Burlescas, exóticas, strippers y pellejos

Bubbles Darlene

Bubbles Darlene

Una empresa de la mafia, la International Amusement Co., se especializaba no solo en llevar a Cuba grandes figuras de la canción, pianistas como Liberace y a la tropicalísima Carmen Miranda, entre otros, sino también a coristas del burlesco, una evolución del vodevil en pleno apogeo en Estados Unidos que ponía más énfasis en el semidesnudo, el desnudo, la sexualidad y el erotismo tras la envoltura de lo artístico.

Tuvo un promotor excepcional: el empresario Harold Minsky, procedente de una familia de larga relación con el género desde sus viejos tiempos en el Lower East Side de Nueva York, y establecido a fines de los años 50 en Las Vegas. Allí podía montar esos espectáculos sin apenas ruido ambiental y siguiendo la tradición: “Burlesque as you ike it –not a family show”.

En La Habana de fines de los 50 se presentaban varias mujeres del burlesco cuyos nombres y trayectorias artísticas han pasado al olvido: Tybee Afra, “una de las mejores bailarinas de danzas afrocubanas”; Betty Howard, alias Betty Blue Eyes, “la muchacha que lo tenía todo”, una de las diez primeras bailarinas exóticas del mundo que, según el Cabaret Yearbook de 1956, repletó varios teatros habaneros, entre ellos el Martí.

Pero también las había cubanas, igualmente apenas recordadas. Además de Conchita López, que bailaba y a quien desnudaban en el Shanghái, estaba Chelo Alonso, luego conocida en Francia como “la nueva Josephine Baker” y en Estados Unidos como “la Bomba H Cubana”, una mulata escultural que al salir de la Isla desarrolló su carrera entre Roma y París con filmes de espada y sandalias como Goliath y los bárbaros (1959), junto a Steve Reeves; Son of Samson (1960) con Mark Forest; y Atlas en la tierra de los cíclopes (1961), con Gordon Mitchell, entre otros. Su verdadero nombre: Isabella Apolonia García Hernández, nacida en el central “Lugareño”, Camagüey, en 1933. Coexistían con vedettes y rumberas como Olga Chaviano, otra Cuban bombshell nacida en Lawton que bailó con Cantinflas en El mago (1949) y fue durante un tiempo una especie de diva en los shows del cabaret Sans Souci.

El Hotel Sevilla era otro donde la mafia campeaba. Inaugurado en marzo de 1908, fue uno de los grandes del Prado, junto al Inglaterra, el Telégrafo y el Saratoga. En 1919 lo compró John M. Bowman, el dueño de la cadena American Bowman Hotels; en 1924 pasó a llamarse Sevilla Biltmore y sufrió ciertos cambios.

En 1939 entró al juego de las posesiones el ciudadano ítalo-uruguayo Amleto Battisti Lora, el más poderoso de los banqueros de juegos de azar y de los prestamistas (o garroteros). Participante en la famosa reunión de capos en 1946, en el Hotel Nacional, en la cual se decidió la ejecución de Benjamin “Bugsi” Siegel, “el pionero de Las Vegas” acribillado a balazos en su mansión de Beverly Hills el 20 de junio de 1947.

Don Amleto le añadió un casino y lo siguió modernizando: también inauguró el primer bar con aire acondicionado de La Habana. Desde los años 20, el Sevilla Biltmore tenía su famoso Roof Garden, diseñado por Schultze & Weaver, otra de las maravillas de la ciudad y espacio de la vida social descrito con entusiasmo por muchos viajeros norteamericanos que pasaban por La Habana de los años 50.

Bubbles Darlene, apelativo artístico de Virginia LaChimia, una rubia de origen polaco-irlandés catalogada por el mismo Harold Minsky –quien le puso Bubbles (Burbujas)– como “el cuerpo más excitante de Estados Unidos”, y que se definía a sí misma como una strip teaser, era una de ellas. En 1956 fue contratada por el Sevilla Biltmore. Se especializaba en unas “danzas exóticas” que incluían lo mismo un mambo que una voodoo dance, esta última caracterizada por contorsiones que dejaban lela a la audiencia y lista para pelar a la corista, según le confesara ella misma en 1956 a la revista Cabaret.

Protagonizó todo un suceso público al bajarse de un automóvil en plena calle Prado, muy cerca del hotel, con una sombrilla negra abierta, las pechugas “tapadas” por una capa de nylon transparente y llevando unos panties también negros. La condujeron a una estación de policía bajo cargos de “exposición indecente e incitación a disturbios”, pero salió libre después de pagar una multa de doscientos pesos.

El hecho constituía, dijo, un desafío a “La engañadora”, una manera de demostrar a los cubanos que no todas las chiquitas eran como la que decía Jorrín en aquel chachachá de Prado y Neptuno. En realidad, debe haber sido toda una operación comercial concertada con sus empleadores para promover sus presentaciones en un local del Sevilla que, de acuerdo con la revista, “esa misma noche estaba desbordado de público”. Y la movida le serviría también para un gancho que utilizaría durante toda su carrera alrededor del mundo: The Dancer That Shocked Havana, Cuba.

Según una fuente, de regreso a  Estados Unidos la habitación del hotel donde la Burbujas se alojaba fue canibaleada por unos ladrones. Se afirma que se llevaron una maleta con “fotografías escabrosas, incluyendo algunos desnudos tomados en Cuba”, lo cual la condujo a poner un clasificado en un periódico local ofreciendo la suma de 500 dólares para tratar de recuperarlas.

El dato pone a funcionar tanto la imaginación como las neuronas: ¿fotografías nada más? ¿500 dólares, una cantidad respetable en aquella época, por unos desnudos que cualquiera podía obtener comprando un ejemplar de la revista Playboy, ya por entonces disponible en los estanquillos? ¿La maleta habrá caído en manos de defensores de la moral cristiana blanca y protestante? ¿O, por el contrario, en las de uno o más fans de sus 37 pulgadas de busto? Si fueron ladrones irreverentes y perversos, habrán hecho zafra con un material explosivo seguramente muy cotizado en el Mercado underground. El equipaje nunca apareció, asegura el informante.

Y es que allí también pudo haber otras cosas, además de las fotos. La posibilidad de que a strippers norteamericanas, algunas contratadas por personal de la mafia, las utilizaran como correos para introducir en la Unión películas pornográficas made in Cuba no puede descartarse, aunque hasta ahora no se hayan localizado pruebas documentales. Como ha subrayado Dave Thompson en Black and Blue. Adult Cinema from the Victorian Age to VCR, este es uno de los principales problemas de los historiadores del cine porno, desde su surgimiento hasta su despenalización, una vez que la cadena producción-distribución-comercialización pudo salir de la oscuridad.

Un informante sostiene que los pellejos filmados en la Isla no solo iban para dentro sino también para fuera. “Una vez terminados” –le dijo al investigador y crítico cubano Luciano Castillo–, “tomaban no solo el camino del teatro Shanghái, sino también se exportaban a la vecina Florida, escondidos bajo los asientos de pequeños aviones de turismo que enlazaban a la Isla con el continente”. Por cierto, ya hacia fines de los años 50 no eran necesariamente tan pequeños. También podrían haber sido utilizados los ferris que cubrían la ruta Habana-Key West, donde los turistas norteamericanos se montaban con esos carros de último modelo que eran como la canción de Nat “King” Cole: la fascinación de muchos habaneros.

Habría entonces que rastrear en los archivos públicos y privados de Miami, y escuchar testimonios de los cubanos que llegaron principios de los años 60, sobre todo los vinculados al show business o a la televisión que aún viven.

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