Despidiendo a Rosita

En el trayecto no faltaron los aplausos, los vítores, las lágrimas de los admiradores, ajenos al sol despiadado y la amenaza del coronavirus...

El último adiós a Rosita Fornés de su pueblo en el Teatro Martí, La Habana.Foto: Otmaro Rodríguez

Este martes, Blanca Rosa Oliva salió bien temprano de su casa. No eran aún las ocho de la mañana, y ya esta jubilada caminaba desde su vivienda, situada en los alrededores del parque Aguirre, cerca de la Universidad de La Habana, rumbo al Teatro Martí, en La Habana Vieja, donde en poco más de dos horas comenzarían las exequias de Rosita Fornés, la gran vedette de Cuba.

“No podía faltar”, dice Oliva, elegantemente vestida y protegida con su nasobuco, quien se declara una “admiradora de siempre” de la Fornés. Por eso, y porque es “una caminadora”, se atrevió a desandar por tres municipios habaneros y ser una de las primeras en rendirle tributo a la artista cuando las puertas laterales del teatro se abrieron al público que ya esperaba, impaciente, la oportunidad de dar su último adiós a la cantante, bailarina y actriz.

“No podía faltar” dice Blanca Rosa Oliva. Foto: Otmaro Rodríguez.

“Rosita era una artista única, excepcional, todo lo hacía bien”, comenta a OnCuba tras salir del Martí y dejar atrás las vallas que atraviesan de lado a lado la calle Dragones, a pocos metros de Prado, mientras la gente que pasa mira con curiosidad hacia el teatro desde la distancia.

“Es una pena enorme que haya fallecido. Pero al menos descansará aquí en La Habana, en su tierra. Y estoy segura de que como mismo fue muy querida en vida, los cubanos nunca la vamos a olvidar”, afirma esta viuda que, como muchos de los que fueron hasta allí, depositó una rosa roja cerca del féretro de la vedette, en el lugar reservado para ello en el interior del coliseo.

“Ahora regreso caminando ―dice a manera de despedida―, pero por la sombra, porque el sol ya está fuerte, y evitando pasar por donde haya mucha gente, que hay que protegerse del coronavirus. Pero es que realmente no podía dejar de venir.”

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Como Blanca Rosa, cientos de personas desafiaron la distancia y el azote del sol para caminar este martes hasta el Teatro Martí. A una cuadra de su entrada, por la calle Zulueta, comienza la fila que se extiende más allá de Teniente Rey y en la que policías y guardias de seguridad del teatro procuran mantener la separación entre los asistentes.

El último adiós a Rosita Fornés de su pueblo en el Teatro Martí, La Habana.Foto: Otmaro Rodríguez

Son las once de la mañana y la fila se mueve con lentitud. Los guardias demoran en permitir el avance en grupos pequeños, que tras el visto bueno caminan hasta donde los esperan otros guardias. En los alrededores se mueven policías, oficiales del Ministerio del Interior, personal sanitario ―a un costado del Martí hay parqueada una ambulancia― y fotógrafos de prensa extranjera, que a esta hora no han sido autorizados a entrar al teatro.

“Parece la cola del pollo, pero con cámaras”, bromea Roberto, que va delante de mí, y su acompañante, Juan Carlos, lo reprende. Con algo tan sagrado como Rosita no se juega. Por eso, me dice, no le parece bien que vendan las rosas rojas ahí mismo, junto a las vallas de entrada, donde acaba de comprar dos, una para cada uno, y no más atrás en la fila, o en un quiosco montado en las cercanías, donde se hubiera notado menos y hubiese sido más “elegante”.

“Pues yo las hubiera regalado en vez de venderlas a 5:00 pesos ―contrataca el otro―. Rosita era una gloria de este país y ya es bastante con que su funeral haya tenido que hacerse en medio de la pandemia. Al final, mucha gente ni las compra. Si las hubiesen regalado, todo el mundo entraría al teatro con su flor. Es lo menos que ella se merecía.”

Rosas rojas para la Fornés, en su despedida en el Teatro Martí, La Habana.Foto: Otmaro Rodríguez

Roberto lleva sombrero, por el sol, me dice, y Juan Carlos acota enseguida que en realidad es para ocultar su incipiente calvicie. “¿Quién ha visto un peluquero calvo?”, es ahora él quien bromea, pero el atacado, lejos de molestarse, sonríe divertido: “Pues si me quedo calvo me pongo peluca”.

“¿Rosita habrá usado alguna vez peluca?”, se pegunta de pronto, y otra vez Juan Carlos cambia de tono: “No, niño, no lo creo. La Fornés era auténtica, una mujer como las que ya no hay. Ya quisieran muchas que hoy se dicen divas tener la mitad del glamour que ella tenía”.

Lejos de bromear, Roberto asiente respetuoso mientras camina. Estamos ya a un costado del teatro, a unos metros de sus puertas laterales, y otra vez tenemos que detenernos unos minutos. Un guardia vuelve a marcar la separación entre nosotros y nos repite, como ya han hecho otros en la fila, que una vez adentro no podemos hacer fotos con los teléfonos celulares.

Finalmente nos autorizan a pasar, pero aún antes de franquear los muros nos toman la temperatura con termómetros digitales y miradas severas. Si de casualidad alguien es descubierto con fiebre o síntomas respiratorios, será sacado inmediatamente de fila y llevado hacia la ambulancia. Afortunadamente, todos los del grupo parecemos estar bien y comprobarlo brinda un toque de alivio. Después de todo, llevamos un rato cerca unos de otros, aunque haya sido al aire libre.

Una vez dentro, todo ocurre rápido. Alguien nos indica por donde caminar, donde poner las flores, nos pide no frenar el paso y no detenernos mucho ante los restos de la vedette. Aun así, Roberto se persigna al descubrir a su ídolo en el ataúd abierto, y Juan Carlos se arrodilla, visiblemente emocionado, ante el hermoso féretro blanco y el retrato de Rosita que lo acompaña. Roberto regresa y lo ayuda a levantarse, mientras un hombre se les acerca y les dice que no interrumpan la fila, y nos recuerda a los que les seguimos las indicaciones que ya nos dieron.

El último adiós a Rosita Fornés, en el Teatro, con lirios y rosas. Foto: Otmaro Rodríguez

Mientras voy de salida, reconozco algunos rostros dentro del coliseo: artistas, periodistas, funcionarios. Otros, sencillamente, no sé quiénes son. En un vistazo, veo en el lunetario las cámaras y el improvisado set de entrevista desde el que se transmite para toda Cuba una revista televisiva en homenaje a Rosita. A mis espaldas, una mujer aplaude al pasar ante al féretro de la artista. En el escenario, una pantalla exhibe actuaciones y escenas de sus filmes.

Ya en el exterior, busco con la mirada a Roberto y Juan Carlos. En cuestión de segundos se han adelantado varios metros, tal vez apenados por el regaño que recibieron en el teatro; tal vez porque tienen algo que hacer. Los veo alejarse rumbo a la calle Monserrate, con paso apurado, huyendo del sol. Los demás de mi grupo toman también su propia ruta. La vida sigue, bulle a su ritmo en las afueras del Martí. La mujer que aplaudió a Rosita detrás de mí, se acerca a uno de los guardias que custodia las vallas exteriores, un joven de nasobuco blanco y uniforme azul. Casi sin querer, escucho que le pregunta: “Ven acá, mi amor, ¿tú no sabes por aquí dónde hayan sacado detergente?”  

Foto: Otmaro Rodríguez

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Son cerca de las 3:00 de la tarde y Maritza se mueve, intranquila, en la acera lateral del hotel Saratoga. De un momento a otro, según lo previsto por los organizadores de las exequias de Rosita Fornés, saldrá el cortejo de la artista hacia el Cementerio de Colón, y la mujer no quiere perderse ni un detalle.

Maritza, que es vecina de La Habana Vieja, no pudo entrar más temprano al Teatro Martí a dar su íntima despedida a la vedette. “Usted sabe ―me dice―, tenía que resolver varias cosas por la mañana y no me dio tiempo a llegar. Pero de aquí no me voy hasta que no vea pasar el carro fúnebre y pueda decirle adiós. Rosita era lo más grande”.

Foto: Otmaro Rodríguez

Junto a ella, decenas de personas apostadas a lo largo de las aceras y también en la calle, al sol, esperan la oportunidad de despedirse de la Fornés. La policía y los guardias del teatro mantienen a los concurrentes alejados de la vía por donde pasará la caravana, pero no pueden impedir que se agolpen, que rompan el distanciamiento físico establecido para la pandemia, cuando a la entrada del coliseo aparece el féretro blanco cargado en hombros que es puesto delicadamente en el carro, mientras alguien ―desde su puesto Maritza no puede precisar quién ni qué― canta un último tema dedicado a la artista.

Rompe un aplauso masivo, estremecedor. Se suceden los vítores, los vivas a Rosita, los móviles y las cámaras que capturan el momento, mientras el carro con el ataúd pasa frente a Maritza y sus acompañantes, y detrás otros carros cargados de flores, de lirios, de rosas rojas. El cortejo dobla en Dragones y toma Prado, para recorrer el célebre paseo habanero hasta Malecón, y luego subir por la avenida 23 hasta la calle 12, hasta la entrada de la necrópolis habanera. En el trayecto no faltarán los aplausos, los vítores, las lágrimas de los admiradores, ajenos al sol despiadado y la amenaza del coronavirus.

Desde la esquina del hotel Saragoza, Maritza ve las personas apostadas a lo largo de Prado, frente al Capitolio, asomadas a los balcones circundantes. Ve a los policías y a los periodistas haciendo su trabajo, y también a la gente que cruza la calle, ya pasado el cortejo, para seguirlo lo más posible con la vista, con los pies, con los aplausos. Los carros se van alejando poco a poco calle abajo hasta convertirse en puntos grises, rojos y blancos; hasta desaparecer cercados por la multitud. Entonces, solo entonces, Maritza se seca el sudor y abre su sombrilla, que cargaba cerrada, antes de pronunciar, con un suspiro, su último adiós a la vedette: “¡Ay, Rosita, cómo te vamos a extrañar!”.

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