Globalización a la cubana

A quienes asumen la cultura cubana como un coto cerrado, valdría la pena recordarles que, por el contrario, siempre ha sido fagocitosa y ecléctica, incluso durante el llamado Quinquenio Gris.

Halloween en Cuba. Foto: cuadernodecuba.net

Un fantasma recorre la Isla: la globalización. Por razones obvias, no impacta como en Moscú, Beijing, México D.F., Madrid, París, Santo Domingo, Buenos Aires o Nueva York, no con corporaciones transnacionales, ni con franquicias a lo Mc Donald’s o Kentucky Fried Chicken, ni malls con zapatillas Michael Jordan, confecciones Banana Republic o Victoria’s Secret en las vidrieras. Pero es un hecho que de los años 90 a la fecha el país se ha venido abriendo. La visita del Papa lo puso en un eslogan: “Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”.

Primero hubo una oleada de emigrantes después que los mapas cambiaron de color, incluyendo alrededor de 35 000 balseros flotando en el Estrecho (1994) y varados durante casi un año en la base naval de Guantánamo; luego, un aumento sucesivo de turistas y cubanos residentes en Estados Unidos, Europa y América Latina y, finalmente, una reforma migratoria (2013) que cambió de muchas maneras la relación con el mundo, cualesquiera sean sus limitaciones.

Los expertos llaman remesas culturales a ciertos artefactos que envían quienes se van al Norte y siguen con la cabeza puesta en el Sur, algo que, como lo dice la categoría misma, no se limita al dinero que hacen llegar a sus respectivos países mediante la Western Unión. Crean o retroalimentan en las naciones receptoras modos de hacer, modas y otras prácticas culturales a partir de paquetes, contactos en vivo y redes formales o informales que se van tejiendo con los de adentro. Solo por ejemplificarlo en un caso, los cubanos de Miami no van a la isla solamente a dar/recibir abrazos, beber Habana Club 7 Años o retratarse en esos lugares emblemáticos de la cubanidad que muchos viejos, tan renuentes al cambio como al regreso, consideran un Paraíso perdido apenas redimido por las viejas industrias de la nostalgia.

Las tecnologías digitales accesibles bien por la vía oficial –el correo electrónico e Internet, en la medida de sus avances y limitaciones– o informal, suponen un abanico de opciones que empieza en las memorias flash y termina en la TV satelital. Ni las llamadas telefónicas ni las cartas –como en aquella proverbial escena de Memorias del subdesarrollo con las cuchillas Gillete y los chicles Adams–, constituyen hoy las únicas formas de contacto entre los cubanos de aquí y los de allá. De hecho, se han vuelto obsoletas.

Por utilizar un indicador gráfico, en peñas deportivas como las del Parque Central de La Habana o la Plaza de Marte de Santiago de Cuba, los fanáticos conocen exactamente en qué equipo juegan los peloteros que han decidido mudarse para las Grandes Ligas, al margen de la actitud de la TV nacional al respecto.

Y si uno se vira para la música o el cine, el problema es similar. El Paquete y la venta de discos con contenidos procedentes del exterior, quemados y vendidos por nuevos cuentapropistas entre cuyas ofertas figuran artistas excluidos de la radiodifusión nacional, son un vehículo sumamente extendido de eso que llamamos “lo global”.

El alquiler de juegos electrónicos entró en escena en Cuba cuando algunos emprendedores decidieron tomar esas remesas culturales como fuentes de empleo informal, y por consiguiente, sin pedir permiso. Lo mismo que hicieron en los años 90 al inaugurar restaurantes privados, alquilar habitaciones y establecer otras formas de ganarse la vida de manera independiente, luego legalizadas por el Estado.

Como se sabe, la primera lista de autorizaciones para los trabajos por cuenta propia solo contemplaba al Comprador-Vendedor de Discos Musicales Usados, con un paréntesis al lado: quedaba “prohibida la venta de cintas grabadas ni discos compactos”. Era atribución única “de la red de establecimientos autorizados”, lo cual cambió con el otorgamiento de licencias para piratear. Cuba constituye –ahora sí– el único lugar del mundo donde se paga impuestos por eso, y también el único que a estas alturas carece de una legislación al respecto, a pesar de los persistentes reclamos en congresos y otros foros.

El asunto se complica sin embargo porque gracias al pirateo de la TV cubana, las personas –y estoy a punto de escribir las menos favorecidas–han podido tener acceso a películas y seriales estadounidenses de diversa calidad y factura –los hay, desde luego, “banales” si ese es el criterio–, pero de cualquier manera necesarios para la información ciudadana y para la conexión de la República con el mundo. El Paquete fue “solución” destinada a reforzar el acceso a información más allá de los moldes oficiales.

Tal vez en ninguna otra parcela de la realidad nacional esto se vea tanto como en el reguetón. Entronizado en el panorama sonoro de los 90, después de la llamada timba –con la que conserva intrigantes lazos sanguíneos–, este se ha mantenido sonando a pesar de su abrumadora exclusión de la radiodifusión oficial.

Esos jóvenes parados encima del escenario no están ahí por generación espontánea, sino porque responden a un fenómeno llamado crisis, vivida primero por las personas y luego estudiada por el pensamiento social. Sin embargo, los discursos sobre los reguetoneros suelen sustentarse en una operación disociativa que les corta el cordón umbilical presentándolos como una suerte de aliens porque contradicen ciertos supuestos, uno de ellos relacionado con la instrucción y la cultura acumuladas.

Como cualquier otra entidad, el Estado tiene el derecho de controlar/decidir el tipo de música a difundir en sus predios. Esto no hubiera ocurrido, probablemente, de no mediar el machaqueo de ciertos reguetoneros, demasiado torpes, vulgares, groseros, poco pragmáticos y nada inteligentes. Y pletóricos en actitudes y textos que ubican a la mujeres como simples objetos sexuales o locus para eyacular, un verdadero retroceso ideocultural en el camino hacia su emancipación y la liberación de relaciones de poder, históricas y actuales.

Pero no estamos en los años 60, en los que se pretendió ningunear al rock anglosajón. No resulta superfluo recordar que ni siquiera entonces ese control llegó a ser absoluto gracias a las famosas placas de producción doméstica clandestina y a la circulación de discos de acetato traídos de fuera por marineros mercantes y funcionarios; eso era lo que escuchaban y bailaban muchos jóvenes en las fiestas de 15 y los “güiros” de El Vedado, La Víbora y otros barrios del país. “Este es un país de grandes olvidos”, dijo  una vez Eusebio Leal.

Por último, pero no menos importante, en el panorama aparecen fenómenos inéditos. Una comunidad de cubanos afiliados al islam y con apoyo logístico de los saudíes para las prácticas del Ramadán; una nueva generación de pastores fundamentalistas haciendo lo mismo que en Bogotá o Miami, y con idénticas estrategias para el avivamiento, su tarea central en sitios tan distintos como Marianao, Cienfuegos, Nuevitas y Alto Songo. Este fenómeno sociocultural, también nuevo en esta plaza, incluye el empleo de Facebook, Instagram e incluso de canales en Youtube para diseminar sus mensajes.

Vista de ese modo, la globalización, sus múltiples impactos y las comunidades transnacionales ponen en crisis la autarquía, el excepcionalismo, los cuerpos jurídicos y hasta las relaciones entre ciudadanos y consumidores, según lo ha subrayado Néstor García Canclini en un estudio clásico.

A quienes asumen la cultura cubana como un coto cerrado, valdría la pena recordarles que, por el contrario, siempre ha sido fagocitosa y ecléctica, incluso durante el llamado Quinquenio Gris. Desde arriba, la “cubanidad telúrica”, inamovible, tiene entonces que atemperarse, transformarse o correr un riesgo: el de quedar colgada de la brocha.

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