Los 65 del Icaic, una fiesta de todos

Para los años que vendrán habrá que abrir las puertas a la inclusión; y no se debe replicar ninguna de las instituciones ni prácticas que fueron exitosas en el pasado. Nuevos tiempos demandan un cine nuevo.

Edificio sede del Icaic en La Habana.

Antes de ingresar formalmente en el Icaic, en 1987, ya pertenecía a la institución. Era un sentimiento común entre los jóvenes escritores y artistas de entonces. El Icaic, más que la entidad que producía, exhibía y distribuía internacionalmente (en la medida en que el bloqueo lo permitía) el cine cubano, era también nuestra ventana al mundo lo mismo en salas de barrio que en cines de más postín por la que nos asomábamos, con avidez de país enclaustrado, a ver cómo eran, cómo vivían, soñaban y luchaban nuestros congéneres de otras culturas, otras lenguas y otros ámbitos geográficos. 

Pero, además, el Icaic era una estética, un posicionamiento ante la cultura, era Titón y el Grupo de Experimentación Sonora, la inmensa y valiosa colección de arte cubano y los actores que hacían de nosotros en la gran pantalla, los fabulosos carteles de Muñoz Bach, Raúl Martínez, Azcuy y Ñiko, que iban a dar rápidamente a las paredes de nuestras casas. Icaic, además de Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos, significaba un linaje. Ante todo, era arte, onda, swing.

Por entonces trabajaba en El Caimán Barbudo. Una mañana Julio García Espinosa, el segundo presidente que tuvo el instituto, y uno de sus fundadores, me llamó a su oficina. Eliseo Alberto Diego, Lichi, quien dirigía el Centro de Información Cinematográfica, había sido reclamado por Gabriel García Márquez para que trabajara en sus talleres de guiones. Y él, Julio, el director de Cuba baila (1960) y de las Aventuras de Juan Quin Quin (1967) me estaba ofreciendo el cargo. Recibí la propuesta con susto. El centro de información tenía un nombre que no se ajustaba a sus múltiples funciones. Allí se bordaba la relación con la prensa, se diseñaban y ejecutaban investigaciones sobre la relación público-cine, se editaba la revista Cine Cubano, se orientaba el Movimiento Nacional de Cineclubes y se hacían los dos programas de televisión más notables sobre la temática: 24 X Segundo, que elaboraba y conducía Enrique Colina, e Historia del Cine, a cargo de Carlos Galiano. Además, se encargaba de la dirección de Prensa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, que ese año iba por su novena edición. 

Con Julio García Espinosa y Alfredo Guevara en el Icaic. La Habana, principio de la década de los 90. Foto: Archivo del autor.

El Centro de Información Cinematográfica que rebautizamos como Centro de Promoción y Estudio del Cine “Saúl Yelín”, aunque hoy nadie se acuerda de eso se fundó en 1960, y su primer director fue Mario Rodríguez Alemán. A él lo sustituyó Francisco León, que a su vez fue sustituido por José Antonio González, quien cedió el paso a Eliseo Alberto.

Acepté. Me hundí, gozoso, en los cinco años más creativos, frenéticos y alegres de mi modesta vida laboral. Cada día era un desafío que tensaba al máximo la sensibilidad y la inteligencia, cada día surgían planes absorbentes y hermosos, cada día había nuevos debates sobre política y estética. El Icaic era una tertulia en sesión continua. Íbamos a trabajar y, también, a hacer vida social. Nos conocíamos, participábamos los unos en los proyectos creativos de los otros, acompañábamos el proceso de gestación de los filmes desde la idea inicial: nos integrábamos en un todo que se fundaba en la pasión por el cine como arte. 

Conferencia de prensa en el IX Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. De izquierda a derecha, Alex Fleites, Pepe Arias, especialista de la Cinemateca Nacional de Cuba, y Eliseo Alberto Diego, director de Prensa saliente. En
primera fila, Olga Outeriño, coordinadora y alma del Centro de Información Cinematográfica del Icaic. La Habana, 1987. Foto: Archivo del autor.

En el Centro encontré colaboradores destacadísimos, cinéfilos, eficientes. Nombro, entre ellos, solamente a los que ya no están entre nosotros: el poeta Antonio Conte, el historiador Raúl Rodríguez, el académico Mario Piedra, la licenciada en Lengua Inglesa Ana Busquet, el sicólogo Pablo Ramos y el ya mencionado Enrique Colina, quien, además, era director de cine.

Y por el Centro pasaban a diario fotógrafos, editores, diseñadores, actores, directores, lo mismo a tomarse una taza del buen café que colaba Olga Outeriño, a buscar el último número de la revista, a solicitar un título de nuestra videoteca, a recibir el dossier que les informaba prolijamente lo que había sucedido con sus filmes recién estrenados: cuánto público asistió a verlos, de qué franja etaria; qué opinó la crítica, qué grado de satisfacción encontraron en los espectadores, cómo estaba siendo su camino por festivales internacionales… También gozó de mucha popularidad el boletín impreso en stencil con noticias y artículos sobre cine que traducíamos directamente del inglés y el francés, en un tiempo en que no había internet ni circulaban abiertamente publicaciones extranjeras de la temática. 

No idealizo aquellos años del Icaic. Hubo contradicciones, quizás alguna que otra arbitrariedad o censura, pero lo cierto es que se respiraba un clima de participación, alentado mayormente por los jóvenes, que comenzaban a fraguar sus obras con los short end de los rollos de negativos que quedaban de las filmaciones. También pasaron a directores de largometrajes documentalistas de obra sostenida, que habían esperado largamente por el ascenso en su carrera.

Los grupos de creación

Por entonces se instauraron, como un verdadero ejercicio de democracia que alentó Julio García Espinosa, a quien siempre tuvimos más como un cineasta que como un burócrata. Los directores se reunían, de acuerdo a sus afinidades electivas, en torno a un cineasta de reconocida ejecutoria.

A la cabeza de estos estaban Tomás Gutiérrez Alea, Humberto Solás y Manuel Pérez. En los grupos se decidía cómo emplear el presupuesto que la institución asignaba a cada uno, qué filmes se realizarían, si era prudente adelantar una obra de compleja y, por eso, costosa ejecución, o se optaba por emplear ese mismo monto en la realización de al menos dos películas de más modestos presupuestos, en la inteligencia de que la calidad de la obra no es directamente proporcional a los recursos que se empleen en su producción.

Tomás Gutiérrez Alea, Titón, estuvo al frente de uno de los grupos de creación del Icaic. Foto: Tomada de Africultures (online).

Asistí a varias reuniones de los grupos de creación. En las que me tocaron, constaté un sano espíritu crítico, por encima de las diferencias personales. Al final, la obra en cuestión, más que del director, era del grupo. Y la presidencia del Icaic que tenía derecho a veto participaba del diálogo a nivel artístico, sin imposiciones verticales. Era un mitin de cineastas, y el presidente no veía en los miembros del colectivo otra cosa que colegas. Se discutía a calzón quitado. De esos ejercicios críticos casi siempre se obtenían resultados favorables para el filme, sugerencias atendibles, puntos de vista que obligaban a replantearse escenas y secuencias. No estaban concebidos para “doblarle el brazo” a los directores, que en última instancia podían aceptar o no los señalamientos.

Entre 1987 y 1992, tiempo en que permanecí en plantilla en el Icaic, se estrenaron algunos notables largometrajes de ficción: Vampiros en La Habana (Juan Padrón, 1987), Clandestinos (Fernando Pérez, 1987),  Plaff (Juan Carlos Tabío, 1988), La bella del Alhambra (Pineda Barnet, 1989), María Antonia (Sergio Giral, 1989), Papeles Secundarios (Orlando Rojas, 1989), Adorables mentiras (Gerardo Chijona, 1991) y El siglo de las luces (Humberto Solás, 1992). En el lanzamiento de todos estuvo involucrado el Centro. Creo que hicimos un buen trabajo, que hubiera podido ser óptimo con más dedicación de nuestra parte.

Clandestinos (1987), fue uno de los largometrajes estrenados durante la estancia del autor en el Icaic. Foto: Tomada de IMDb (online).

Tengo un buen recuerdo de “mis años del Icaic”. Conocí allí personas enriquecedoras, aprendí a mirar el cine por dentro, hice amistades que duran hasta hoy, adquirí habilidades como editor de revistas, divulgador, comentarista de filmes; pasé talleres de guión cinematográfico, frecuenté a figuras internacionales de la talla de Hanna Shygulla, Robert Redford, García Márquez, Francis Ford Coppola, Héctor Alterio, Geraldine Chaplin, Klaus María Brandauer y George Lucas, por sólo mencionar unos pocos. 

Con Gerarldine Chaplin en la exposición de dibujo y pintura en homenaje a su padre. Vestíbulo del cine que lleva el nombre del genio que diera vida a Charlot en la pantalla. La Habana, finales de la década de los 80. Foto: Archivo del autor.

De todos habría muchísimas anécdotas que contar, en especial del director de Apocalypse Now, Cotton Club y la trilogía de El Padrino. Coppola venía por primera vez a Cuba a cumplir un reto: mostrarle a los estudiantes de la Escuela Internacional de Cine, Televisión y Video de San Antonio de los Baños que se podía llegar en 24 horas, trabajando en colectivo, al primer tratamiento de guión de un larga duración. Fue una jornada maratónica en la que, además, cocinó pasta para los alumnos y brindó generosamente vinos de los producidos por su familia hoy muy bien situados en el mercado, no puedo precisar ahora si cabernet sauvignon, merlot o pinot grigio. 

Era 1989, tres años atrás había fallecido en un accidente horrendo su hijo Gian-Carlo, y él seguía considerándose absurdamente responsable del siniestro porque, según sus propias palabras, debió haber estado el día fatídico en la lancha que pilotaba el actor Griffin O’Neal. Vi a Francis alejarse del tumulto de una cena que se ofrecía en su nombre en una casa de miramar, y echarse a llorar  sobre la arena, de cara a la noche estrellada de La Habana.  

George Lucas (izquierda) y Francis Ford Coppola (derecha) visitando la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños en 1989. Foto: Tomada de El Cine es Cortar (online).

¿Qué pasa, chévere?

Mis diferencias con Julio, las normales que generaban puntos de vista divergentes sobre algunos aspectos del trabajo, las dirimía directamente con él, frente a frente, y quedaban en su oficina, por muy acalorada que fuera la discusión. Al día siguiente, cuando nos encontrábamos en el elevador o en el pasillo del piso 7, me soltaba su habitual saludo: “¿Qué pasa, chévere?”, señal de que todo seguía por el curso que imponía el respeto afectuoso.

Acaba de conmemorar el Icaic su 65 aniversario de fundado. La celebración la asumí como propia. Creo que es un sentimiento compartido por todos los que una vez ahí trabajamos y aportamos a la cultura nacional en la medida de nuestras capacidades. Entonces el Icaic no era de nadie en particular, sino de todos, como debe seguir siendo. Ya dije que antes de ser formalmente trabajador del Instituto me sentía parte de él. Es así como me considero aún.

Para los años que vendrán habrá que abrir las puertas a la inclusión; y no se debe replicar ninguna de las instituciones ni prácticas que fueron exitosas en el pasado. Nuevos tiempos demandan un cine nuevo, y un cine nuevo exige otras relaciones artistas-institución si es verdad que el objetivo del cine cubano es contarnos con profundidad psicológica y jerarquía estética. Reeditar algo similar al Grupo de Experimentación sonora del Icaic (Gesi), pongamos por caso, está condenado a quedar en la caricatura. Ya eso tuvo su momento, altísimo e irrepetible. Hay que buscar por otros rumbos.

Mi corazón, fuerza es decirlo, está del lado de la Asamblea de Cineastas Cubanos. Ellos proponen un ejercicio cívico, constructivo, “desde adentro”,  del cual estamos urgidos, y no solo en la esfera del cine. Por razones más que visibles, el Icaic que fue ya no será. Ojalá se encuentre la vena a través de la cual se pueda insuflar sangre nueva al cine de nuestro país. Es lo menos que se puede esperar de cara al futuro.

Salir de la versión móvil