Guillermo y los lunes, de Revolución

Coincidiendo con la muerte de Cervantes, hecho por el cual decidieron celebrar el día del idioma español (no de la lengua), nació trescientos años después en un pueblito de pescadores alguien que bien sabía darle uso a la lengua, o mejor, al idioma. Se nombra Guillermo Cabrera Infante y aunque lo traigo de la mano en su aniversario, pretendo hacerlo danzar en rueda como en ritual aborigen por una razón menos personal si así pudiera llamársele. ¡Dancemos maestro!, e invoquemos junto al dios de los recuerdos ese primer día de la semana, ¿o debiéramos decir, el segundo?

Resulta que Cabrera Infante, el difícil pero amigable, el duro pero frágil, el culto y generoso, el primer Caín de los caínes fue el elegido (y casi por casualidad) para dirigir unos de los proyectos editoriales más interesantes de principios de la Revolución: el magazín Lunes de Revolución. Su amigo, el olvidado Carlos Franqui, la persona a quien debemos la existencia de este y otros tantos proyectos culturales de principios de la Revolución lo había querido de otra manera, pero la negativa del primer intelectual pensado para la encomienda hizo que quien hasta entonces era solo crítico de cine y naciente cuentista terminara encabezando la nave de los lunes.

Todo proyecto en parte es su director, de ahí que este se le pareciera tanto. De hecho, los críticos que aún le superviven se empeñan en juicios como ese de que no se trataba de un simple magazín-suplemento, uno que estremecía con cultura los hogares cubanos cada inicio de semana, sino que aquellos papeles tan bien ilustrados como escritos eran el cristal pulido y barnizado con mercurio mediante el cual teníamos el reflejo de un hombre de baja estatura, pelo a veces caído sobre la frente y espejuelos todavía distintos a los de Quevedo. ¡Ese es Guillermo! Efectivamente, y con su cuerpo delante veremos las primeras características: cultura, ingenio, sarcasmo, crítica y allá en el fondo hasta una gota de inocencia, razón por la que queda justificada su tendencia lúdica irrefrenable a las palabras.

Por Guillermo y Franqui llegaron a Lunes los miembros más distinguidos de una prole que en la Revolución vio la real posibilidad de saltar libremente por los aires de la cultura, sin que se les hubiera advertido que el salto se haría sin red y sobre un abismo profundo y terrible lleno de agazapadas criaturas. Así, a pocas semanas de que pudiera leerse el primer número, un 23 de marzo de 1959, regresaban a La Habana amigos de antaño como el poeta Pablo Armando Fernández, quien aceptó el puesto de subdirector y se entregó a la aventura con igual pasión a la del dramaturgo y narrador Antón Arrufat o al siempre amante de las ciencias y lo ignoto del universo, el sosegado Oscar Hurtado.

Hubo otros amigos, por supuesto, amigos temperamentales como Heberto Padilla y José Álvarez Baragaño, y amigos evasivos como Calvert Casey, y amigos novatos y jodedores como Luis Agüero, y amigos cinéfilos del tipo Fausto Canel y Néstor Almendros, y amigos laboriosos como Lisandro Otero, y amigos artistas como Tony Évora, Raúl Martínez o Jacques Brouté. Y hubo también un maestro llamado Virgilio Piñera.

Había, parece ser, entre Guillermo y Piñera una peculiar relación que, aunque con altos y bajos, lograba que se impusiera la admiración mutua, aspecto que colocó al dramaturgo  en un pedestal paterno. Y mientras cada colaborador se entregaba a la encomienda hecha para la nueva entrega, los tacones del director llamado por ellos “Guillermito” retumbaban en los pasillos del periódico de salida para La Habana.

Lunes era entonces su proyecto preferido, el más amado quizá poniendo al lado sus amores. Aún estaba por escribir novelas, incluso el libro de cuentos tan popular en la isla según las cuatro reediciones. Vivía a plenitud el armar y desarmar y volver a armar el magazín, el pelear por él y dar la cara por él, y concertar lo que debía ponerse. Parecería hoy un simple espacio de la prensa seriada, pero no fue uno cualquiera. En él evidenciamos la tendencia del momento gracias al cual surgió. La pluralidad era su sello y con ella se daban los pasos cada la semana. De ahí que, en materia de ideología a Sartre, ese filósofo francés y existencialista por ellos convidado a la isla, le pareciera salvaje como la de la Revolución.

Semana por semana había un espacio salvaje, indomesticable como el hecho revolucionario. Y al tiempo que iban uniendo pares inconcebibles en la filosofía, al tiempo que homenajeaban a héroes y momentos, al tiempo que hurgaban en su tiempo como pocas veces se ha hecho, la cultura iniciaba tránsitos peligrosos. Solapadamente se enfrentaban fuerzas ortodoxas y heterodoxas, y crecían las suspicacias y empezaban las confabulaciones. Y todo era empujado al callejón sin salida del verticalismo donde a la crítica no le queda otra que levantar las manos y gritar: Me rindo.

Quizá la crítica de arte radical (para algunos, absurda) que se practicó en Lunes, no fuera más que la mejor manera de tomar partido en una circunstancia, pues al intelectual, y esto lo sabía aquel grupo de amigos, tiene el deber de señalar luces y sombras y, sobre todo, tiene que ofrecer lo mejor de lo que sea capaz su intelecto. Pero esa interpretación del compromiso, tan cubana y sencilla la mayoría de las veces, padeciendo por ello no obstante, terminó produciendo un alud en contra suya que, junto a la prohibición de un cortometraje verdaderamente inocente llamado P.M. produjo el cataclismo que dio lugar a tres reuniones en la Biblioteca Nacional donde se definieron las pautas de la política cultural de la Revolución que, si en un momento abierta, se iría cerrando poco a poco hasta trancarse allá por el 71.

A Lunes de Revolución, luego de ese encuentro donde intelectuales y políticos se vieron las caras por primera vez para exponer cada cual lo que pensaba, no le quedaba más que unos meses de existencia. En noviembre del 61 se confirmó su muerte que todos sabían no natural. A Franqui y a Cabrera Infante, y con ellos al grupo de amigos, les cayó encima un aguacero gélido. Pero a quien además era Caín el cambio le sobrevino gota por gota, primero en La Habana y luego en Bruselas. Y desbordada su capacidad eligió un camino que a la larga sería el más tortuoso. Porque plantarse contra Cuba en los años sesenta significaba tener encima el peso de la izquierda mundial, y el de la memoria, y el de la nostalgia y así, aunque parezca simple, apenas se puede evocar un inicio de semana.

*El autor acaba de presentar en Buenos Aires su libro LUNES: un día de la Revolución Cubana. Editorial Dunken, Buenos Aires, 2015.  Mención en el género de ensayo en Premio Casa de las Américas, 2011.

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