“Golondrina, ¿no lo ves?”

Tumba de Zenea en el llamado Foso de los Laureles / Foto: Reinaldo Cedeño

Tumba de Zenea en el llamado Foso de los Laureles / Foto: Reinaldo Cedeño

Dicen que cuando anunciaron al monarca español Carlos III que la fortaleza de La Cabaña, en La Habana, había sido concluida, pidió un catalejo y que con notable enfado afirmó: “¡Una obra que tanto ha costado debe verse… desde Madrid!”.

San Carlos de La Cabaña todavía impresiona. Bóvedas y plazoletas revientan durante la Feria del Libro, solo en febrero; mas yo le invito a bajar en cualqueir momento por una escala labrada en el muro. Despacio. La naturaleza verdea  las oquedades, matiza  el recio trazado de la piedra. El foso aplasta.

En el recodo, aparece la tumba. Su soledad, desarma. Hay una placa, ya gastada, donde puede leerse en letras mayúsculas: “Aquí, el 25 de agosto de 1871, cayó destrozado por las balas españolas, el poeta mártir cubano Juan Clemente Zenea”. La colocó su hija Piedad.

Pocas veces se repara en que al enfrentar la muerte, el bardo bayamés tenía apenas 39 años.

Atrapado entre la tozudez colonial y la lucha de los mambises, en medio de no pocas dudas por el resultado final, Zenea acepta ser enviado de paz del reformismo cubano. Llega al campamento mambí. Cuenta con un salvoconducto del representante ibérico en Nueva York; mas el ejército español en la Isla, lo toma prisionero. Un juicio innoble se dilata durante meses.

José Martí en su mirar a la raíz, ejercerá una vez más su oficio de sanador. Antes que a cualquier vacilación, repara en la nobleza del gesto. Y en cómo se usó a mansalva su “deseo de sacar con decoro de la derrota a la Patria que creía vencida”.

El siglo diecinueve cubano cobró cada triunfo poético, a dentellada. Plácido también fue fusilado. El Cucalambé desapareció un día y el misterio ha tendido ramas hasta el presente. Luisa Pérez de Zambrana vio apagarse a su esposo y sus hijos, uno tras otro. Heredia murió en el exilio mexicano. Juana Borrero, más al norte. No sigo.

La crítica afirma que Juan Clemente Zenea barrió con la “melancolía de opereta”, con el sentimentalismo dulzón que tanto animaba las tertulias de la época. Era un periodista de amplias miras. Su poema “Fidelia” es una de las cumbres de la literatura decimonónica en la Isla.

Los poemas que escribió en prisión fueron recogidos bajo el título Diario de un mártir. En cada palabra destila el drama. Muchos años después, saltando un siglo, el dramaturgo Abilio Estévez, exploró aquella vida, aquellas circunstancias en la pieza teatral. La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea.

Subo. Despacio. Busco aire. Voy hacia las bóvedas y plazoletas de San Carlos de La Cabaña. Atrás quedan el foso, la soledad, los gritos atrapados en la piedra…

Como una saeta, llevo prendidos los versos de Juan Clemente Zenea. Alguien lo dicta en mis oídos: No busques, volando inquieta / Mi tumba oscura y secreta / Golondrina, ¿no lo ves? / En la tumba del poeta / No hay un sauce ni un ciprés”.

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