Esa no soy yo

…antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.

J.L. Borges. Animales de los espejos

De la noche del 14 de marzo de 1939 comienza hablando Borges en el El milagro secreto, suponiendo que Borges dijera algo y no lo rezara todo en el mismo silencio inexpugnable en que se dirigen los musulmanes a Alá. La historia de Jaromir Hladík, emergida de sus cavilaciones, no puede ser referida de ninguna otra manera. Cualquier intento de síntesis o paneo es una trastada lamentable. El tema del doble, inscrito en la concepción circular del tiempo borgiano y que recorre otros tantos de sus rezos, transita la literatura entera y levanta estandartes en el William Wilson de Edgar Allan Poe y el Goliadkin de Dostoievski. Pero la gente conoce esto porque cree en Poe y cree en Dostoievski, que son santos patrones universales. Y las meditaciones que pueda ofrecer yo ahora mismo sobre alguno de ellos o sobre la Virgen María les interesan poco a la gente, porque hay cosas inalterables, que permanecen como espuma cuántica petrificada. Pero existe otro tipo de creencia, mucho más íntima, que no nace de los altares comunes y que provoca una especie de ilusión posesiva sobre las cosas. Una creencia que puede surgir del instante en que recorres una crónica con una linterna en la mano, a una hora determinada de la noche en pleno apagón eléctrico, suceso por el cual, además, sientes algún género extraño de amor.

Cementerios pertenece a esa clase de culto exclusivo de las cosas que hallamos solos, por casualidad, de las cosas que nadie te ha recomendado y cuya posesión entraña algún riesgo. Pero pertenece de un modo arbitrario e inexplicable, de un modo que no se ciñe a la regla y no la rompe tampoco, porque Cementerios me la entregó alguien que era casi yo misma esa noche y pronunció dos o tres sentencias para que entendiera que no importaba que no hubiese luz, que yo debía leer aquello en ese segundo inaplazable. Cementerios, porque no lo he aclarado, es una crónica de Juan Orlando Pérez, un cubano que vive en Londres, y que dice casi en las últimas líneas: En alguna parte, puede haber una tumba con nuestro nombre, seguro que la hay. Yo encontré la mía en Stratford upon Avon, en el camposanto de la iglesia de la Santa Trinidad, donde está enterrado Shakespeare. Era la tumba de Orlando John Mills, muerto el 12 de agosto de 1881, a la edad de 36 años.

Terrible lo que acabo de hacer, ya lo sé, pero al parecer no siento ninguna compasión por ustedes y ahora pueden buscar la crónica y leérsela con esa idea inconmensurable aullando en sus cerebros. Tenía, creo, que hacerlo para que entendieran que hasta hace un mes la idea en cuestión no rebasaba el plano literario, que cualquier angustia emanada de ella se ahogaba en la agitación misma de la lectura, en los vericuetos del culto. Entonces vi una película de Kieślowski que no se detenía en el azul o el blanco o el rojo, y que pasaba de largo también por cada uno de los mandamientos cristianos: La double vie de Véronique, según la cual Verónika, que vive en Polonia en plena revolución, siente una atracción violenta hacia la música que se traduce líricamente en un padecimiento cardíaco. Y el minuto 27 del filme comienza todavía en Polonia, con una cámara posada desde el presunto ataúd de Verónika, sobre el cual los dolientes lanzan puñados de tierra, y culmina en Francia, en una metódica escena de sexo entre Véronique y un antiguo conocido. Véronique, que comparte el rostro y las angustias existenciales de Verónika y que unos minutos antes participó, sin saberlo, del encuentro que probablemente condujo aquella a la muerte. Pero este punto no es, en suma, lo que me trae hasta aquí, porque las mitologías todas, desde la nórdica hasta la egipcia, tienen sus propias versiones de Doppelganger, una especie de doble cuya aparición viene a encarnar la mayoría de las veces un presagio de muerte, y es normal que el cine visite esos asideros. Lo que me trae hasta aquí es el minuto 80, que por alguna razón me lastimó el sueño esa noche. El minuto 80, que es el minuto en el que Véronique, tras serle mostrada la foto de Verónika que ella misma ha hecho, participa de una turbación estremecedora y afirma: Esa no soy yo. Ese no es mi abrigo.

Y uno llega a creerlo porque es el truco del cine. Pero no existe una fuerza capaz de hacerte decir una cosa como esa, no existe una fuerza capaz de hacerte decir nada. Tú no solo no tienes pruebas para demostrarle al otro que no eres tú, sino que, sobre todo, tampoco tienes pruebas para demostrártelo a ti misma. Kieślowski pensó que estaba bien, que podría funcionar, que exigirle una cuota determinada de emoción y de desconcierto a Irène Jacob estaba bien. Pero yo les puedo decir que no alcanza.

Porque hace dos días exactos me remitieron la foto de una muchacha que tiene, en la misma medida que yo, los cachetes gruesos y amplios y bajo los ojos bolsas zurcidas con pliegues que producen una extraña expresión de bonanza. Nada que me acercara al estupor por sí solo, pero nada por lo que asumir que pudiera hacerme cargo. Porque esta muchacha, mascullé lejos del cerebro, debe tener mis años y mis dientes. Y acaricié el espanto. Un espanto que como cualquiera puede suponer, no proviene de ninguna de esas ideas fúnebres sobre la posibilidad de tropezar con un ser que se te asemeje de forma desproporcionada, sino de una cuestión mucho más difícil de explicar, una cuestión que sacude deliberadamente las intersecciones fortuitas de la realidad y la memoria. Porque la foto, me parece, fue tomada en una marcha o un concierto. Yo dejé de ir a las marchas a los 12 años para empezar a ir solo muy de vez en vez a los conciertos y no tengo idea, después de analizarla minuciosamente, de si la imagen pertenece a una u otra circunstancia. Si tomáramos la primera permanezco a salvo y ha sido apenas una imprudencia de alguien aventurarme así la terminación de estos días. Pero si se tratara de la segunda, existe un margen aciago de posibilidades de que algo se haya roto, del mismo modo en que me alertaron que si se hace un gesto demasiado brusco mientras se oye a John Coltrane a las dos de la mañana, algo en el mundo se fractura irrevocablemente. Ahora, si el margen se cerrara de súbito, entonces estoy en uno de los pocos conciertos a los que he asistido desde que tengo 12 años y sin que medie nada que pueda asociar con un aviso, extiendo una confusión inexplicable sobre la multitud. Nada sobre lo que pueda meditar, porque ver con tus ojos los ojos tuyos que no están en tu rostro es como cerrar el puño con el pulgar dentro, oprimirlo hasta el filo del dolor y rozarse la uña del pulgar con la yema del pulgar. No quedan rastros, no hay un solo pensamiento al que uno pueda asirse medio segundo después. Y decirlo, además, sólo ratifica la imposibilidad de decirlo.

Cementerios termina del siguiente modo: Yo me estremecí. Si se cumple la profecía, me quedan seis años de muerte. Después empezará lo más importante.

Juan Orlando, transcurrido el tiempo previsto, vive.

Ahora no llegarán a perdonarme nunca, pero pueden mostrar al menos un poco de piedad, porque si el margen se cierra una noche de estas y quedo atrapada en algún concierto en una de esas intersecciones improbables de la realidad y la memoria, no restará mucho por hacer, apenas recordar un rostro dolorosamente conocido y morir en la paz del espanto.

 

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