Melaza con un dejo amargo

El más reciente éxito internacional del cine cubano se titula Melaza y acaba de llegar a las pantallas de estreno habaneras luego de prolongada espera. Estandarte del cine joven e independiente erigido por Producciones de la 5ta. Avenida (los encargados de la memorable Juan de los Muertos), la película reúne a un grupo de bisoños profesionales del cine, desde el director y guionista, Carlos Lechuga, recién egresado de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, hasta los productores Claudia Calviño e Inti Herrera, el editor Luis Ernesto Doñas, o los protagonistas, Yuliet Cruz y Armando Miguel Gómez. Y precisamente los actores constituyen una pieza clave en esta historia de amor entre un hombre y una mujer empeñados en sobrevivir decentemente, en las difíciles circunstancias impuestas por la clausura de la industria azucarera.

Difícil resulta encontrar en el audiovisual cubano otra obra con tanta sensibilidad por la belleza del cañaveral mecido por el viento, la guardarraya que se bifurca entre verdores, y del palmar o el batey vistos cual emblemas de cubanía primigenia y atávica. También aparecen del abandono y la ruina de un central azucarero cerrado por tiempo indefinido. Al igual que el reconocido documental deMoler (2004, Alejandro Ramírez) pero con mayor insistencia en la sublimación del garbo y la belleza bajo presión, Melaza examina los modos de supervivencia de los miles, tal vez millones de cubanos que asistieron a la pasmosa suspensión de una actividad económica entendida cual divisa económica, política y cultural de la nación a lo largo de por lo menos un par de siglos. La consiguiente desorientación y penuria constituyen temas centrales de esta ópera prima cuestionadora y apreciable, aunque en términos generales, el panorama descrito por la película parece más propio de mediados de los años noventa que de la segunda década del siglo XXI cuando se observan ciertos síntomas de recuperación en la industria azucarera.

Cercana a producciones como Boleto al paraíso (2011, Gerardo Chijona) o Penumbras (estrenada en 2012 bajo la dirección de Charlie Medina, y que por cierto cuenta con guión de Carlos Lechuga) Melaza porta la más vívida representación de la dignidad (a lo largo de catástrofes morales que algunos llamaron “crisis de valores”) y descubre la esencia infamante y reductora de toda miseria material. Y la principal virtud de la película consiste en revelar las amargas verdades y las fallas éticas que quedan en el fondo de una imagen polícroma y conscientemente amable tanto de la campiña cubana como de los muy fotogénicos protagonistas.

Aunque a ciertos espectadores ilustrados se les escucha diciendo que la película es demasiado linda para ser pesimista, y demasiado desencantada para complacer a todo el mundo, el director-guionista y sus colaboradores quisieron desmarcarse de la vocación miserabilista y ruinosa (que domina cierto sector del cine cubano a la hora de hablar de los problemas contemporáneos)  y también intentaron apartarse de la pertinaz tradición del cine cubano, siempre oscilante entre lo trágico-melodramático y lo humorístico “con pulla”, como algunos denominan las películas o programas de televisión que aluden crítica, y veladamente, la vida del presente en Cuba.

Carlos Lechuga se distancia en su primera película de propósitos expeditos como provocar la risa a ultranza o recargar la impotente desesperanza de un espectador atribulado. El auditorio de esta película, que seguramente será numeroso, deberá hacer un esfuerzo por atravesar la tragedia y el humor dentro de una construcción narrativa a ratos fragmentaria, concebida en episodios pautados por tonos tan diversos que a veces resultan paradójicos, y un tanto deshilvanados, dentro de una línea anecdótica dedicada a describir las pruebas o retos que enfrenta esta pareja de jóvenes industriosos, inconformes y muy tensos con la abulia y el estancamiento que domina el batey.

En su anterior cortometraje Los bañistas (2010) premiado con un Coral en La Habana, Lechuga describía el itinerario de un entrenador de natación y sus pupilos, quienes se sublevan ante la contingencia de la piscina vacía y el destartale generalizado. Melaza reincorpora tal situación tragicómica de nadadores “al vacío”, y se inspira tal vez en el choteo cinematográfico estilo Juan Carlos Tabío, Daniel Díaz Torres o las comedias de Tomás Gutiérrez Alea, para burlarse de la burocracia, la propaganda huera, el dogmatismo y las consignas mal asumidas. Y entonces, a través de su quizás demasiado cuidada fotografía, se presenta la elegía de los aciertos y errores de una pareja negada a los andrajos o la nulidad, gente decidida a encarar las crisis y el tiempo muerto, y a pelear como leones por resguardar su familia y lo que resta de su dignidad.

Melaza es una de las películas cubanas recientes (junto con El cuerno de la abundancia o La película de Ana) que se preocupa y ocupa de temas tan concretos y urgentes como ciertas actividades ilícitas, el salario que no alcanza, la venta ilegal de carne de res, la menguada cuota de la bodega, y el problema de “poner un plato de comida todos los días en la mesa”, como dice uno de los deteriorados personajes. A la incuestionable franqueza de esta película, súmense virtudes como la capacidad de su director para crear belleza, generar suspenso, y proponerle al espectador interrogantes cuyas respuestas se van ofreciendo a lo largo de un recorrido dramático circular cuyo epílogo recuerda el prólogo. Y así, se redondea una película amarga por necesidad, franca por decisión de sus hacedores.

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