Los primeros doscientos años de H. Zumbado

En septiembre de 1986 ingresé en la Facultad de Periodismo. Héctor Zumbado inauguraba en Bohemia la sección La Bobería; ya tenía el mérito —con sus Riflexiones de Juventud Rebelde y sus guiones para el Conjunto Nacional de Espectáculos— de subirle la parada al humor costumbrista, que insistía en descuartizar el pasado cual único culpable de los males que corroían la sociedad cubana.

Un día publicó en La Bobería un llamado para que le enviaran textos. Decidí probar suerte. Salió el primero. Después vinieron más, y lo de humorista me lo creí en serio.

Una llamada telefónica del caricaturista Osmani Simanca me anunció que Zumbado quería conocerme. Luego el propio autor de “El guaguabol” me sorprendió con su voz inconfundible desde el otro lado del auricular para preguntarme si podía estar en su casa el fin de semana. Vivía en un pequeño apartamento de 21 esquina a 42, en Playa. En ese primer encuentro me enseñó una carpeta donde guardaba las colaboraciones. Había mías y otras de gente que yo admiraba. Leyó algunas. Paraba de vez en cuando para señalar lo mejorable o prescindible. Fue la primera clase, el comienzo de una gran amistad.

H. Zumbado
H. Zumbado

Las visitas se sucedieron. Seguí escribiendo cosas. Se las llevaba y me las ripiaba: una chapucia por aquí, un chiste insulso por allá. En una ocasión me criticó una exagerada cifra incluida en un cuento. “Hay un número que es el adecuado. Buscarlo no es tarea fácil. El día que lo logres podrás considerarte humorista”. Me enseñó también que hay que beber de la inteligencia popular. A raíz del incremento de cinco a diez centavos en el transporte urbano, me contó, arrastrado de la risa, que había oído a alguien asegurar que habían puesto las guaguas por el mercado paralelo.

“¿Por qué no armas un libro de cuentos?”, me soltó una mañana. No creía poder llegar a tanto, pero su poder de convencimiento era aplastante, y su oferta incluía ayudarme a darle forma. Los encuentros se incrementaron. Me exigió que estuviera en su casa sábados y domingos antes de las ocho de la mañana. Muy temprano me lo encontraba escribiendo en su vieja Olivetti. Fui el primero en leer algunos de sus textos. Luego me lamenté de no haberme quedado con los que después rompía.

A las nueve me daba dinero para que comprara un litro de leche, una libra de pan, queso azul… y una botella de ron. Me costó trabajo aprender a preparar su inefable desayuno: medio vaso de leche e igual cantidad de ron. Se ponía creativo con tal mezcolanza, y así surgió Cincuenta cuentos de nuestro Era, mi primer libro. Zumbado no solo escogió los cuentos e hizo la gestión para que la Editorial Pablo los asumiera, sino que escribió un magnífico prólogo —“Érase una vez un Era”—, lo más trascendente de ese volumen.

Fue de los primeros en poseer un ejemplar de El nombre de la rosa. Me prestó ese y otros textos que yo no debía perderme. Para él era inconcebible un escritor que no leyera de todo: desde narrativa hasta ensayo o economía política.

Entregado en imprenta el libro, las reuniones se ampliaron con la incorporación de Eduardo del Llano, Luis Felipe Calvo, José León y Aldo Busto —integrantes de Nos y Otros, grupo humorístico al que posteriormente me sumé—, además de Enrique del Risco, quien años después dejara para la posteridad el monólogo San Zumbado, interpretado por Osvaldo Doimeadiós. Comenzamos todos a escribir una serie televisiva, Los doce trabajos de Hércules Pérez, a la que el ICRT nunca le hizo swing.

De aquellas jornadas data uno de los chistes más geniales que le hayamos oído a Zumbado. Un día, mientras tratábamos de arreglar la sociedad —la perestroika y la glasnot eran temas recurrentes—, el maestro se asomó desde la cocina para decirnos: “Muchachos: no cojan lucha. Lo peor del socialismo son los primeros doscientos años”.

Otra prueba de su amistad y confianza fue proponerme hacer junto a él una guía turística. La dificultad mayor no era la cantidad de datos a recopilar —Zumbado había laborado en el Instituto Nacional de la Demanda Interna y en la revista Opina—, sino que sería una guía… humorística. Nos repartimos el trabajo. Me tocó escribir un resumen de la Historia de Cuba. Casi nada. Desacralizarla es asignatura pendiente en nuestro contexto.

Firmamos contrato con una editorial y esta pagó un adelanto que nos sirvió para una apoteosis gastronómica en un restaurante de El Vedado. La guía finalmente no se hizo, pues su escritura coincidió con el accidente (¿agresión?) que sufrió Zumbado y que le hizo perder su capacidad de discernimiento. Ya no volvió jamás a escribir esas maravillosas crónicas a las que nos tenía acostumbrados.

Me encontré con él algunas veces en años posteriores, y me dolió verlo como lo veía. Algunos chispazos de su inteligencia relucían tras su sonrisa y su embriaguez. Todavía decía “mierda” con la misma gracia de antes; una y otra vez tarareaba la canción tema de Casablanca.

En el año 2012, el estudiante de Periodismo Alexander A. Ricardo realizó su tesis sobre la obra de Héctor Zumbado. Uno de los entrevistados fui yo. Me invitó a la defensa. Allí estaba el Maestro. Fue la última vez que lo vi con vida.

Coincidente con la tesis de Alexander se publicó la antología Anodino y la lámpara maravillosa, selección de los textos teatrales que escenificó Nos y Otros. Propuse a los miembros del grupo que tuviera por dedicatoria “A Zumbado: maestro, amigo, hermano”; todos estuvieron de acuerdo. Hoy preparo mi cuarto libro de cuentos. Ya está escrito en la primera página mi agradecimiento a quien le debo todo lo que soy: “A H. Zumbado. Que no descanse en paz con nada ni con nadie”.

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