Domingo de resurrección

A un año de la muerte de Luis Eduardo Aute

Foto: Kaloian Santos

Por temporadas en la esquina de la casa se paraba un loco. Cuando le daba por eso se pasaba días ahí en la puerta, tocando o haciendo guardia para ver entrar o salir a Eduardo. Resultó ser pacífico, pero en aquellos momentos no lo sabíamos, era, eso sí, muy insistente y eso asusta. Un fanático con problemas mentales puede llegar a ser peligroso. Tocaba con alevosía la puerta y le contestaban siempre lo mismo: Eduardo no está. Entonces se posaba en la esquina y nosotros lo mirábamos desde las ventanas, a hurtadillas. Solo Eduardo, a regañadientes y en contra de la voluntad de toda la familia le abría la puerta, lo hacía pasar o lo montaba en el carro y lo regresaba a su casa, mientras conversaba con él.  El loco de la esquina tenía una teoría sobre quién era Eduardo realmente. Según él, el nuevo mesías. Era una cantaleta inmensa que recitaba de arriba abajo absolutamente convencido.

Una vez, estando yo en Madrid, llegó el lunático fan de Eduardo a la casa. Volvía a tocar la puerta y luego de tenernos varias horas en estado de sitio, parapetado en la esquina, vigilando la casa, me paré por una ventana y por primera vez le hablé: “Oiga, ya le hemos dicho que Eduardo no está, vaya a su casa que lleva horas ahí parado por gusto”. Le increpé, pero era más bien una provocación mía que estaba ansiosa por entablar conversación con el hombre e indagar sobre su teoría, por pura curiosidad.

“¿Y tú quién eres?”, me preguntó. “Soy su hija”, le dije. Todo esto a grito pelado de un segundo piso a la calle ejerciendo mi más rotundo cubaneo. “No, no, tú no eres su hija porque tienes acento de latinoamericana”, sentenció e inmediatamente comenzó a exponer la teoría que ya yo sabía porque me la había contado mi familia española, pero que yo quería escuchar de su boca.

Me intrigaba la insistencia de ese hombre, no entendía cómo podía pasarse horas ahí parado solo para ver a un hombre pasar. “Fíjate”—me dijo muy tranquilamente— “yo sé que pensarás que estoy loco, pero no importa porque todo lo que digo es verdad y si ustedes no lo saben están más locos que yo porque en su casa tienen al nuevo mesías, conviven con él, son unos bendecidos y no lo saben y no me quieren hacer caso”. Yo eché mi mayor risotada. Dentro, detrás de mí, estaba la familia entera, Eduardo incluido, muertos de la risa y pidiéndome que no le diera cuerda al señor predicador. Pero aquello no había quien lo parara. “Anjá”, le dije yo, “¿el nuevo Mesías? ¿Cómo es eso?”. “Sí, señorita, mire usted, las antiguas escrituras aseguran que el nuevo mesías nacería en la década del 40 y Luis Eduardo nació en el año 43, en un país asiático y Luis Eduardo nació en Filipinas y que sería un hombre con muchas virtudes y Luis Eduardo las tiene todas, y pasaría entre nosotros como un simple mortal…”. Lo interrumpí echando otra carcajada esta vez más burlona y estruendosa, detrás de mi, la familia lo mismo. Solo que me pedían con insistencia, Viola, déjalo en paz, déjalo, ya. Y el hombre seguía, “Sí, sí, ríete, ya sé que parezco loco, pero loca es usted que no me cree”. A lo que yo contesté: “Mire caballero, si Eduardo es el Mesías yo soy su madre, la virgen María”. Los que estaban detrás de mí se partieron de la risa.

El hombre se enfadó muchísimo y comenzó a insultarme diciéndome de sudaca ignorante para adelante. Y ya, yo cerré la ventana y él estuvo ahí, horas, como siempre esperando a su Mesías hasta que desapareció. Debo decir que su argumento era muy convincente.

Su visita se hizo habitual. Ellos, los Aute, descubrieron que realmente era un enfermo, un hombre con un padecimiento mental que adoraba a su ídolo al punto de santificarlo.

Algunas veces, luego de que varios miembros de la casa le dijeran que Eduardo no estaba —con la esperanza de que se fuera y no estuviera horas parado en una esquina pasando frío o calor—, cuando ya no lo veíamos ahí y pensábamos que por fin se había ido, pues nos lo encontrábamos sentado en el salón conversando con Eduardo, quien con ese despiste que lo caracterizaba, lo hacía pasar y se sentaba a conversar con él. “Pero Eduardo, si le hemos dicho que no estabas en casa”. “Ah, pobre hombre ahí parado tantas horas, además es muy inteligente y agradable conversar con él”. Entonces lo montaba en el carro y lo devolvía a su familia. A esas alturas “el loco” era tan habitual que ya se había hecho parte de la rutina diaria de la casa. Ya habían averiguado quién era, quiénes eran sus familiares, sus teléfonos, dónde vivía. Se hizo rutina también, cuando se perdía de su casa, que su familia llamara directamente a la casa de Eduardo para preguntar si estaba el hombre por ahí o para augurar que se aproximaría seguramente porque se había escapado de su hogar. Y se estableció una conexión entre ambas familias. “Sí, señora, está aquí”. Y lo iban a buscar, apenados sus familiares, pidiendo disculpas por las molestias que pudiera causarnos su hijo fan de Eduardo.

Y así estoy yo hace días recordando al misionero de la calle Jorge Juan. Mi breve y sarcástica conversación con él. Lo veo parado en la esquina, anunciándonos que teníamos en casa al nuevo Mesías y hoy, 4 de abril, domingo de resurrección, en que se cumple un año de la muerte de Eduardo, absolutamente convencida de las predicciones de “El loco”, solo me pregunto si Luis Eduardo al fin resucitará.

Foto: Kaloian Santos

 

Salir de la versión móvil