¿Te atreves a un almuerzo lezamiano?

Estás asistiendo al almuerzo que ofrece doña Augusta en las páginas de Paradiso, capítulo séptimo. Después de esto podrás decir que has comido como un real cubano”.

Así escribe Senel Paz en el cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo, Premio Juan Rulfo (Radio Francia Internacional, 1990). Basado en esa obra y con guión de su propio autor, se estrena tres años después, la cinta cubana Fresa y Chocolate.

El filme resultó premiado, incluido un Oso de Plata en Berlín, el Coral del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, la candidatura al Oscar y el Premio Goya. Su mensaje de respeto hacia las diferencias —por orientación sexual, ideológicas, humanas―,  tuvo un profundo impacto en la sociedad cubana. Y más allá.

El almuerzo lezamiano salió del libro y se proyectó en  pantalla grande. Diego (el crítico de arte homosexual que interpreta Jorge Perugorría) invita a David (estudiante y militante de la Unión de Jóvenes Comunistas). La encargada de las compras será la vecina Nancy (Mirta Ibarra). Asombrada, esta responde:

–Pero, Dieguito, ¿¿un almuerzo lezamiano?? ¡Eso es como cien dólares!

Se entiende, en Cuba  tal cantidad es una fortuna para el cubano de a pie.
José Lezama Lima (1910-1976) es un gigante de la literatura cubana. Su novela Paradiso vio la luz en 1966 en medio del boom de la literatura latinoamericana. Definida  como un viaje hacia la sabiduría, la obra incluye la famosa cena —adaptada en horas e ingredientes en la cinta―, pero viva en su esencia.
La cena lezamiana es un regalo al paladar, en el espíritu más barroco del escritor.

Es un pretexto para excitar el hedonismo a través de sabores y colores. Es el espíritu de la cultura cubana, refundido a través de los siglos y las geografías.
La cena lezamiana es la creación de una atmósfera. Está plena de símbolos: el mantel blanquísimo de las grandes ocasiones, el entrante, la crema de frutas tropicales,  los mariscos, la remolacha que deja su mancha en el nácar de la tela.

La cena lezamiana es la rica conversación. Y por supuesto, el café y los puros, disfrutados en un portal que mira hacia el Malecón habanero, hacia el mar infinito. Cuba asoma por sus olores.

¿Cena literaria?

Tomemos unos fragmentos de Paradiso. Sentémonos a la mesa con Lezama:

“Doña Augusta destapó la sopera, donde humeaba una cuajada sopa de plátanos. Los he querido rejuvenecer a todos  —dijo― trasportándolos a su primera niñez, para eso he añadido a la sopa un poco de tapioca. Se sentirán niños y comenzarán a elogiarla como si la descubrieran por primera vez (…).

“Hizo su entrada el segundo plato en un pulverizado soufflé de mariscos, ornado en la superficie por unas cuadrillas de langostinos (…), unidos por parejas, distribuyendo sus pinzas, el humo brotando de la masa apretada como un coral blanco  (…).
“El friecito de noviembre cortado por rafagazos norteños que hacían sonar la copa de los álamos del Prado, justificaba la llegada del pavón sobredorado, suavizada por la mantequilla las asperezas de sus extremidades, pero con una pechuga capaz de ceñir todo el apetito de la familia y guardarlo (…).como en un arca de la  alianza.

“Al final de la comida, doña Augusta quiso mostrar una travesura en el postre. Presentó en las copas de champagne la más deliciosa crema helada  (…).Un coco rayado  (…) más otra conserva de piña rayada, unidas a la mitad de otra lata de leche condensada (…)”.

¿Te atreves a un almuerzo lezamiano? Recuerda  ―platos y bolsillo aparte—, escoger muy bien a tus invitados. Y que lo disfrutes.

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