Actor de la risa y el llanto

El hombre está doblado sobre la mesa de madera preciosa y escribe como si el tiempo no le fuera a alcanzar. La luz tenue de un quinqué cae sobre su mano, y esta pasea el bolígrafo por el papel a una velocidad inaudita. Parece seguro, convencido, obsesionado: tiene que dar cuentas de su historia familiar antes que sea demasiado tarde. Desconoce el final, pero algo lo obliga a ir recuperando los acontecimientos de una estirpe, esa a la cual pertenecía, una que le había dado la espalda al cambio y se atrincheraba en las viejas ideas del padre fundador.

El personaje aparece en Los Sobrevivientes, filme de Tomás Gutiérrez Alea escrito a dúo con Antonio Benítez Rojo. Lleva por nombre el de Manuel. Todavía uno más sonoro tiene el todavía joven actor que lo inmortalizaba en 1979. Y, aunque se le vería muchas otras veces en el cine, tal vez los nuevos espectadores ni siquiera lo recuerden por sus aportes a la gran pantalla. De Carlos Ruiz de la Tejera suele perpetuarse la caricatura.

No era un hombre galante como quienes ahora acaparan las pantallas. Ni siquiera parecería atractivo –si acaso esa cualidad se midiera por el aspecto y no por las historias que es capaz de contar, por lo que inspira o intenta inspirar cuando acude a una invitación cualquiera–. Más bien, mirándolo a simple vista, su rostro motivaba la risa; y sus actuaciones, al público más extendido, leves sonrisas.

Una pelambre hasta los hombros y gestos acentuados para marcar cada frase definían su figura. Y esa boca… una boca gigantesca, elástica, tremendamente grande que, además, parecía determinada por la intención de marcar los pasos de una buena articulación. Eso sin reparar en la nariz, y en la voz, y en las arrugas que hasta el último momento le dejaban sus ochenta y seis años. Tal será su caricatura.

Por semejante conjunto dijo dedicarse al humor. La risa había sido la primera reacción que produjo en el mundo. Tales criterios le escuchamos alguna vez en la televisión, a donde era invitado tantas veces y desde donde hablaba con ironía. Aunque no creo fuera una persona cuya principal virtud fuera la ironía. Eso creo.

El humor de Carlos Ruiz de la Tejera rozaba con la indulgencia. Cada uno de los chistes intentados o popularizados por él parecían nacer de la reflexión; todos parecen marcados por el deseo de perdonar a quien sostiene una conducta criticable. Como si el humorista fustigara con dulzura.

Tampoco era lo que se dice un humorista simple. Daba la impresión de ser una persona de esas que, sabiendo los alcances del choteo, prefería el camino del chiste benévolo; se valía de la comicidad para que sus amigos, vecinos, compatriotas reflexionaran sobre el comportamiento cotidiano, siempre sin llegar a ofenderlos, sin minimizarlos, sin conseguir que el arrepentimiento posterior -si acaso lo había- fuera el resultado de ingenioso actuar.

Sentó un estilo, una manera de representar apenas replicada en los humoristas porque es difícil imitar a quien desempeña lo suyo con autenticidad visceral, con verdadero genio. Pese a tales virtudes muchos lo minimizaron durante los años en que vivió y luchó por mantenerse en la escena. Trataban, algunos, de reducirlo siempre a la burda caricatura.

Sus chistes, en cambio, parecían salir del alma de esa figura pintoresca. Cuando se aprestaba para un acto de humor de repente uno tenía la confusa idea de que el artista se había equivocado; en lugar de hacernos reír parecía querer sacarnos una lágrima. Pasaba de lo cómico a lo dramático con facilidad, por el trabajo de la voz, por los gestos, porque conocía el arte del histrionismo y este le permitía mantenerse efectivo lo mismo para un público diminuto como el que asistía al Museo Napoleónico –a su peña– que para otro masivo, el que se podían juntar en una plaza para el espectáculo al cual había sido invitado.

Marcado por su paso por el teatro, el Conjunto Nacional de Espectáculos donde compartió con una generación inolvidable cuyo humor responde directamente a otra época, por su larga faena  junto a Jesús del Valle (Tatica), Carlos Ruiz de la Tejera logró moverse con facilidad entre múltiples registros y ganarse el afecto de una generación.

Y como si Manuel Orozco le hubiera trazado un camino, todo su trabajo daba la impresión de querer dejar fe, de manera crítica, de lo que estaba viviendo el país donde vivió y murió. Esa intención le permitió abordar los perores gustos expandidos en la sociedad, reparar en las colas, en las miserias de la precariedad.

-Dígame lo que ve aquí, preguntaba el psiquiatra de La muerte de un burócrata a quien por culpa de la burocracia parecía desquiciado.

El psiquiatra era interpretado también por Carlos Ruiz de la Tejera. Y si el personaje de Manuel le obsesionó con la relatoría de su circunstancia, este pudiera haberle dejado el pie recurrente en cada una de sus presentaciones.

“Dígame lo que ve aquí”, preguntará la caricatura de quien llevó por nombre el de Carlos Ruiz de la Tejera. Y cada cual tendrá su respuesta.

 

*Carlos Ruiz de la Tejera murió repentinamente hoy en La Habana, a los 82 años.

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