Carnaval de Brasil: “Dios, ven a ver”

Desde el sábado la folía más famosa de Brasil y del mundo abraza las calles, las llena de purpurina, cerveza y música.

Miembros de la comparsa callejera 'Saia de Chita' celebran durante el domingo de carnaval en de la ciudad de Sao Paulo (Brasil). Foto: Isaac Fontana/EFe.

Dicen que en Brasil el año nuevo empieza cuando los fuegos artificiales brillan sobre la Bahía de Guanabara en la medianoche del 31 de diciembre. Pero la página pasa verdaderamente después del carnaval. Tras la folía callejera, los punteros de los relojes se componen. La fiebre baja en los sambódromos y los disfraces que por semanas estuvieron encima de camas y butacones regresan al olvido de los armarios. Algunas pasiones pasajeras, también. 

Cuando las batucadas de los ensayos empezaron a sentirse en Copacabana, se suponía que Jaqueline estaría adaptándose a su nueva vida en Portugal. Pero, su visa no salió a tiempo. En las últimas semanas vive como nómada en los sofás de sus amigos mientras espera su pasaporte. Para mi sorpresa, no lo lamenta. “Al menos tendremos Carnaval”, me dice horas antes de enviar un selfie mostrando su disfraz.

“Me llamo Katia Flavia, godiva de Irajá, me escondo en Copacabana…”, canta. Está segura de que, por algunas horas, su nombre será ese, no el de su pasaporte. El inicio de su nueva vida en Porto puede esperar a que termine el desfile. 

***

Desde el sábado la folía más famosa de Brasil y del mundo abraza las calles, las llena de purpurina, cerveza y música. Dicen que la fiesta termina el Miércoles de Cenizas, cuando empieza la preparación cuaresmal para la Pascua. Pero los ecos de esta juerga se seguirán escuchando, viendo y pisando por unos cuantos días más. 

Integrantes de la comparsa callejera de carnaval Amigos da Onça participan en un desfile hoy, en la playa de Flamengo en Río de Janeiro (Brasil). Foto: André Coelho/EFE.

En la Avenida Marqués de Sapucaí las escuelas desfilaron el pasado domingo y el lunes con sus “samba-enredos”. Este subgénero tiene su origen en la festividad carnavalesca. Consiste en una narración musicalizada de historias, al ritmo del Agogó y de los magnéticos bailes de los passistas y porta-bandeiras. 

Desfile de Acadêmicos da Grande Rio en la Avenida Marqués da Sapucaí. Foto: tomada de Facebook.

No lo parece, porque sonríen y bailan, pero las escuelas reunidas en la Sapucaí disputan un trofeo que, más que el baile, los trajes y la música, premia la historia que cuentan, la calidad artística y la ingeniosidad de sus productores. Todos los años, miles de nacionales y extranjeros hacen fila para ocupar un lugar en la arquibancada (gradas) o ver el desfile desde los camarotes (área de acceso exclusivo para espectáculos musicales). 

El paseo anual de las escuelas de samba es una página viva de la historia de este pueblo, que es más que samba y despampanantes reinas de batería. Es la guinda del pastel, la postal impecable y más pomposa del carnaval, sin dudas. Pero es también el momento del año en que la gente sale a la avenida, llena sus pulmones y en una bocanada de aire de doce tiempos recuerda quiénes son, de dónde vienen, para poder seguir. Alienación, le dirán unos, pan y circo, otros. Yo digo que, entre todo eso, hay una reivindicación intencional de la belleza, de lo extraordinario y lo fantástico que habita este país. 

Este año desfilaron en la Sapucaí las icónicas Mangueira, Beija-Flor, Viradouro, Grande Rio y Portela. La última celebró su centenario con “O azul que vem do infinito”, el enredo sobre su fundación, en 1923.

La Beija-Flor presentó “Brava gente! O grito dos excluidos…”, un recuento de la expulsión de las tropas portuguesas de Bahía, en 1823.

La Viradouro, escuela de Niterói, homenajeó a Rosa María Egipcíaca, esclavizada y forzada a venir a Brasil, autora del libro más antiguo escrito por una mujer negra del que se tiene registro en el país.

La Grande Rio, por su parte, rindió honores a uno de los reyes del pagode brasileño: Zeca Pagodinho y tuvo a Paolla Oliveira, actriz nada indiferente para los cubanos, como su reina de batería por quinta vez consecutiva. 

“Por aquí pasaron sambas inmortales, aquí sangraron a través de nuestros pies, aquí sambaron nuestros ancestrales”, recuerda Chico Buarque en Vai passar, uno de los himnos del fin de la dictadura y, posteriormente, bandera musical del carnaval.

No es casual que la escuchara tocar en altísimo volumen en mi barrio cuando Lula venció a Bolsonaro en las elecciones del año pasado. Vai passar, y pasó.

Se escucha siempre en los altavoces de las calles y de los carros alegóricos de las comparsas, en las casas; su letra transcrita circula por los estados de WhatsApp. En la canción de Chico, hasta el mismo Dios es convocado. A la folía deben verla todos:

Meu Deus, vem olhar
Vem ver de perto uma cidade a cantar
A evolução da liberdade
Até o dia clarear

Que el carnaval es una de las festividades más importantes de Brasil se sabe de sobra. Que los hoteles y los airbnbs no dan abasto por estos días nadie lo duda. Lo que tal vez mucha gente no sepa es que lo que pasa en el sambódromo carioca de la Marqués de Sapucaí es tan solo una de las escenas, sin dudas la más icónica y turística, de la folía.

Hay carnaval también en las calles y sambódromos de São Paulo, Salvador de Bahia, Ouro Preto —con su comparsa del siglo XIX, la más antigua del carnaval—, Olinda y Recife, donde el Galo da Madrugada, la mayor comparsa del mundo, le canta a miles de juerguistas desde 1978. La tradición del desfile empezó en 1932 y es parte del patrimonio cultural brasileño.

Fotografía con un dron de la tradicional comparsa callejera “Galo da Madrugada” en un desfile de carnaval en Recife, nordeste de Brasil. Foto: Ney Douglas/EFE.

Es en la periferia del sambódromo, en el carnaval de la calle, donde este país hace de verdad su fiesta. Donde no hay premios pero se cuecen las historias y “enredos” más graciosos, donde se ven los disfraces más singulares y se baila samba preferiblemente en chancletas.

A las comparsas asisten ancianos, embarazadas, perros. Gente triste en busca de la alegría contagiosa de los foliões. Gente alegre que tiene para repartir.

En las calles, la creatividad reina entre los disfraces. Desde las siete de la mañana, los quioscos ambulantes improvisan caipirinhas, venden agua y un líquido gaseoso y neón de composición dudosa en cuya etiqueta puede leerse “ousadia”. Por si en algún momento falta. Gente disfrazada, vistiendo poquísima tela, llena los metros en los horarios precedentes a las salidas de las comparsas callejeras. Llenan los ómnibus, las barcas, la ciudad. 

La alegría y la lujuria se esparcen por doquier. El pudor y el recato brillan por su ausencia. 

Por todas partes, las instituciones de salud pública anuncian que es importante prevenirse contra “la enfermedad del beso”. Ofrecen métodos anticonceptivos a los juerguistas. Otros recuerdan en las redes sociales que el consentimiento es soberano, para que el machismo y el asedio no agüen la fiesta.

Una pareja de la comparsa callejera “Manada” se besa en la celebración del sábado de carnaval en el centro de la ciudad de Sao Paulo (Brasil). Foto: Isaac Fontana/EFE.

Las mujeres llevan tatuajes-manifiesto en las zonas descubiertas de sus cuerpos. “Não é não”, bien grande y en purpurina, para que los listos no se equivoquen y las dejen curtir o carnaval en paz.

Otras y otros he visto cargar con solapines coquetos en el cuello: “A minha fantasia (disfraz, en portugués) era te ter um dia” (Mi fantasía es tenerte un día) o “Fica com Deus, porque comigo não vai rolar” (Quédate con Dios, porque conmigo no lo harás).

Todos esos manifiestos tienen su contexto; a pesar de lo que la palabra significa (alejarse de la carne), el carnaval es un culto a todo lo contrario. 

Miembros de la comparsa callejera ‘Saia de Chita’ celebran durante el domingo de carnaval en de la ciudad de Sao Paulo (Brasil). Foto: Isaac Fontana/EFE.

“¿Se acuerdan de cuando fui Valeska Popozuda?”, preguntó mi amiga Asun en un grupo de WhatsApp. Manda una foto en la que aparece sosteniendo un halcón de juguete, viste de blanco y luce una melena platinada mientras pretende ser la funkera Valeska en vez de María Asunción, la profesora de matemáticas cordobesa. 

Ella y su esposa Lis, brasileña, desfilaron en 2014 para la centenaria Portela, me recuerda luego de mandarme otra foto suya de ese día, sentada en un contén de la acera tras el desfile. “Cuando llegué a Brasil tenía una amiga portelense que me explicó de qué iba todo esto de las escuelas de samba. Ya antes me gustaba el carnaval callejero. Cuando surgió la oportunidad de desfilar en el sambódromo decidí que sería con Portela. Ensayábamos los miércoles por la noche, durante varios meses. Yo iba siempre muy feliz a los ensayos, y a pesar de que era lejos de casa en una zona peligrosa sabía que no faltar era un pasaporte importante para participar gratis en el desfile. Si te integras y te haces parte de la comunidad de la escuela te prestan un disfraz para que desfiles, y así fue como vestí los colores de la Portela”, se enorgullece. 

Donde estoy, a 1500 km de distancia de la Sapucaí, las batucadas no se escuchan pero el alma del carnaval se hace sentir. “Ô abre alas que eu quero passar”, tarareaba mi novio esta mañana mientras giraba sobre sí mismo, coronando su desfile y avenida improvisados. 

Pensé que había terminado, pero Chico, y la jadeante epidemia, no salían de su cabeza: 

E um dia, afinal

Tinham direito a uma alegria fugaz

Uma ofegante epidemia

Que se chamava carnaval

O carnaval, o carnaval

Salir de la versión móvil