de cronistas, y mis primeras piezas fueron Núñez Rodríguez y Menéndez, a quienes encontré en aquella selva espléndida que era Juventud Rebelde.

Con Núñez me divertía tanto como un niño con una pistola de agua. Exploraba sus textos, los desarmaba mentalmente para verles el interior del mecanismo. Sus historias de ficción testimonial –de no ficción, habría dicho Capote- me nutrían la chismoteca al contarme que tuvo un primo repostero cuyos glúteos se movían con un extraño ritmo, o que quiso graduarse de truhán en el café de un tal Mauricio, o que en Quemado de Güines había más tipos legendarios que en las novelas de caballería…

Para Elio Menéndez, mis disculpas. Me aproveché de su amistad con afanes malsanos y ambiciosos, y a espaldas suyas hasta me apoderé de sus originales, garabateados con una letra incómoda que poco a poco supe descifrar. En el lento repaso de aquellas cuartillas, extraídas inescrupulosamente del cesto de basura, aprendí que tachar demasiado es el mejor camino en la encrucijada literaria. Su propensión a machacar en cada frase es una enfermedad que le agradezco.

He de seguir siendo sincero: hubo una época en la que descueré a Eladio Secades. Me sentaba ante grandes, polvorientos paquetes de periódicos, leía y releía sus estampas, su modo tan “su modo” de versar sobre negros campeones de boxeo y señoritas con sombrillas blancas. Aquello me marcó, lo admito sin rubor, mucho más que el descenso del Dante a los infiernos, y tanto como el rostro del atribulado personaje de El Grito de Edward Munch.

No lo olvido: de Manuel González Bello compilaba sus mofas sabatinas, las devoraba con envidia azul y un hincapié enfermizo en su destreza para dejar el hilo y recobrarlo sin que la transición fuera evidente. Todavía memorizo decenas de sus gags, y resuelvo no pocas situaciones apelando al sarcasmo de aquel sátiro con &ldquo

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