Los 40 están ahí

Tengo 37 años y hago ahora más ejercicio físico que nunca en mi vida. Como sano, o tan sano como se puede permitir un cubano promedio a golpes de malabares económicos y apoyado en un paladar que no hace ascos a nada. Veo bien, oigo bien, tengo buena dentadura, y salvo que estoy ya calvo, algún traicionero ataquito de sacrolumbalgia pasajero y la alergia disfrazada de coriza que trae el cambio de tiempo, me doy el lujo de asegurar que soy un tipo de buena salud.

La verdad es que siempre lo he sido, pero parafraseando a Benedetti: “…antes no me preocupaba por ninguna de esas cosas…”. Nada, que ya estoy llegando a los 40 y eso se siente. Y si te hicieras el chivo loco, la sociedad te lo recuerda. Te lo recuerda y es como si te acariciaran con un taser. ¿Cómo lo hace? Fácil: la gente en la calle te dice “señor”. Los concursos para gente joven (jóvenes escritores, jóvenes arquitectos, jóvenes coreógrafos) son hasta los 35. Te le quedas mirando a una muchacha y resulta ser la hija de una antigua novia tuya de la secundaria. ¿Hacen falta más ejemplos?

Tengo un amigo que ilustra su aceptación del salto generacional de regia manera: antes tú llegabas a una fiesta, con 18 años, derrochando optimismo por los cuatro costados, y le decías a un socio: “Tony, dime una mujer aquí en la fiesta, y ya verás como se pone para mí”. Veinte años después, llego a una fiesta, y lo que digo es: “Tony, hazme el favor y averigua a ver si hay alguien aquí puesto para mí”.

A los 20 años cometí y disfruté cientos de locuras. Que conste que no hablo de engancharme en las guaguas ni correr en bicicletas con motor, eso es de ahora, son los Cuban New Extreme Sports. No, yo digo locuras de la talla de irse una semana para el campismo popular Playa Amarilla, en lo más crudo del Período Especial. Piscina vacía, cafetería más vacía que la piscina, baños colectivos con agua recogida en tanques, donde por cierto, también abrevaban dos caballos, mosquitos XXL, costa de crudo y filoso diente de perro. Para que me entiendan, hace unos días me topé con un documental sobre los campos de concentración, y caramba, en mi subconsciente me descubrí tratando de localizar el mar en una vista aérea, porque aquello era calcado a Playa Amarilla.

Fui buscando diversión y la encontré, la pasé genial. Todos los calificativos que en mi pseudo madurez me sirven ahora para descalificar aquel trozo de litoral como lugar recreativo, eran ingredientes imprescindibles para mi aventura de hace más de veinte años. Yo hacía cualquier tontería de sopetón: jugar fútbol en terreno accidentado o pasarme el día entero nadando… y al otro día no me dolía nada. Era como si el cuerpo me lo agradeciera. Ahora si juego dominó y no caliento el hombro, la tiradera de fichas me trae una penita a la hora de acostarme.

Por otro lado, siento una suerte de oscura satisfacción cuando veo alguien de mi edad menos arrojado que yo, y en peor forma física. Estoy tratando de luchar contra ese mezquino detalle, ya les contaré si venzo. De momento: voy en bicicleta al trabajo, hago crossfit, me tomo el café con miel en vez de azúcar y me esfuerzo con la remolacha y la lechuga. Digo que sí a proyectos que se gestan en el aire cada vez que el trabajo me deja, y muchos de esos proyectos los invento yo mismo. Recuerdo mis 20 con alegría, porque los aproveché.

Así que ya ven, me estoy esforzando sin caer en el síndrome de Peter Pan. Si me vieran por la calle, no pido que me digan que me veo más joven. Me conformo con que aguanten las ganas de decirme “señor”.

 

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