La complicada aventura de Adrián Ballesteros

Un alma humana vale por todo el universo”.

Miguel de Unamuno

Hace un tiempo que no sé de Adrián. Ni un leve rastro. De vez en cuando me pregunto qué estará haciendo. Uno debiera preocuparse más a menudo por los amigos, no por nada, no porque vaya a venir nadie adonde estás tú a recriminarte, sino porque la amistad que se descuida se aleja, se pierde, y no hablo en el sentido geográfico del asunto, del cual hemos aprendido suficiente. Me temo que con Adrián la amistad irá así, de camino a desvanecerse. Aunque, lo sé, estoy en posición de criticarlo en idéntica medida que él con relación a mí. Nos dimos la espalda mutuamente. Sucede que terminamos viviendo en dos puntos bien alejados entre sí de La Habana.

Si estoy en lo cierto, Adrián Ballesteros me llamó por teléfono a eso de las nueve de la mañana. Acordamos que pasaría por su casa después del almuerzo, colgué. Era agosto. Llegué a las tres de la tarde y lo primero que hice fue pedir un poco de agua. Adrián me trae un vaso de plástico con garabatos, después le digo que lo rellene y después que lo rellene una segunda vez. Empezó a recordarme una fiesta en el barrio. Estaban Edgar y El Pinto. Edgar se parece a Michael Ballack, El Pinto, al Ron Weasley de las películas. El Pinto se fue temprano. Adrián me dijo que si me acordaba de Yadira, la que fue del aula de Paumier, la que le gustaba desde chiquito y que estuvo ahí. Le digo que sí, que claro que me acuerdo.

— Pues, estamos juntos.

— ¿Y eso cuándo fue?

— Hace dos semanas, a lo sumo, pero no va a durar.

Era deducible. Adrián es blanco como las paredes de su cuarto, como su familia, y Yadira es negra. A Adrián le gustan las negras, no lo niega, pero se ha cuidado de la furia de la familia cuanto ha podido. Le aprobaron que trajera algunas novias mulatas, no se atrevió a más que eso porque los enfrentamientos eran memorables. De una de las muchachas, una tía sacó fotos y se las envió por correo electrónico a la madre de Adrián, que vive en Honduras. Las fotos iban acompañadas de un mensaje: “Mira, mamá, en lo que anda tu hijo”.

Presiente lo que vendrá con Yadira. Un terremoto, una estampida. Con suerte, no sería enfrente de ella y lo aplastarían a él solo. Me pide mi opinión. Yo me encojo en un asiento de metal gris, hojeo una revista española de cotilleo y digo que no sé pero que si le gusta, que siga adelante. Adrián dijo que Edgar y El Pinto le aconsejaron que la olvidara, que él podía tener mejores mujeres que esa “simia”. La palabra me causa una sacudida, como un susto. Es el siglo veintiuno y las personas escupen esos criterios. En los medios nuestros dicen que el racismo no es un problema en Cuba: ¿Qué se entiende por problema?, ¿que no se les prohíba a los negros la entrada a lugares significa que el racismo no es un problema?, ¿que tengan los mismos derechos…? Adrián se estira la camiseta con el nombre de Cuba en el pecho, el nombre de Cuba se alarga, luego me invita a una cerveza. Por supuesto, acepto. Una cerveza fría en agosto es que un hada de las buenas te agasaje la garganta. Bajamos a un quiosco, pedimos y nos contestaron que no había. La nevera estaba despoblada.

Al cabo de una semana, Adrián vuelve a llamarme por teléfono, tempranito. Yo no me había despertado del todo, había tenido una noche fea, con apagón en la madrugada, es decir, sin ventilador. Estaría medio despierto o medio dormido. Uno de los peores reveses en el verano de Cuba es que te toque una noche de apagón. Cuentas con la elección de dormir desnudo, sin embargo el calor se te echa encima igual que una frazada gruesa de las que entregaban a los guardias de las FAR o una pila humana. Si abría las ventanas, los mosquitos entraban en centurias. En serio, dormir plácidamente en tales condiciones es épico. Creo que en un momento dado me levanté y caminé de un lado a otro de mi cuarto como un perro que busca el lugar propicio para echarse. Creo que miré la luna y que la luna me pareció una sonrisa sádica en medio del cielo habanero, una sonrisa blanca en el cielo negro, se ve maravilloso. También creo que me esforcé y leí unas páginas de Tratado del amor clandestino o algo de un escritor latinoamericano. No sé si el calor nubla la memoria, pero un calor como el que hizo esa noche pondría en peligro la salud mental de cualquiera, lo juro.

De nuevo quedamos para luego del almuerzo. De nuevo llegué pidiendo un poco de agua y tomé tres veces y una porción de un cuarto vaso. Casi un litro.

Adrián Ballesteros me dice que se armó de valor y trajo a Yadira a casa. Fue insoportable. Advirtió a la familia que se acostumbrara porque le gustaban las negras y seguiría enamorándose de las negras, que no se cansaría de las negras; mencionó el proceso de la hermana de su abuela que se casó con un hombre negro y soportó las borrascas de la familia hasta separarse de ellos. Si bien la familia oyó la defensa de principio a fin y permanecieron mudos, no lo aprobaron, en realidad no dijeron que sí ni que no, siguieron mudos. Transcurrieron días sin dirigirse la palabra, la casa se les hizo de hielo aun con el calor que había, pero Yadira ha dormido en el cuarto con Adrián. Pudiera ser un progreso, al menos, dentro de esas cuatro paredes.

A mediados de septiembre, me topo con Adrián en la calle Obispo. Siempre en la calle Obispo he tenido la sensación de poder encontrarme a un conocido y a alguien que dejé de ver hace años. Obispo es una locura, un hormiguero. La gente marcha en direcciones opuestas como en cualquier otra calle, excepto que en Obispo las concentraciones son mayores y el área es estrecha, asfixiante. En las aceras apenas dejan centímetros libres. Los turistas van con frecuencia a Obispo. Se les ve marchar descuidadamente. No sé por qué los turistas se ven tan distraídos en La Habana, qué los distrae, no sé si lo serán en sus respectivos países hasta ese nivel que demuestran aquí, cómo no le cortan las tonterías a los personajes locales que los persiguen hablando español con acento de inglés, de italiano y de lo que se les ocurra, cómo no se enteran de que son la rocas que atraen a los percebes. Uno de esos percebes se le acercó a Adrián y le hizo una invitación. Por ser tan blanco, a Adrián lo toman por extranjero, por roca a la que pegarse. Es raro, yo nunca lo hubiera confundido, acaso porque lo conozco. Parece extranjero y no parece extranjero. La forma de caminar, de hablar, los gestos, lo diferencian.

Nos saludamos. Le pregunto por su historia con Yadira. Me dice que la ha dejado, que no lo consiguió, que lo horrorizaba la idea de salir y exhibirse con ella, que iba a perder puntos con ella delante de las demás mujeres, que si se hubiera estirado el pelo con productos luciría más bonita, pero lo mantiene natural, que él sí está consciente de que podía conquistar mejores cosas si se lo propone, como le dijeron Edgar y El Pinto, una rubia, una trigueña, una mulata adelantada a más dar. Yo me lo esperaba, mientras lo escuchaba hacía círculos con un dedo en una pared y me decía que yo me lo esperaba. No dije ni pío con respecto al tema, me fui enseguida con la excusa de que tenía que llenar los tanques cuando pusieran el motor del agua.

Ayer me vino a la cabeza una imagen: En una esquina de la sala de Adrián Ballesteros había un Eleggua, aunque el calor que hubo en agosto fue muy intenso, y ciertamente pudo haberme provocado alucinaciones. Debería llamarlo y salir de dudas.

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