Casi un siglo de Guerra en la danza

Ramiro Guerra. Foto: Titina.

Ramiro Guerra. Foto: Titina.

Desanda los mismo pasos una y otra vez en su “torre de marfil” del piso 14 en Infanta y Manglar. Llega al final del pasillo y entra en su santuario: el lugar donde aparecen dispersos casi todos los libros sobre Isadora Duncan –a quien admiró como a nadie más–; las ánforas de cualquier parte del mundo que, de tantas, parecen una obsesión de coleccionista; y la computadora inútil en un rincón de la casa. Abre la ventana frente al escritorio mientras observa La Habana, un cuadro con vida que le cabe en los brazos si los abre desde la altura, y le quita un tajo al aire entrante que le llena de bríos la pesadumbre del cuerpo, ligeramente encorvado.

Ramiro Guerra convive solo con sus memorias, depositarias de nombres, hechos y fabulaciones que en suma constituyen las historias de un hombre en la danza o de la danza en el centro de un hombre.

“Yo tenía una novia que estudiaba con el Maestro de ballet, Nikolai Yavorsky, en la época de Proarte Musical. Ella me llevó allí para que viera una clase, y me gustó. En ese momento todavía aquí no había bailarines profesionales. Enseguida me aceptaron en la compañía y me pusieron a bailar aunque yo nunca fui amante del ballet clásico”.

“Para entrar a Proarte me cambié el nombre, pues había muchos prejuicios con el hombre en la danza. Yo soy Pedro Ramiro Guerra Suárez y me inscribí como Pedro Suárez”.

En Cuba dio los primeros pasos de la mano de la profesora rusa Nina Verchinina. Pero este nonagenario apresura los recuerdos en busca de su arribo a la ciudad de los rascacielos. “Cuando llegué a Nueva York ya tenía noticias de Marta Graham, bailarina y coreógrafa estadounidense, a quien le pedí una beca para estudiar en su instituto. Pero me lo negaron porque esa facilidad existía solo para alumnos estadounidenses. Sin embargo, aceptaron que tomara clases con ellos sin pagar. En ese momento pensé que me convertiría en su bailarín, pero resulta que todos eran muy altos”.

“La técnica de Graham era maravillosa y yo la adquirí en poco tiempo. Respondía a una cantidad de acciones físicas, de personalidad y del torso que estaban en mi cuerpo y que encontré en los cuerpos de los cubanos”, poseedores –por su constitución– de movimientos fuertes, angulosos y cortantes, según estudió de regreso a la Isla durante los años 50.

“Eso fue algo que no inventé yo, sino que responde a una inquietud de trabajo con antecedentes en la historia. Pero me permitió crear una compañía, escoger mis bailarines y conformar un repertorio muy grande”, cuenta.

Ramiro Guerra. Foto: Titina.
Ramiro Guerra. Foto: Titina.

En 1959, “se oficializó el Conjunto Nacional de Danza Moderna, el cual integré junto a 30 bailarines: 10 blancos, 10 negros y 10 mulatos. Antes que todo debían tener una gran belleza física. De ahí surgieron Eduardo Rivero, Gerardo Lastra, Luz María Collazo, Eddy Veitía, Menia Martínez, Lorna Burdsall, así como Cira Linares en su inolvidable personaje de la Medea vengadora en la obra Medea y los negreros. Y muchos otros”.

“Recogía todos esos mitos antiguos y los revertía como si fueran en Cuba. Buscaba la inspiración en los clásicos universales y en los nuestros. Suite Yoruba resultó una de las más premiadas en el extranjero, El Impromptu galante… Pero el más importante fue Decálogo del Apocalipsis, que nunca se estrenó, pero sí se montó”. Comenta mientras un brillo en sus ojos delata su orgullo. “Yo estaba más allá de la modernidad. Hice en Cuba cosas inexistentes aquí y afuera. Fui el primero en tirar a mis bailarines por la calle, de los que desnudó a figuras masculinas y femeninas”.

Pero el esfuerzo de la mente nonagenaria rompe la cronología de los hechos. Entonces, detiene sus palabras y tantea un anaquel de libros a su lado, de donde toma Yo Publio, confesiones de Raúl Martínez, quien lo involucra en pasajes polémicos y controvertidos.

“Toda la gente de cultura de mi época eran amigos míos. Fernando Alonso una vez me invitó a Camagüey a montar el espectáculo El canto del ruiseñor, y con el ballet folklórico también hice cosas muy interesantes”.

“El primero que monté fue Toque, con música de Argeliers León. Tuve un gran contacto con Juan Blanco: Mambí lleva su música. Asimismo me une a Leo Brouwer un trabajo muy especial”.

A modo de semblanza vuelve su mirada al pasado, pero la ceguera del tiempo nubla algunos recodos de la conciencia. Entonces revela que la escritura de su biografía está a punto de terminar. “El título será La memoria fragmentada, aunque me sugirieron ponerle La memoria fermentada porque será ‘muy caliente’ –precisa mientras carcajea–. En ella aparecerán algunos secretos de mi vida sentimental”.

Y en esa confesión pronuncia el nombre de una mujer del mismo modo en que la siente. Pero deja los temas del corazón y vuelve a su otra pasión.

“Encuentro muy interesante la obra de Rosario Cárdenas. He visto algunas cosas de George Céspedes que también me gustan. Pero resulta que ningún bailarín de hoy está viviendo la situación en que yo hice a los míos. No se sienten tan comprometidos como antes: se van”.

“La falta de disciplina lacera la danza. Ahora todos la aprovechan para viajar y ganar dinero. El artista se ha comercializado mucho y antes esa palabra en el arte era pecaminosa. Antes hacía cosas también fajándome con las circunstancias, y ahora sí no haré nada más porque hay que luchar tanto…”.

Impresionan el peso y la vigencia de sus criterios aun cuando su retiro lo abstrae de los temas de actualidad en el mundo cultural, y ya no visita los teatros de la ciudad. Pero es un visionario, un intelectual imprescindible…

“Cuba tiene hoy un nombre en el mundo de la danza. Nada hay que envidiarle a nadie porque hemos creado un prestigio internacional con el que hay que contar”.

Y así pasa página. Vuelve a su rutina de siempre ambientada con Mendives primigenios, cebollas regadas en ceniceros y esquinas y naturaleza muerta en fotos de familia que habitan el piso 14 de un edificio en Infanta y Manglar.

Ramiro Guerra. Foto: Titina.
Ramiro Guerra. Foto: Titina.
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