Los ojazos de la doña

―Oiga, joven, ya terminó la película…

Así me despertaron una noche avanzada en el Chaplin, en el Festival de Cine Latinoamericano de La Habana. Me había trazado una meta difícil y corría de un cine a otro. Las imágenes se amalgamaban, los finales se confundían.

Muchos habaneros piden vacaciones en los primeros días de diciembre y se sumergen en la pantalla del mundo. Es una droga cinematográfica, un espiral, un maratón.  Unas veces, encuentras un filme largamente anunciado. Otras, entras a ciegas a la sala oscura y la decepción o la euforia te impulsan en busca de un nuevo título.

Por mis abuelos descubrí el cine, el nuestro. La una le decía al otro, con cierto aire de desparpajo: “Ese sí es un hombre”, cuando salía Jorge Negrete con su traje de charro y su voz portentosa. Cuando asomaba María Félix, con aquellos ojazos queriendo devorar la pantalla, mi abuelo se desquitaba: “¡Esa mujer… y mira lo que tengo en casa!”.

Doña Bárbara (1943), basada en la novela de Rómulo Gallegos, parecía hecha justo a la medida de la actriz mexicana. Impuso su carácter y su belleza fiera en Enamorada  (1946). Y, por supuesto, en Doña Diabla (1950), Tizoc (1957) y aun en 1970 con La generala. En realidad, el romance con La Doña no ha terminado nunca.

Los padres de mi padre pactaban una tregua ante las comedias de Cantinflas, y la noria volvía a girar junto a  las tanguedias de Carlos Gardel o Libertad Lamarque. Para ellos, era un rejuego que parecía encender viejas pasiones.

Nunca me he olvidado de María Candelaria (1943), drama con Dolores del Río y Pedro Armendáriz. Ella es lapidada bajo la suposición de que ha posado desnuda, mientras él la busca inútilmente en Xochimilco. Hubiese querido detener aquel fotograma para que no le rozara la primera piedra.

No sabía entonces que apreciaba el resultado del llamado Cuarteto de Oro del cine mexicano que formaban además la fotografía de Gabriel Figueroa y la mano de Emilio “El Indio” Fernández en la dirección. Por tierras aztecas, entró el cinematógrafo de los Lumiere a la América Latina, en el estertor del diecinueve.

A la vuelta de los años, algunos miran esa abundante producción por encima del hombro, como si fuera posible hablar de un nuevo cine, sin extasiarse ante sus ídolos o rabiar ante sus tramas; sin reconocer las bases tendidas en tanto industria, distribución, arte y público.

Esa filmografía latinoamericana ―léase mexicana y argentina― se apuntó el mérito en sus mejores años de convivir con  Hollywood en el gusto de millones de espectadores del Bravo a la Patagonia, e incluso de destronarlo. Y los cubanos, se apuntaron entre sus espectadores más entusiastas.

Negar el viejo cine latinoamericano, apunta solo a la filosofía de superarlo; jamás de desconocerlo.

Potencias en historia y ternura

Pero, ¿cuándo comenzó la clarinada de un nuevo cine en la región con una mirada crítica, capaz de desmarcarse del derroche de folclor, la tragedia pueblerina o el cine de señoritas casaderas y grandes mansiones?

Quizás habrá que buscar las primeras sacudidas en  Luis Buñuel con Los Olvidados (1949) y su escena final de miseria-violencia que jamás se olvida. Y seguirlo en el cine más al sur,  con  La casa del ángel (1956) de Torre Nilsson,  el documental Tire-Dié (1958) de Fernando Birri y las manos tendidas de los niños tras un tren, o en La hora de los hornos (1960) de Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino.

Cuba puso lo suyo con una mirada crítica sobre la vida de los carboneros de la ciénaga de Zapata en El Mégano (1955) de Julio García Espinosa y la colaboración de Tomás Gutiérrez Alea. ¡Que dueto!.

Brasil deja el pintoresquismo ―con samba incluida―, para girar hacia las profundidades. El llamado Cinema Novo se erige en una revolución estética. Entre la experimentación y el delirio, la exhuberancia y el testimonio, emergieron Vidas secas (1963) de Nelson Pereira Dos Santos o Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) de Glauber Rocha.

Jorge Sanjinés funda en Bolivia el grupo Ukamau. El dolor cobra nombre en Yawar Malku / Sangre de Cóndor. El propio maestro intentará explicar la singularidad de nuestro cine: “Los latinoamericanos podemos hacer el mejor cine del mundo, porque somos ricos en humanidad, en sinceridad, porque somos una potencia en historia y en ternura”.

El Festival de Cartagena de Indias se inaugura en 1960. Santiago Álvarez hace ¡Now! en 1965. Viña del Mar resulta un punto de partida en 1967 con el entusiasta Aldo Francia y su Club. Titón filma Memorias del subdesarrollo. Raquel Revuelta pasa de la euforia a la locura en Lucía de Solás. 1968 será un año irrepetible para el séptimo arte en Cuba.

Hay cine en la región antes de los Corales, lo hemos apuntado; pero en justicia, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana le ha otorgado nueva dimensión en sus citas ininterrumpidas desde 1979.

Cine de los afectos especiales. Cine hecho con los riñones y las uñas  Cine nuestro, donde los ojos de La Doña devoran la pantalla, todavía.

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