Jode, que te joden

Foto: Desmond Boylan.

Foto: Desmond Boylan.

De niños hacíamos maldades, y nos quedamos con el vicio. Fue algo que aprendimos con los más grandes, imbatibles en el arte de dar cuero.

De los tantos mitos que adornan al cubano: buen bailador, copulador genial, ingenioso, guapo, bebedor indoblegable, el que más puntos suma a la idiosincrasia, para mí, es el de jodedor. Pero, ¡ojo! Jodedor cubano no es sinónimo de bromista; la consagración de nuestra jodedera solo se define plenamente si cobra víctimas.

En su Indagación del choteo Jorge Mañach asegura que el arraigo de ese proceder del cubano obedece a inconsecuencia del carácter. Yo me permito –con el respeto que merece Mañach– suponer que su presencia, hasta en los más encumbrados cenáculos, da testimonio de una especie de filosofía del paliativo que, entre otras ganancias, nos reporta estoicismo y capacidad de recuperación.

La víctima es el producto más acabado del arte grueso y común que llamamos jodedera. Al que machacan, más que con la condición de víctima, se le identifica con la de jodido. Todo ser humano es, hasta para nuestro compatriota más circunspecto, un jodido potencial. Nadie escapa ileso de la confianza alegre.

La pertenencia a la categoría de jodedor o jodido es fluctuante: a veces jodes, a veces te joden. La enseñanza final se resume en un justiciero aforismo: “el que a jodedera mata, a jodedera muere”. Le das un cigarro relleno con cabezas de fósforos a un incauto, te arrastras de la risa con la llamarada que lo asusta, y al poco rato recibes una limonada con sal. ¡Vaya puñetera gracia!

Una de las maldades más crueles que vi en mi infancia consistía en amarrar una billetera con un hilo muy fino, tirarla a la calle, separarse varios metros para halarla con fuerza cuando algún iluso fuera a echarle mano. En eso nos pasábamos el día una pila de manganzones. Piense usted en el proceso ilusión-sorpresa-frustración del jodido que cree haber encontrado algún peculio y se le desaparece de los ojos de sopetón mientras su mano se cierra en el vacío.

En mi época de estudiante becado, un compañero de cuarto dormía con la boca abierta y, en consecuencia, roncaba como una batidora rusa. Con mucho cuidado, mientras dormía la siesta, le amarramos manos y pies a las patas de la litera, enrollamos un papel y le colocamos la punta en la boca, que cerró inmediatamente; entonces le prendimos fuego al papel y empezamos a gritar:

–¡Candela! ¡Candela!

El infeliz despertó, se vio mordiendo aquella antorcha y, sin la posibilidad de mover brazos ni piernas, totalmente desesperado, con visible esfuerzo consiguió proferir gemidos guturales: “uhg, uhg, uhg, uhg”, y a dar jirafescos estirones de cuello. Si abría la boca –lo sabíamos, pero nos daba igual– el papel encendido caía sobre su pecho. Nosotros: suave, relajados, gozando la papeleta.

Con un descomunal resoplido nuestra víctima consiguió expeler el sorullo encendido y cagarse en el corazón de la madre de todos. Esperamos un buen rato para soltarlo (y apaciguarlo) y aun así nos veló. Un buen día, subrepticiamente, pudo meter un majá en la cama de Angulo, el líder de aquella “gracia”. Ya ustedes se imaginarán, son pocos los que no sienten pánico frente a esos bichos. El majá se arrastró por la cara de Angulo.

A este tipo de bromas en Cuba les llamamos “juegos de carretoneros”. Aunque yo prefiero el calificativo que una vez le oí a Enrique Zunda, un viejo azucarero del Central Carmita, quien etiquetó aquellos desmadres como “juegos agrícolas”. Según Zunda, un “agrícola” te tira una yuca, se te encaja en un ojo y, nada, fue jugando.

***

Otra de le etapa estudiantil. Empezábamos noveno grado y nuestro profesor de Educación Laboral, Veitía (mulato cincuentón que daba las clases en saco sport y tenis), aún no había confeccionado el registro de asistencia. Pasó una hoja en blanco para que firmáramos y luego de que todos lo hiciéramos, a Ernesto Socorro se le ocurrió inscribir a un tal Pedro Bermejo, inexistente. En la siguiente clase, ya con el registro confeccionado, Veitía pasó la lista:

–Ernesto Socorro.

–Presente.

–Ricardo Riverón.

–Presente.

–Pedro Bermejo.

Y una voz aflautada respondió:

–Presente.

Así hasta el final del curso. El susodicho terminó con el 100 porciento de asistencia, todos sus trabajos prácticos entregados y el examen final perfectamente respondido. Aquel alumno virtual concluyó noveno con una calificación de 93 puntos sobre 100.

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Ahora comento también una reciente. Asistíamos como escritores invitados a la pasada feria del libro de Camagüey. Hospedados en el hotel Caonao, hartos del agua sucia que nos servían en el restaurante, los poetas Reynaldo García Blanco y Ronel González compraron –vaya usted a saber dónde– un pececito goldfish.

A la hora del almuerzo Reynaldo dejó caer al pez en su copa. Reclamaron a la camarera, que se deshizo en disculpas. En desagravio, nos sirvieron doble ración de todo. Pero  se quedaron los gastronómicos con el diablo en el cuerpo y al otro día, cuando Ronel preguntó por la salud del pececito, le dijeron, con una sonrisa de medio ganchete:

–Eso está muy raro, porque era un pececito de acuario. Si hubiera sido una claria…

Ese día el plato fuerte consistió en unas sardinitas en salsa que no nos comimos por temor a que entre ellas viniera enmascarado, con otra sonrisita de ganchete entero, el goldfish.

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En mi ya lejana juventud en el Central Carmita una vez me alié con el gallego Aniceto Ferreiro para espantar a un pretendiente que tenía su hija Tita. Pipito no era del agrado de ninguno de los dos, porque lo suyo era un enamoramiento con sonsera.

Todos los domingos, a eso de las seis de la tarde, el muchacho amarraba al penco en la talanquera y se metía hasta las diez de la noche visitando a su pretendida, sin decirle ni ojos lindos tienes.

Los Ferreiro suplicaron mi ayuda. Presto hablé entonces con una señora a la que le decían Lidia Pechuga. Indicó que le sirvieran un café con comején a Pipito, porque esa mezcla produce una aventazón tan fuerte que a la persona se le escapan los pedos y de esa forma, por pena, levanta la pata y la muchacha se libra. Así mismo lo hicieron. Pipito, avergonzado, dejó el encarne. Lo malo es que se enteró de todo, incluida mi participación en el evento. Y me la guardó.

Es probable que muchos cubanos ignoren que antes de lo que en los noventa conocimos como Período Especial –de falta de todo–vivimos una etapa muy parecida, entre 1968 y 1972, consecuencia de la Ofensiva Revolucionaria, el año de dieciocho meses y la zafra de los diez millones.

En el 72 Cuba se incorporó al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y los suministros mejoraron. Pero en los cuatro años precedentes para comer frijoles o malanga los habitantes de la provincia donde vivo debíamos coger el tren de Morón a las 5 de la mañana e irnos a forrajear a “la línea norte”. Venegas, Iguará, General Carrillo, San Marcos y otros fueron pueblos muy visitados. El precio de los frijoles negros, a dos pesos la libra, nos parecía el más descomunal de los abusos de quienes, con susto, accedían a vendernos.

Varias veces coincidimos Pipito y yo en ese tren, y juntos dimos sánsara por aquellos campos en busca de condumio. Al regresar en el tren de la tarde, cargados y agotados, apenas nos quedaban fuerzas para conversar de algo.

Ya lo había dicho: Pipito me guardó lo del café con comején, y un día, en un sitio llamado Bella Mota, resolvimos medio quintal de frijoles para cada uno, y me la cobró. Mientras yo pasaba al excusado de la casa del vendedor, sembró entre los frijoles de mi saco un seboruco de más de diez libras. Con el costal premiado, trabajosamente, cargué. Solo tras una semana y media de consumir frijoles mi mamá advirtió al meteorito en el saco. Pensó que el guajiro me había estafado, quería que reclamara, pero la cara de hijo de puta que le había visto a Pipito en los días precedentes me confirmó que el guajiro es un tipo legal.

No me quedó otra que reconocer, una vez más, que en este delirante país, siempre que jodes, te joden.

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