La casa del alma. Entrevista a Dulce María Loynaz

A los 120 años de su natalicio, OnCuba reproduce esta conversación con la poeta cubana, Premio Cervantes 1992.

Dulce María Loynaz

Yo tenía 17 años en 1991; había leído poco, con espléndido desorden, aunque, a mi favor, diré que intensamente. Cada libro y cada autor me alcanzaban para semanas de tertulia hogareña, intentando dar lecciones a mis mayores en lo que realmente era mi propio descubrimiento: típico adolescentismo irrefrenable. Mi mamá, adivinando un gusto que en mí ni siquiera se había declarado, me regaló un pequeño librito de poesía en prosa recién publicado en Cuba.

Me lo anunció como una especie de trofeo, porque estaba escrito por una autora sumida en un denso silencio editorial, con la mera excepción de su Poesía escogida —que también me agencié luego— preparada por Pedro Simón y publicada en 1985.

Aquel librito que tiernamente mi madre me cedió fue el primero de un aluvión editorial que en Cuba y en el extranjero recibiría en los siguientes años la autora; sobre todo después de ganar el Premio Cervantes en 1992. Los libreros y filólogos miraban hacia atrás, algunos asombrados, para “descrubrir” a esta mujer, una de las más grandes escritoras de nuestro idioma.

Era Dulce María Loynaz —mi nueva diosa, quizá la única que he tenido; poesía tierna y rotunda; mujer honda que escribía solo como ella; incluso cursilerías irreprochables, perfectamente esenciales.

En sus Poemas Náufragos se atrevía a imaginar el amor al niño rey egipcio, Tut-Ank-Amen, cuyos restos conoció en Egipto…

Por ese pequeño corazón en polvo, por ese pequeño corazón guardado en una caja de oro y esmalte, yo hubiera dado mi corazón joven y tibio: puro todavía.

…Y a reclamarle, en la voz de su novia, el tiempo perdido a Lázaro, el resucitado.

Vienes por fin a mí, tal como eras, con tu emoción antigua y tu rosa intacta, Lázaro rezagado, ajeno al fuego de la espera, olvidado de desintegrarse, mientras se hacía polvo, ceniza, lo demás.

Cuando se abrió para mí esta catedral literaria, inabarcable, de filosofía y vida, retorno, además, de una Cuba Republicana que nadie relataba entonces, era yo tan joven… Solo pude admirarla con cierta devoción incauta.

Sabía muy poco sobre ella: que era ya muy anciana, hija del General Loynaz, la “última aristócrata”, de quien circulaban abundantes leyendas literarias y políticas: entre ellas, su rechazo a la mediocridad y la ordinariez, viniera de donde viniera.

Ya en 1993, después de aquel primer encuentro con sus textos, de investigar su biografía y aprender a leer con cierto detenimiento sus poemas, yo era alumna de primer año de Periodismo y, con otros dos amigos, emprendí la poco razonable aventura de conseguir una entrevista con Dulce María Loynaz. Sabíamos que vivía bastante aislada del mundo y no solía ser accesible.

El método fue tan inocente como efectivo: consistió en apostarnos en la puerta de la casona de 19 y E, y esperar que alguna persona de las que cuidaban a la nonagenaria Dulce María, dependiente ya de esas compañías, se asomara por casualidad, y rogarle que nos hiciera el favor de mediar por aquellos flacuchos estudiantes de Periodismo. Y lo logramos. 

Pactamos una entrevista en video. Llevamos una cámara Sony V8 de Extensión Universitaria; pero fue un absoluto desastre. Nunca se grabaron las imágenes. Por suerte, pude hacerle una ráfaga de preguntas y registrar el audio, registro que más tarde también perdí. 

Estuvimos muy poco tiempo con ella, quizá 40 minutos en total. Fue una condición, porque se cansaba fácilmente. Nos recibió en el amplio portal, sentada en un sillón. Estaba casi ciega; usaba unos espejuelos con mucho aumento que le hacían lucir sus ojos como dos pequeños nuditos en un rostro muy blanco.

Me llamaron la atención su poca dentadura y su delgadez. Aún así, lucía soberbia, con una bata de paño azul oscuro que rozaba el piso y le cubría los brazos y el pecho. El pelo, muy magro, recogido hacia arriba; y, rematando su cabecita de anciana, una cebolla. No parecía exactamente una abuelita tierna: “madre imposible”; pero despertaba ternura en nosotros, y un agradecimiento descomunal.

¿No sientes frío? Soy la luna: Tengo la muerte blanca y la verdad lejana.

Hablaba muy bajito y lentamente, tratando de que no se le escapara ninguna sílaba, luchando contra el tiempo y dejando salir un carácter poderoso, inquebrantable, incluso ríspido. 

Sabiendo que sería corta la conversación, decidí preguntarle solo por las casas como testigos de la vida que ya, irremediablemente, estaba por terminar. Habíamos conocido las ruinas, que hoy persisten, de la casa de 14 y Línea, donde Dulce María Loynaz creció junto a sus hermanos y donde forjó parte de su obra y su leyenda. Inspirada en la libertad y la exuberancia botánica que la rodeaba en aquel lugar, escribió su novela Jardín.

Consideré que era una buena ruta para indagar en ella a través de la memoria de su casa, a la que en 1958 había dedicado, además, un extensísimo poema cuyo título era más que elocuente: “Últimos días de una casa”. 

Creo que logré un pequeño y fugaz retrato de la Dulce María Loynaz que conocí en pocos minutos. No estoy segura, pero es muy probable que esta fuera una de las últimas entrevistas que concediera antes de morir, en abril de 1997. Los lectores juzgarán. Yo atesoro este momento en que la poesía y la poeta fueron, para mí, la misma realidad.

Cerca del mar, en la esquina de Línea y 14, en el Vedado, una casona agoniza tras el paso de los años, pero aún retiene entre sus muros húmedos y desfigurados la huella de una familia de poetas.

A sus 91 años, Dulce María Loynaz, Premio Miguel de Cervantes 1992 y una de las más altas voces femeninas de la lírica hispanoamericana, se conmueve inesperadamente cuando le digo que quiero hablar de esa casa.

Esta mujer ha resistido los embates del tiempo, viene de vuelta de muchos caminos, ha disfrutado de grandes honores y también padecido grandes olvidos; sin embargo, yo he visto cómo discretamente vibra, tiembla, llora ante el recuerdo.

Dulce María y sus hermanos construyeron allí su propio mundo, allí escribieron sus versos y recibieron a distinguidas personalidades literarias como Gabriela Mistral, Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez.

Fueron los árboles y flores de esa casa los que le inspiraron su novela lírica Jardín, obra en la que, al decir de Cintio Vitier, Dulce María despliega “el sentido último de su intuición y su experiencia de lo femenino”.

Su poema “Últimos días de una casa”, publicado en 1958, cierra el ciclo de producción lírica de esta poetisa y sugiere definitivamente la estrechísima relación que entre ambiente, artista y arte se establece.

Su casa era muy concurrida. ¿Había algo especial en ella? 

No, los especiales éramos nosotros mismos, no había ninguna otra cosa. Claro, teníamos adornos, curiosidades, como habíamos viajado mucho teníamos cosas muy bellas. Pero no creo que fuera eso lo que atraía a los que nos visitaban. No eran coleccionistas. Eran escritores, artistas, pintores, un grupo que siempre estuvo muy cerca de nosotros.

¿Qué tenían ustedes de especial?

¡Imagínese usted! ¿Qué teníamos de especial? Nada. Hacíamos versos, escribíamos, nos burlábamos un poco de la gente. Como éramos jóvenes podíamos hacerlo con bastante impunidad. No sé que tuviéramos nada más.

¿Habría podido escribir su novela Jardín con otro paisaje ante los ojos?

Bueno, yo la escribí en esa casa de que hablábamos, donde había un gran jardín. Claro, no es el que describo en la novela; ahí aparece desmesurado, desnaturalizado. El jardín es como el espíritu maléfico del libro.

De haber vivido su juventud en otro lugar, de haber tenido otra familia, ¿hubiera podido usted ser poeta?

El ambiente hace que el poeta se desarrolle o no, pero el ambiente hace poeta al que ya nació poeta.

De Línea y 14, ¿cuál era el lugar que más le gustaba? 

Hace tanto tiempo que perdí de vista esa casa que ya apenas la recuerdo. Además, ha sido tan desfigurada, tan cambiada… tan mancillada, que prefiero no hablar de ella.

¿Qué expresa el hecho de que usted haya cerrado su tiempo de creación poética inspirada precisamente en aquella casona? 

Quizá exprese la nostalgia, porque esta casa donde estamos ahora es muy bella, no hay duda. Es arquitectónicamente correcta, tiene muebles y adornos bellos; pero no tiene alma, no tiene personalidad. Tendría yo que darle la mía y ya de la mía me queda poco.

¿Aquella sí tenía alma?

Aquella sí, sin que nadie se la diera la tenía por sí misma.

Cuando salió de allí, definitivamente, ¿qué dejó de su espíritu en ella y qué trajo hacia acá consigo?

En realidad traje muy poco, porque aquí no recuerdo haber escrito nada poético. Allá lo escribí todo. En esta casa mi vida cambió radicalmente. Vine cuando ya había contraído matrimonio. Mi esposo, que me quería mucho y era, como decía él, mi primer admirador, no me daba tiempo para escribir porque su vida era muy distinta y, si yo me había casado con él, tenía que compartirla en tiempo y en todo.

A pesar de no haber hecho usted poesía desde hace muchos años, ¿se siente poeta aún?

Puede que sí puede que no. No me he hecho la pregunta. Lo que sé es que ya no podría escribir nada poético. La poesía que tiene su base en el amor no puede hacerse después de los 50 años. Eso es imposible. La poesía también depende de cosas que no son puramente anímicas, casi diría yo que depende de las hormonas.

Dulce María, ¿en su casa de Línea y 14 solo había alegrías, o también tristezas?

Había de todo. En las casas siempre hay alegrías y tristezas, claro, también depende de sus habitantes. Cuando uno es joven, las tristezas pasan pronto, las alegrías permanecen más. En aquella casa donde éramos cuatro muchachos jóvenes, muy imaginativos, muy capacitados para tener todo lo que era necesario a una juventud inquieta, se respiraba mucha vida, nosotros mismos la llenamos de vida. Cuando nos fuimos, la casa languideció.

¿Cómo eran los domingos?

Muy agradables, porque era cuando recibíamos más visitas; como entre los que iban a vernos no todos tenían libre el resto de la semana, aprovechaban los domingos. Así que era un día muy animado, muy grato. A mí siempre me gustaron las visitas, no fui huraña. Me gustaba recibir personas, atenderlas, sobre todo si eran poetas buenos, porque a los malos era un martirio oírles. Pero, generalmente, eran buenos los que nos visitaban.

En su poema “Últimos días de una casa”, usted menciona las Nochebuenas… 

Eso puede aplicarse tanto a mi casa, como a todas las de mi época. El poema no se refiere exactamente a la mía, es algo con sentido general. Pues en Cuba se celebraban siempre, era una fiesta familiar muy tradicional, incluso había platos tradicionales, oraciones tradicionales; en fin, todas esas cosas que se van perdiendo con el avance de los años y de la civilización.

¿Las casas de hoy son diferentes a las de su época?

Son distintas en todo, yo creo que hasta en sus habitantes. Las casas de hoy no sujetan, se dejan como quien deja un par de zapatos.

¿Las casas mueren, Dulce María?

A veces sí, aunque tardan más en morir que los hombres. Pero al fin todo muere…

La falta de calor humano. Porque las casas necesitan del hombre. Si usted cierra una casa y ya no viene nadie más a ella, entonces la casa se muere. Es como si a una planta le quitaran la tierra o le quitaran el agua.

¿Su casa de Línea y 14 podría vivir cuando ya no quedara nada de lo que usted amó allí?

Usted me hace una pregunta que yo me he hecho muchas veces y como yo misma no me la puedo contestar será difícil que se la conteste a usted.

¿Le gustaría que se le recordara en relación con aquel lugar, que los jóvenes digan: aquí vivió Dulce María Loynaz?

Esa es una pregunta inocente. ¿Por qué no se le ocurre algo más interesante?

 

*Esta entrevista fue publicada originalmente bajo el título “La casa del alma”, en Alma Mater No. 327. Edición especial, 1994.

 

Últimos días de una casa

 

A mi más hermana que prima,
Nena A. de Echeverría

 

No sé por qué se ha hecho desde hace tantos días
este extraño silencio:
silencio sin perfiles, sin aristas,
que me penetra como un agua sorda.
Como marea en vilo por la luna,
el silencio me cubre lentamente.

Me siento sumergida en él, pegada
su baba a mis paredes;
y nada puedo hacer para arrancármelo,
para salir a flote y respirar
de nuevo el aire vivo,
lleno de sol, de polen, de zumbidos.

Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
-el nocturno capullo en que se envuelven-,
con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia de la vida
que ha borbotado siempre en mis ventanas
como en los ojos de
las mujeres enamoradas.

No me han faltado, claro está, días en blanco.
Sí, días sin palabras que decir
en que hasta el leve roce de una hoja
pudo sonar mil veces aumentado
con una resonancia de tambores.
Pero el silencio era distinto entonces:
era un silencio con sabor humano.

Quiero decir que provenía de “ellos”,
los que dentro de mí partían el pan;
de ellos o de algo suyo, como la propia ausencia,
una ausencia cargada de regresos,
porque pese a sus pies, yendo y viniendo,
yo los sentía siempre
unidos a mí por alguna
cuerda invisible,
íntimamente maternal, nutricia.

Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre… O en los dos.

Decía que he tenido
también mis días silenciosos:
era cuando los míos marchaban de viaje,
y cuando no marcharon también… Aquel verano
-¡cómo lo he recordado siempre!-
en que se nos murió
la mayor de las niñas de difteria.

Ya no se mueren niños de difteria;
pero en mi tiempo -bien lo sé…-
algunos se morían todavía.
Acaso Ana María fue la última,
con su pelito rubio y aquel nido
de ruiseñores lentamente desmigajado en su garganta…

Esto pasó en mi tiempo; ya no pasa.
Puedo hablar de mi tiempo melancólicamente,
como las personas que empiezan
a envejecer, pues en verdad
soy ya una casa vieja.

Soy una casa vieja, lo comprendo.
Poco a poco -sumida en estupor-
he visto desaparecer
a casi todas mis hermanas,
y en su lugar alzarse a las intrusas,
poderosos los flancos,
alta y desafiadora la cerviz.

Una a una, a su turno,
ellas me han ido rodeando
a manera de ejército victorioso que invade
los antiguos espacios de verdura,
desencaja los árboles, las verjas,
pisotea las flores.

Es triste confesarlo,
pero me siento ya su prisionera,
extranjera en mi propio reino,
desposeída de los bienes que siempre fueron míos.
No hay para mí camino que no tropiece con sus muros;
no hay cielo que sus muros no recorten.

Haciendo de él, botín de guerra,
las nuevas estructuras se han repartido mi paisaje:
del sol apenas me dejaron
una ración minúscula,
y desde que llegara la primera
puso en fuga la orquesta de los pájaros.

Cuando me hicieron, yo veía el mar.
Lo veía naturalmente,
cerca de mí, como un amigo;
y nos saludábamos todas
las mañanas de Dios al salir juntos
de la noche, que entonces
era la única que conseguía
poner entre él y yo su cuerpo alígero,
palpitante de lunas y rocíos.

Y aun a través de ella, yo sabía
adivinar el mar;
puede decir que me lo respiraba
en el relente azul, y que seguía
teniéndolo, durmiendo al lado suyo
como la esposa al lado del esposo.

Ahora, hace ya mucho tiempo
que he perdido también el mar.
Perdí su compañía, su presencia,
su olor, que era distinto al de las flores,
y acaso percibía sólo yo.

Perdí hasta su memoria. No recuerdo
por dónde el sol se le ponía.
No acierto si era malva o era púrpura
el tinte de sus aguas vesperales,
ni si alciones de plata le volaban
sobre la cresta de sus olas… No recuerdo, no sé…
Yo, que le deshojaba los crepúsculos,
igual que pétalos de rosas.

Tal vez el mar no exista ya tampoco.
O lo hayan cambiado de lugar.
O de sustancia. Y todo: el mar, el aire,
los jardines, los pájaros,
se haya vuelto también de piedra gris,
de cemento sin nombre.

Cemento perforado.
El mundo se nos hace de cemento.
Cemento perforado es una casa.
Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda,
para hombres que viven, sin embargo,
en aquellos sus mínimos taladros,
hechos con arte que se llama nueva,
pero que yo olvidé de puro vieja,
cuando la abeja fabricaba miel
y el hormiguero, huérfano de sol,
me horadaba el jardín.

Ni aun para morirse
espacio hay en esas casas nuevas;
y si alguien muere, todos tienen prisa
por sacarlo y llevarlo a otras mansiones
labradas sólo para eso:
acomodar los muertos
de cada día.

Tampoco nadie nace en ellas.
No diré que el espacio ande por medio;
mas lo cierto es que hay casas de nacer,
al igual que recintos destinados
a recibir la muerte colectiva.

Esto me hace pensar con la nostalgia
que le aprendí a los hombres mismos,
que en lo adelante
no se verá ninguna de nosotras
-como se vieron tantas en mi época-
condecoradas con la noble tarja
de mármol o de bronce,
cáliz de nuestra voz diciendo al mundo
que nos naciera allí un tribuno antiguo,
un sabio con el alma y la barba de armiño,
un héroe amado de los dioses.

No fui yo ciertamente
de aquellas que alcanzaron tal honor,
porque las gentes que yo vi nacer
en verdad fueron siempre demasiado felices;
y ya se sabe, no es posible
serlo tanto y ser también otras
hermosas cosas.

Sin embargo, recuerdo
que cuando sucedió lo de la niña,
el padre se escondía
para llorar y escribir versos…
Serían versos sin rigor de talla,
cuajados sólo para darle
caminos a la pena…

Por cierto que la otra
mañana, cuando
sacaron el bargueño grande,
volcando las gavetas por el suelo,
me pareció verlos volar
con las facturas viejas
y los retratos de parientes
desconocidos y difuntos.

Me pareció. No estoy segura.
Y pienso ahora, porque es de pensar,
en esa extraña fuga de los muebles:
el sofá de los novios, el piano de la abuela
y el gran espejo con dorado marco
donde los viejos se miraron jóvenes,
guardando todavía sus imágenes
bajo un formol de luces melancólicas.

No ha sido simplemente un trasiego de muebles.
Otras veces también se los llevaron
-nunca el piano, el espejo-,
pero era sólo por cambiar aquéllos
por otros más modernos y lujosos.
Ahora han sido todos arrasados
de sus huecos, los huecos donde algunos
habían echado ya raíces…
Y digo esto por lo que dolieron
los últimos tirones;
y por las manchas como sajaduras
que dejaron en suelo y en paredes.
Son manchas que persisten y afectan vagamente
las formas desaparecidas,
y me quedan igual que cicatrices
regadas por el cuerpo.

Todo esto es muy raro. Cae la noche
y yo empiezo a sentir no sé qué miedo:
miedo de este silencio, de esta calma,
de estos papeles viejos que la brisa
remueve vanamente en el jardín.

Otro día ha pasado y nadie se me acerca.
Me siento ya una casa enferma,
una casa leprosa.
Es necesario que alguien venga
a recoger los mangos que se caen
en el patio y se pierden
sin que nadie les tiente la dulzura.
Es necesario que alguien venga
a cerrar la ventana
del comedor, que se ha quedado abierta,
y anoche entraron los murciélagos…
Es necesario que alguien venga
a ordenar, a gritar, a cualquier cosa.

¡Con tanta gente que ha vivido en mí,
y que de pronto se me vayan todos!
Comprenderán que tengo que decir
palabras insensatas.
Es algo que no entiendo todavía,
como no entiende nadie una injusticia
que, más que de los hombres,
fuera injusticia del destino.

Que pase una la vida
guareciendo los sueños de esos hombres,
prestándoles calor, aliento, abrigo;
que sea una la piedra de fundar
posteridad, familia,
y de verla crecer y levantarla,
y ser al mismo tiempo
cimiento, pedestal, arca de alianza…
Y luego no ser más
que un cascarón vacío que se deja,
una ropa sin cuerpo que se cae.

No he de caerme, no, que yo soy fuerte.
En vano me embistieron los ciclones
y me ha roído el tiempo hueso y carne,
y la humedad me ha abierto úlceras verdes.
Con un poco de cal yo me compongo:
con un poco de cal y de ternura…

De eso mismo sería,
de mis adoleceres y remedios,
de lo que hablaba mi señor la tarde
última con aquellos otros
que me medían muros, huerto, patio
y hasta el solar de paz en que me siento.

Y sin embargo, mal sabor de boca
me dejaron los hombres medidores,
y la mujer que vino luego
poniendo precio a mi cancela;
a ella le hubiera preguntado
cuánto valían sus riñones y su lengua.

No han vuelto más, pero tampoco
ha vuelto nadie. El polvo
me empaña los cristales
y no me deja ver si alguien se acerca.
El polvo es malo… Bien hacían
las mujeres que conocí
en aborrecerlo…
Allá lejos
la familiar campana de la iglesia
aún me hace compañía,
y en este mediodía, sin relojes, sin tiempo,
acaban de sonar lentamente las tres…

Las tres era la hora en que la madre
se sentaba a coser con las muchachas
y pasaban refrescos en bandejas; la hora
del rosicler de las sandías,
escarchado de azúcar y de nieve,
y del sueño cosido a los holanes…

Las tres era la hora en que…
¡La puerta!
¡La puerta que ha crujido abajo!
¡La están abriendo, sí!… La abrieron ya.
Pisadas en tropel avanzan, suben…
¡Ellos han vuelto al fin! Yo lo sabía;
yo no he dejado un día de esperarlos…
¡Ay frutas que granan en mis frutales!
¡Ay campana que suenas otra vez
la hora de mi dicha!
La hora de mi dicha no ha durado
una hora siquiera.

Ellos vinieron, sí… Ayer vinieron.
Pero se fueron pronto.
Buscaban algo que no hallaron.
¿Y qué se puede hallar en una casa
vacía sino el ansia de no serlo
más tiempo? ¿Y qué perdían
ellos en mí que no fuera yo misma?
Pero teniéndome, seguían buscando…

Después, la más pequeña fue al jardín
y me arrancó el rosal de enredadera;
se lo llevó con ella no sé adónde.
Mi dueño antes de irse,
volvióse en el umbral para mirarme,
y me miró pausada, largamente,
como los hombres miran a sus muertos,
a través de un cristal inexorable…

Pero no había entre él y yo
cristal alguno ni yo estaba muerta,
sino gozosa de sentir su aliento,
el aprendido musgo de su mano.
Y no entendía, porque me miraba
con pañuelos de adioses contenidos,
con anticipaciones de gusanos,
con ojos de remordimiento.

Se fueron ya. Tal vez vuelvan mañana.
Y tal vez a quedarse, como antes…
Si la ausencia va en serio, si no vienen
hasta mucho más tarde,
se me va a hacer muy largo este verano,
muy largo con la lluvia y los mosquitos
y el aguafuerte de sus días ácidos.
Pero por mucho que demoren,
para diciembre al fin regresarán,
porque la Nochebuena se pasa siempre en casa.

El que nació sin casa ha hecho que nosotras,
las buenas casas de la tierra,
tengamos nuestra noche de gloria en esa noche;
la noche suya es, pues, la noche nuestra:
nocturno de belenes y alfajores,
villancico de anémonas,
cantar de la inocencia
recuperada…

De esperarla se alegra el corazón,
y de esperar en ella lo que espera.
De Nochebuenas creo
que podría ensartarme yo un rosario
como el de las abuelas
reunidas al amor de mis veladas,
y como ellas, repasar sus cuentas
en estos días tristes,
empezando por la primera
en que jugaron los recién casados,
que estrenaban el hueco de mis alas
a ser padres de todos los chiquillos
de los alrededores…
¡Qué fiesta de patines y de aros,
de pelotas azules y muñecas
en cajas de cartón!
¡Y qué luz en las caras mal lavadas
de los chiquillos,
y en la de Él y la de Ella, adivinando,
olfateando por el aire el suyo!

Cuenta por cuenta, llegaría
sin darme cuenta a la del año
1910, que fue muy triste,
porque sobraban los juguetes
y nos faltaba la pequeña…
Así mismo: al revés de tantas veces,
en que son los juguetes los que faltan;
aunque en verdad los niños nunca sobren…

¡Pero vinieron otros niños luego!
Y los niños crecieron y trajeron
más niños… Y la vida era así: un renuevo
de vidas, una noria de ilusiones.
Y yo era el círculo en que se movía,
el cauce de su cálido fluir,
la orilla cierta de sus aguas.

Yo era… Pero yo soy todavía.
En mi regazo caben siete hornadas
más de hombres, siete cosechas,
siete vendimias de sus inquietudes.
Yo no me canso. Ellos sí se cansan.
Yo soy toda a lo largo y a lo ancho.

Mi vida entera puede pasar por el rosario,
pues aunque ha sido ciertamente
una vida muy larga,
me fue dado vivirla sin premuras,
hacerla fina como un hilo de agua.

Y llegaría así a la Nochebuena
del año que pasó. No fue de las mejores.
Tal vez el vino
se derramó en la mesa. O el salero…
Tal vez esta tristeza, que pronto habría de ser
el único sabor de mi sal y mi vino,
ya estaba en cada uno sin saberlo,
como en vientre de nube el agua por caer.

Ahora la tristeza es sólo mía,
al modo de un amor
que no se comparte con nadie.
Si era lluvia, cayó sobre mis lomos;
si era nube, prendida está a mis huesos.
Y no es preciso repetirlo mucho:
por más que no conozca todavía
su nombre ni su rostro,
es la cosa más mía que he tenido
-yo que he tenido tanto-… La tristeza.

¿Y de qué hablaba aquí? Resbalo
en mis propios recuerdos… La memoria
empieza a diluirse en las cosas recientes;
y recental reacio a hierba nueva,
se me apega con gozo
a las sabrosas ubres del pasado.

Pero de todos modos,
he de decir en este alto
que hago en el camino de mi sangre,
que esto que estoy contando no es un cuento;
es una historia limpia, que es mi historia:
es una vida honrada que he vivido,
un estilo que el mundo va perdiendo.

A perder y a ganar hecho está el mundo,
y yo también cuando la vida quiera;
pero lo que yo he sido, gane o pierda,
es la piedra lanzada por el aire,
que la misma mano que la
lanzó no alcanza a detenerla,
y sola ha de cortar el aire hasta que caiga.

Lo que yo he sido está en el aire,
como vuelo de piedra, si no alcancé a paloma.
En el aire, que siendo nada,
es vida de los hombres; y también en la Epístola
que puede desposarlos ante Dios,
y me ofrece de espejo a la casada
por mi clausura de ciprés y nardo.

La Casa, soy la Casa.
Más que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma.
Decir tanto no pueden ni los hombres
flojos de cuerpo,
bien que imaginen ellos que el alma es patrimonio
particular de su heredad.
Será como ellos dicen; pero la mía es mía sola.
Y, sin embargo, pienso ahora
que ella tal vez me vino de ellos mismos,
por haberme y vivirme tanto tiempo,
o por estar yo siempre tan cerca de sus almas.
Tal vez yo tenga un alma por contagio.

Y entonces, digo yo: ¿Será posible
que no sientan los hombres el alma que me han dado?
¿Que no la reconozcan junto a ella,
que no vuelvan el rostro si los llama,
y siendo cosa suya les sea cosa ajena?

Amanecemos otra vez.
Un día nuevo, que será
igual que todos.
O no será, tal vez… La vida es siempre
puerta cerrada tercamente
a nuestra angustia.

Día nuevo. Hombres nuevos se me acercan.
La calle tiene olor de madrugada,
que es un olor antiguo de neblina,
y mujeres colando café por las ventanas;
un olor de humo fresco
que viene de cocinas y de fábricas.
Es un olor antiguo, y sin embargo,
se me ha hecho de pronto duro, ajeno.

Súbitamente se ha esparcido por mi jardín,
venida de no sé dónde,
una extraña y espesa
nube de hombres.
Y todos burbujean como hormigas,
y todos son como una sola mancha
sobre el trémulo verde…

¿Qué quieren esos hombres con sus torsos desnudos
y sus picas en alto?
El más joven ya viene a mí…
Alcanzo a ver sus ojos azules e inocentes,
que así, de lejos, se me han parecido
a los de nuestra Ana María,
ya tan lejanamente muerta…

Y no sé por qué vuelvo a recordarla ahora.
Bueno, será por esos ojos,
que me miran más cerca ya, más fijos…
Ojos de un hombre como los demás,
que, sin embargo, puede ser en cualquier instante
el instrumento del destino.
Está ya frente a mí.
Una canción le juega entre los labios;
con el brazo velludo
enjúgase el sudor de la frente. Suspira…
La mañana es tan dulce,
el mundo todo tan hermoso,
que quisiera decírselo a este hombre;
decirle que un minuto se volviera
a ver lo que no ve por estarme mirando.
Pero no, no me mira ya tampoco.
No mira nada, blande el hierro…
¡Ay los ojos!…

He dormido y despierto… O no despierto
y es todavía el sueño lacerante,
la angustia sin orillas y la muerte a pedazos.
He dormido y despiértome al revés,
del otro lado de la pesadilla,
donde la pesadilla es ya inmutable,
inconmovible realidad.

He dormido y despierto. ¿Quién despierta?
Me siento despegada de mí misma,
embebida por un
espejo cóncavo y monstruoso.
Me siento sin sentirme y sin saberme,
entrañas removidas, desgonzado esqueleto,
tundido el otro sueño que soñaba.

Algo hormiguea sobre mí,
algo me duele terriblemente,
y no sé dónde.
¿Qué buitres picotean mi cabeza?
¿De qué fiera el colmillo que me clavan?
¿Qué pez luna se hunde en mi costado?

¡Ahora es que trago la verdad de golpe!
¡Son los hombres, los hombres,
los que me hieren con sus armas!
Los hombres de quienes fui madre
sin ley de sangre, esposa sin hartura
de carne, hermana sin hermanos,
hija sin rebeldía.

Los hombres son y sólo ellos,
los de mejor arcilla que la mía,
cuya codicia pudo más
que la necesidad de retenerme.
Y fui vendida al fin,
porque llegué a valer tanto en sus cuentas,
que no valía nada en su ternura…
Y si no valgo en ella, nada valgo…
Y es hora de morir.

Dulce María Loynaz (1958)

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