Chocolate vs Mozart

Ilustración: Marla XL.

Ilustración: Marla XL.

En el salón de un apartado policlínico, se adelanta a la hilera de pacientes un hombrecillo que le dice al médico “Papi, ya tengo los análisis”. El médico, que debería hacer de cómplice, porque no queda médico en Cuba que no esté sobre aviso de que, en cualquier momento, lo pueden abordar con un llamado de “papi”, respondería “Dale, papi, ven, echa pa’cá”, pero en lugar de seguirle el juego, corrige al otro: “Primero, tú no eres hijo mío y, segundo, como ves, no te he dado esa confianza”. A todas estas, la fila ni se inmuta.

Siendo justos, el común llamamiento de “papi” no es distinto de otros por los que pasamos. Antes, estuvieron el clásico Asere, los ya desfasados Consorte, Bróder y Monina, el Ecobio (palabra de ñáñigos) y, con una huella más leve, anduvo de moda El hermano. Alguien, varón, ligeramente estrafalario o de porte correcto, de unos 20 años, paraba un taxi y preguntaba al chofer: “El hermano, ¿llegas al paradero de Playa?” y El hermano le contestaba, cuando tenía ganas de hacerlo.

Tratarse de “papi” a “papi” no tiene un comienzo exacto. Nadie puede afirmar a pies juntillas quién fue el primer “papi” sin lazos paternos siquiera adoptivos, pero se sabe que la ampliación del término (que no debe confundirse con “amigo” a secas, porque se usa entre amigos y también llama a la interlocución con un extraño de género masculino) tiene que ver con los cancionistas del reguetón. Anotado está, tiempo atrás, un cierre provocador de Baby Lores: “Tú eres un perro, papi”. Poco más puede decirse luego de él, salvo por su controvertido tatuaje de Fidel Castro.

El reguetón, que parece ser el último abrevadero de códigos filológicos y sabiduría popular, tiene en vilo a las autoridades de la cultura, a esnobistas, diletantes y pulcros lectores de Alas Clarín o de Sor Juana, quienes apuestan más por erradicarlo que por una salida ingeniosa. Si la situación lo requiere (y este parece ser uno de esos casos), los mandamases terminan una molestia de la noche a la mañana, solo que están enterados de que el reguetón no se borra así de simple. No es como bloquear una página web.

Cuando menos, el género nos expone una contradicción o un elocuente fracaso. ¿Es propio de un pueblo culto –como se ha dicho del de Cuba– que el reguetón prolifere en sus tierras? ¿No tendría, que rechazarlo con naturalidad, si se presume que haya unas defensas cognoscitivas de antemano, unos leucocitos apertrechados y dispuestos a pugnar? ¿Por qué, entonces, plantearse campañas expurgadoras? ¿El apogeo de Chocolate MC no es más la consecuencia de una educación general en declive que de una divulgación inmoderada por canales formales o alternativos? ¿No es que Yomil y Chocolate triunfan escandalosamente porque están todas las condiciones creadas para que no suceda lo opuesto? ¿No habría que pulsear más contra la inclinación al reguetón que contra el reguetón mismo? ¿Censurarlo no es querer esconder la suciedad debajo del tapete? ¿A santo de qué, pues, anularlo de los certámenes institucionales? Es hipocresía.

El género disfruta de una falaz –y no por falaz menos reglamentaria– democracia. Cualquiera con una cuota ínfima de autoestima lo canta, lo graba y lo difunde. Ni tiene que conocer lo que es un acorde ni una partitura, un bemol o un elemental solfeo. No lleva estudio, ni prudencia, ni sentido del ridículo. El reguetón cubano es libre y no pide permiso. Por eso lo detesta un sistema que cree haber dado todas las libertades, e interpreta que lo que se haga fuera de estas, es ingrato y traicionero.

Nuestro reguetón es el Facebook de la música. Copia al estilo de la Charanga Habanera y está libre de culpas. Si lo quiere, destroza un clásico de la adolescencia discotequera o convierte la candidez de un dibujo animado en libertinaje: Una canción de Kokito y El negrito dice “Con quién follo hoy, con Coralina”, esa sirenita de un muñequito cubano que es nada menos que “coqueta y traviesa”.

Al salir Chocolate de prisión por agredir a un policía, concibió un CD, El tanque. No necesitó del empuje borreguil de una discográfica, la radiodifusión o la venia de los medios tradicionales. Corrió con éxito por “el paquete” como lo harían esos himnos que son “El palón divino”, “La papaya con maldad” o de sus continuadores y epígonos en “El palito presidiario” y “La totica delincuente”, consabidas alusiones a los genitales de ambos sexos y al sexo mismo que son la pérdida total del erotismo a cambio de la mala pornografía casera.

No nos dejemos engatusar creyendo que hay un responsable en concreto. Todo esto pasa, de bien en mejor, por la vieja ley de oferta y demanda. Se hace cada día más reguetón, respondiendo al hecho de que cada día se pide más reguetón. Más indecencias, machismo, escatologías, se pide mujeres subyugadas que no sean escuerzos, sino que apenas les quepan las nalgas en el zoom de una pantalla a 1080p.

Achacar a Wagner el antisemitismo de Hitler es tan obtuso como acusar a Salinger por la muerte de Lennon. Tampoco es inteligente justificar toda iniciativa libidinosa diciendo que el contoneo de Elvis –Presley, no Manuel, el amigo de Choco– era obsceno para su época, como lo parecen las creaciones de estos días. El desbalance, que preocupa o no, está en que, si repasamos con cierta sensatez, no hay verdaderos hits en la producción nacional de los últimos años que hayan renunciado por entero al perreo. Artistas que se prestan al meneo cachondo tan pobremente como Yoyo Ibarra (han tenido que acoplarse a la tendencia.

Sea como sea, Chocolate no está a la altura de Presley, al igual que Presley no está a la de Mozart. El de Salzburgo nació un año después de que Montesquieu muriera, y a los 5 de edad, ya iba de todas todas a volverse un estelar. Era recibido placenteramente por la corte. Tocó para el rey Luis XV. Mereció los elogios de un impresionado Joseph Haydn. Su virtuosismo recorrió la extensión de Viena, una meca de la música del siglo XVIII. Literalmente, Mozart era capaz de tocar un instrumento a ciegas.

Chocolate, en cambio, viajó a Moscú, adonde va una cubana con jeans de arabescos en hilo dorado– a buscar ropa que revender en La Habana, de donde habrá despegado sin entender la diferencia entre el pelaje de armiño y la hirsuta pelambrera de un hurón de Alamar.

Poner a Chocolate contra Mozart es arriesgar a Maestro de Conciertos contra dizque Maestro de Ceremonias. Es “La flauta mágica” contra “El palón divino” (¿Habrá que acudir a diferencias semánticas?). Minué contra guachineo. El ajetreo laborioso del Clavecín contra la holgazanería nerd de un teclado de PC. Es, en fin, un duelo macabro.

Con una producción sacra en su currículum, se dice que Mozart compone Leck mich im Arsch (en alemán “Lámeme el culo”), y por esto se llegó a aventurar que padecía de coprolalia. Las Mozartkugeln (en español tendrían una traducción tan inapropiada como “bolas de Mozart”), semejantes por su cuerpo a los esféricos bombones de chocolate, son dulces típicos de Salzburgo. Helas ahí, las suciedades mozartianas.

Un ring en que Chocolate enfrente a Mozart, habría que suponerlo neutral. No nos compliquemos montándolo. Es decir, ubíquenlo en un teatro cualquiera de La Habana o Miami. En una esquina, Mozart se inclina ante el público y este, como si con él no fuera, no mueve un párpado. Unos grillos rompen el vergonzoso silencio.

En la otra esquina, Chocolate se luce, calienta bailando el guachineo y la gente se lanza de sus asientos gozosa, imitando sus movimientos con la punta de los pies.

Mozart, desconcertado, pide de favor a los utileros, que también repiten el guachineo y han abandonado sus faenas, el clavecín. Chocolate, siempre retador, pide la clave, creyendo que era ese el instrumento que solicitaba su adversario. Risas.

Viendo la confusión, Mozart, serio, manda traer mejor un piano para interpretar Alla Turca. Chocolate MC espera a que el austriaco sudoroso termine de agitarse, acto seguido toma asiento, mira el pentagrama una y otra vez, después hace un mohín de burla con la comisura, lo estruja todo y lo lanza por sobre su hombro al bote de la basura.

No encesta, pero nadie repara en ello, salvo el austriaco, es más, el papel se queda en el suelo, hasta que Mozart, europeo al fin, no se contiene y lo levanta. A la percepción del público, Mozart, sin saberlo, se ha humillado en la pelea, porque ha completado el performance de cabrón de su rival.

Satisfecho y risueño, El Choco, improvisa a capela una canción que nombra “A la turca”. La letra habla de su relación con una turca descocada que se “la dio con maldad, presidiariamente”. Se torna un hit instantáneo mientras que a Mozart, entre las rechiflas, le gritan a coro: “Vete, pírate viejo cheo, anda, con la peluca chea esa”.

Cuando lo cierto es que Mozart todavía no ha celebrado ni sus cuarenta primaveras, y ya, miren ustedes, se las están cantando.

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