Luberta, reír mucho por mucho tiempo

Alberto Luberta. Foto: Juventud Rebelde.

Ser comediante es muy difícil. Sucede que crear situaciones humorísticas y someterlas al escrutinio del público entraña un riesgo serio, pues la respuesta del respetable es mucho más susceptible a ser medida que casi ninguna otra en el mundo del arte. Esa respuesta es la risa.

Tengo la certeza de que mucha gente admira cierta pintura, alguna ópera, o tal vez una rara coreografía, y acepta su condición de obra maestra sin que le haya calado lo justo. En esos casos, somos capaces de achacarnos un déficit de sensibilidad propio, una sutil torpeza antiestética de la que nos encontramos levemente culpables. No me deslumbra, pero es mi culpa, que no llego allá.

Ahora señores, cuando algo no nos destapa el receptáculo de la hilaridad que todos llevamos sujeto en el pecho,  y se supone que debería, es el presunto comediante quien deviene la diana perfecta para los dardos de la crítica más feroz. Una especie de: “con mi humor todo está bien, es que este tipo es un pesao”.

A un músico se le ruega por los temas más conocidos en los conciertos. Algunos, dejan la bomba para el final. Reservan el éxito, la canción de combate, para el último de los momentos, e incluso los hay que amagan con haber terminado. Y al público le encanta, le desatina el paripé. Con el  humorista no sucede así. El humorista tiene que reinventarse a cada paso, so pena de pasar de moda. La naturaleza de su modus operandi-vivendi es tal, que debe por fuerza encantar engendrando sorpresa.

Hace unos años fui a hacer un par de monólogos a la “Peña de la Resaca” que dirigía mi amigo Antonio Berazaín (El Bera) en el ISDI. Unos momentos antes de actuar, se me acercó un muchacho y me dijo: “Dime Bacallao, me encantan tus cosas, pero… ¿vas a hacer lo mismo?”Intenté defenderme: “¿Lo mismo de cuándo?” Y el contraatacó: “Lo mismo de siempre”.

Confieso que aquello no me gustó nada, y tiene que habérseme notado en la cara, pues hasta un tipo como mi interlocutor, que tenía la inteligencia emocional de un ladrillo, intentó maquillar la conversación: “Perdóname Bacallao, fue un comentario superfluo”. No me contuve: “Superfluo no, superfulo”.

Aunque nadie lo pida directamente, el deber de cada comediante es reinventarse, renacer de las cenizas, sorprender de nuevo. Quien se crea humorista y no lo asuma así, escogió mal su destino. No poder es otro asunto bien distinto, pero la cosa está en defender la profesión tratando y tratando, exprimiendo hasta la saciedad la dosis de talento que nos hayan regalado nuestros padres.

Así lo creo, y ese es mi punto de partida para valorar a los creadores del gremio. De tal modo, me quito el sombrero e insto a todo el que tenga dos dedos de frente a quitárselo conmigo, ante el genio creativo del maestro Alberto Luberta, que fue un ejemplo de tesón, talento y esfuerzo. Parece casi de otro mundo escribir, día a día, por más de cuarenta años seguidos, guiones hilarantes y exitosos. Parece de otro mundo regalarnos personajes entrañables y donarnos frases eternas para el léxico popular.

Durante mucho tiempo, en los años de gloria de Alegrías de Sobremesa, escribió para los mejores actores de Cuba, una constelación de estrellas del universo actoral cubano. Fue tan exitoso como guionista en esa época y aun años después, cuando ya muchos de aquellos no estaban a bordo.

Queda el legado del trabajo de Luberta y queda su recuerdo plasmado en cada vecina que repite sus frases o en cada guionista que utiliza sus métodos. Con todo y eso, yo preferiría que estuviera él. Haríamos muchas cosas (cosas bien hechas) si tuviéramos muchos Luberta. Gracias, maestro, por hacernos reír tanto y tan bien durante todo este tiempo.

 

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