Una pregunta que vale más que mil imágenes

En una escena de la película Memorias del subdesarrollo (Alea, 1968), el periodista estadounidense Jack Gelberg pregunta: ¿Por qué, siendo la Revolución Cubana un proceso que rompe con todas las ideas arcaicas, recurre a métodos tan convencionales como la mesa redonda para generar un debate? ¿Por qué no intenta métodos más dinámicos para establecer un diálogo con el público? Esa, como muchas otras interrogantes que se presentan en el filme, guarda una impresionante vigencia. Premoniciones que rondan aún.

Los viajes en el tiempo siempre han sido una propuesta arriesgada. El cine y la literatura nos han demostrado que no importa si lo hacemos al pasado o al futuro, siempre terminamos huyendo desesperadamente de allí. Supongo que en general el ser humano es una criatura de su tiempo, inconforme, tan prisionero de sus emociones y sentimientos que no pudiera vivir feliz bajo otros contextos.

Solo el arte puede hacer ese viaje a otra dimensión. Una experiencia igual de traumática, ya que cada generación tendrá sus propias maneras de interpretar, manipular o releer las obras y, desde luego, la Historia.

El Walker Art Center de Minneapolis en Estados Unidos acaba de proponer uno de esos viajes en el tiempo, utilizando varias películas del llamado cine clásico cubano de los 60 para intentar responder a la pregunta: ¿Cómo son de revolucionarias hoy las películas de la Cuba revolucionaria?

Pero… ¿Qué se entiende por Revolución Cubana o, por películas revolucionarias? ¿Qué pueden saber los espectadores en Minneapolis sobre Cuba? ¿Hablamos de Revolución desde un punto de vista ideológico, una concepción política, un hecho estético, una manera de comprender el mundo, de cambiar las formas artísticas o, de romper un modelo? Incluso, pudiéramos preguntarnos: ¿qué es ser revolucionario hoy?

Los filmes que integraron la muestra han sido exhibidos muchas veces, ellos son: La muerte de un burócrata (Alea, 1966), Memorias del subdesarrollo (Alea, 1968), Lucía (Solás, 1968) y De cierta manera (Gómez, 1974); pero, a diferencia de otros, estos han logrado sobrellevar el paso del tiempo, es decir, pudieran haber sido filmados ahora mismo.

Todos experimentaron con el lenguaje, rompieron con los modelos de representación impuestos por Hollywood, asumieron las experiencias creativas llegadas de las vanguardias europeas y colocaron a sus personajes en conflicto con las circunstancias, enfrentados al contexto e intentando reescribir, con sus acciones, la Historia.

Fui invitado, junto a los críticos Dean Luis Reyes, Juan Antonio García Borrero, Alejandro Veciana, el inglés Michel Chanan y la realizadora Oneyda Gonzáles al dossier que, desde el análisis teórico, acompañó la muestra que por varias semanas tuvo lugar en el modernísimo centro cultural de Minnesota. Cada uno tuvo oportunidad de ofrecer su mirada sobre los filmes, el contexto y su influencia, o no, en los creadores jóvenes.

Volviendo a nuestra interrogante, diría que sí, aquellas películas (y otras) fueron revolucionarias, no solo porque se hicieron en los momentos crepusculares de la Revolución Cubana, o porque son hijas de un amplio proyecto cultural iniciado por la Revolución y que, en el campo del cine, quedó legitimado alrededor del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), creado por ley en marzo de 1959.

Aquel “nuevo cine” o cine imperfecto, como pretendía llamarlo Julio García Espinosa, se distanció de todo lo que se había realizado antes en Cuba, y fue parte activa de una acción política de gran envergadura, en una época en que se pensaba que una película podía cambiar el mundo.

Los cineastas cubanos de los 60 creyeron que tal cosa era posible. Fueron, aun en sus discrepancias o recelos con el camino que la Revolución iba tomando, parte de ese cambio que no solo se operaba en el campo cultural, sino que también transformaba toda la sociedad.

Las cámaras del ICAIC estaban en todas partes intentando captar los grandes procesos y también los detalles. Y he aquí donde se produce el punto de inflexión en el cine nacional, en la mirada que tienen los artistas de su realidad. ¿Importa más retratar la épica colectiva, o el conflicto individual? ¿Debemos mirar las cosas en un plano general, o en close up? Sí, es cierto, la Revolución ha llegado para transformar muchas cosas en la vida de todos, pero… ¿a qué precio? ¿Qué hay más allá? ¿Y la gente? ¿Qué piensan los individuos? ¿Deben simplemente aplaudir y sumarse entusiasmados a la gran causa colectiva, o también pueden pensar, cuestionar, preguntar o negar?

Las obras de Alea, Solás o Sarita Gómez (¡y la de Nicolás Guillén Landrián!) son buenos ejemplos de esas indagaciones.

A fines de los 60 se impuso la severidad y el dogmatismo. Entonces, preguntar –y mucho más impugnar– ya no era parte sustancial del “ser revolucionario”. Una gran paradoja porque justamente las revoluciones nacen de una impugnación. El arte, se decía, era “un arma de la Revolución” y las cosas empezaron a trastocarse y los artistas a sufrir por ello.

La acertada selección del Walker Art Center coloca al espectador estadounidense actual ante grandes obras cubanas, modelos, clásicos de una cinematografía que dejó una huella en el cine hispanoamericano. Pero no son películas de museo, filmes para curiosos o arqueólogos, tienen plena vitalidad.

El caso de Memorias del subdesarrollo, y de su director, es paradigmático. Un respetado artista que aún sirve de inspiración y culto para los más jóvenes realizadores cubanos, que con sus cortos y películas actuales le rinden tributo a través de citas, secuencias, palabras o gestos de sus personajes.

Como se sabe, ya la producción fílmica cubana no pertenece solo al ICAIC. Desde finales de los 90 hay una extensa obra realizada de forma alternativa a la industria oficial. Jóvenes (y otros no tanto) que, gracias a las nuevas tecnologías, llegan al cine o la televisión sin pasar por las estructuras del emblemático instituto estatal. Muchos de sus documentales y películas no siempre encuentran espacios de exhibición en salas nacionales (que aún son controladas totalmente por el Estado cubano), ya que son calificadas de incómodas, o “contrarias a la Revolución”, en una extraña y particular interpretación subjetiva hecha desde el poder acerca de lo que es, o no, revolucionario.

Estamos hablando de una “clasificación” marcadamente ideológica, porque el debate nunca se desplaza hacia el ámbito de la creación o el lenguaje artístico. Para colmo, es dictada por un fantasma, alguien que nunca presenta su rostro. De hecho, no existe debate y frecuentemente algunos filmes (y obras de teatro, textos, canciones, libros, pinturas o artistas) se prohíben y ya está.

Hoy Cuba es un país como cualquier otro, que sueña y padece muchos problemas que existen en este mundo. Ha tenido que lidiar muy duro por mantener su independencia, aunque se ha vuelto cada vez más dependiente del dogmatismo y su propia burocracia, la misma que tanto preocupaba a Jack Gelberg. Por supuesto, nada es lo que era y el entorno de los 60 no es el de hoy. Desde adentro y el poder, la Revolución es invocada como un talismán salvador, un salto en el tiempo, una puerta que lo divide todo en antes y después, es el joker del juego de cartas, la palabra que anula todo debate.

No creo que los jóvenes cineastas cubanos piensen en ella para rodar un plano. Piensan en los relatos que desean contar, los que ven en sus calles y esquinas, las historias que les corren por la sangre, sus conflictos y angustias personales, sus obsesiones y deseos. Más del 75 por ciento de los habitantes de Cuba nacieron después de 1959, son hijos o nietos de ese proceso, heredando de manera natural todos sus contrastes. Lo que existe para ellos hoy es su propia vida, el mundo que les toca vivir, el presente que pueden palpar. En resumen, piensan en su país, que es Cuba, una isla pequeña, pero de extraordinaria y convulsa Historia que tiene también a casi dos millones de sus hijos viviendo lejos de ella y cuyo relato no es ni será solo el de la Revolución Cubana.

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