Se vende ¿se compra?

Jorge Perugorría prueba con Se vende que se conoce parte de esa fórmula que hizo en los 80 y los 90 la comedia cinematográfica cubana. Fue de hecho el rostro de algunas de ellas, de las más graciosas como Lista de espera (Juan Carlos Tabío), y de las más cáusticas como Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Tabío).

Este filme repite el homenaje que viene haciendo a los clásicos del ICAIC desde su cinta anterior Amor crónico. En aquella película no era realmente crónico el amor por el pastiche, especialmente porque le daba un poco de agua al dominó del documental sobre giras artísticas (en este caso de Cucú Diamante) con la aparición a solaz y sin pretensiones de notables actores cubanos para recrear escenas que todos los del patio guardamos en la memoria. Sin embargo, con Se vende, el guiño se convierte en tic y nos deja quizás un poco nerviosos.

Escasean los cuadros de Se vende donde no se nos regale una referencia política o cinéfila, donde no se mencione “La lucha” o un “homenaje a Titón y Tabío”. Estos miles de lazos a otras realidades darían sangre a la realidad del propio filme, la volverían más compleja, de no ser tantos, al punto de que comienzan a estrangularla, a competir con los significados que anuncia la historia en sí.

Nuestro público, es cierto, necesita de esas costuras dobles, las busca cuando va al cine y si no logra establecer esa química, lectura cómplice, con la cinta, se siente muchas veces estafado. Perugorría se muestra muy consciente de ese pacto implícito que se establece entre un realizador cubano y los espectadores, sabe que el cine nacional ha devenido una especie de periódico que habla de “lo que anda” y cuando el espectador reconoce el dato enmascarado suelta la carcajada. Se vende, por eso, ofrece mucha tela por donde reír, y se ríe uno de lo lindo con ella, y de lo feo también que suele ser en nuestra Isla agridulce más gracioso todavía.

En cambio, esta búsqueda perenne de la broma afecta la continuidad del filme y atenta muchas veces contra el desarrollo lógico de ciertas escenas y la evolución de los personajes. Y, más allá, uno percibe que el director aspira a repasar los momentos de rigor a los que tributaba una comedia cubana en los 90. Por ejemplo, se emborrona un tanto la descripción de la protagonista como una joven agobiada por la profanación de los restos de sus padres, cuando en la misma noche en que los exhuma y mientras se encuentran de cuerpo presente en su propia casa, decide echarse cubos de agua e ir a la cama con un hombre que conoce hace muy poco.

Igualmente son prescindibles algunos momentos como aquel donde Salvador Wood recapitula los dolores de cabeza de Juanchín para enterrar a su tío en La Muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea), por mucho que estos pocos segundos son testimonio elocuente de que seguimos frente a un gran actor. Otros parlamentos de poca nitidez política son los que caen en la boca de Raúl Pomares.

Entre largos metrajes de pesimismo como Larga distancia (Esteban Insausti), La guarida del topo (Alfredo Ureta) o Fábula (Lester Hamlet), podríamos llegar a creer que no transitamos por una década de comedias. El hecho de que (afortunadamente) aparezcan en la pantalla grande títulos como La película de Ana (Daniel Díaz Torres) o Se vende desmiente lo anterior. Sin embargo, es bueno tener claro de qué nos reímos. La risa de los 90 fue generalmente la punta de un iceberg de cuestionamientos sociales y mucha (seria) inconformidad.

La película de Ana, no por gusto del mismo director de Alicia en el pueblo de Maravillas, continúa esta tradición. Al igual que Perugorría, Daniel Díaz Torres explora los límites entre lo que uno está dispuesto a prostituir y lo que no, ahora que vivimos tiempos en los que quizás todo lleva ese y dos barras. Ana, en cambio, termina encontrando esa frontera en que decirle que sí a los dólares le cuesta demasiado caro. Al parecer, la protagonista de Se vende, un tanto dubitativa al comienzo, termina convenciéndose de lo contrario, que el camino hacia la felicidad se pinta con verde billete.

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