La decadencia, en fin, de llamarse Errol Flynn

En los años 50 su carrera estaba en caída libre. En 1952 la Warner Brothers le había liquidado el contrato, iniciado casi veinte años antes con un salario de 150 dólares semanales, después de que un cazatalentos lo presentara a los estudios y lo contrataran para el protagónico de El Capitán Blood, el estreno de su carrera como símbolo sexual, y que implicaría una larga y a menudo agónica relación con el director Michael Curtis, famoso por su mano dura con los actores.
Hizo entonces lo clásico: irse a Europa para intervenir en producciones de poca monta y trabajar para la televisión, el nuevo medio masivo, el entretenimiento por excelencia en los hogares de los norteamericanos, desplazando al cine de sus preferencias en el tiempo libre –por lo menos de manera momentánea. En su autobiografía, My Wicked, Wicked Ways, él mismo lo confiesa: “1952-1956 marca el período de mi declive, sin mucho trabajo que hacer, sin mucho dinero y solo con la improbable mezcla de alcohol y de navegar en el mar profundo por diversión”.
En el verano de 1956 Errol Leslie Thomson Flynn (1909-1959) regresó a La Habana, esta vez para filmar The Big Boodle —estrenada en 1957 y traducida al español como La pandilla del soborno–, donde interpreta a Ned Sherwood, un croupier cuya vida se complica una noche en que recibe pesos falsos. Allí aparece junto a la italiana Rossana Rory, el mexicano Pedro Armendáriz y los cubanos Guillermo Álvarez Guedes (manager del casino) y Aurora Pita (dependiente de una tienda). Y también el percusionista el Chori, a quien según se dice el propio Flynn contrató en su cuartel general de la Playa de Marianao. Otra fascinación de Hollywood con temas y escenarios cubanos, manifiesta, entre otros títulos, en el musical Guys and Dolls (Joseph L. Manckiewitz, 1955), con Marlo Brando y J. Simmons, The Sharkfighters (Jerry Hopper, 1956), con Victor Mature, y Santiago (Gordon Douglas, 1956), con Alan Ladd y Rosanna Podestá.

Un hedonista impenitente, una especie de kamikaze con una vida y un cuerpo marcado por el alcohol, la cocaína, la marihuana, la morfina y los escándalos públicos por asalto sexual a dos menores de edad en su yate, el Zaca, por lo cual fue juzgado y absuelto en 1942. Escribió en esa autobiografía: “Si uno conoce a una damita que, de hecho, se invita a sí misma a un viaje en tu yate, sabiendo muy bien de antemano cuáles son los riesgos, ¿quién carajo le va a preguntar por su certificado de nacimiento, especialmente cuando se parece a Venus?”
Según algunos, tuvo relaciones homosexuales con Tyrone Power, Howard Hunt y Truman Capote –pero esto, por lo menos hasta donde yo conozco, no ha podido demostrarse. Portador de enfermedades venéreas. Cliente habitual de lupanares, tanto en el Primer Mundo como en el Tercero, condición que asumía no sin cinismo y epatancia: “Entro en los prostíbulos con el mismo interés que en el Museo Británico o el Metropolitan de Nueva York. Ahí también se encuentran las grandes obras del hombre”.

La Habana de fines de los 50 era un lugar ideal para un individuo como él, que por decisión propia vivía en el filo de la navaja: el alcohol, las drogas y el sexo estaban garantizados, ahí al alcance de la mano. No podía, pues, sino exteriorizar lo esperable, en sintonía con muchos norteamericanos que cruzaban el Estrecho por similares o idénticas razones: “Los cubanos, particularmente la clase millonaria playboy de allí, vivían una vida especial. Me gustaba” –escribió.
Desde el Hotel Nacional, en el que casi siempre se alojó en sus visitas a la Isla desde mediados de los años 30, se movía por varios sitios peculiarmente emblemáticos: la Playa de Marianao, el Two Brothers Bar, en la Avenida del Puerto –famoso entre otras cosas por marineros y trabajadoras sexuales de bajo costo–, La Bodeguita del Medio, el Sloppy Joe´s y El Floridita, donde socializó con Ernest Hemingway, el más habanero de los escritores norteamericanos. Y, desde luego, por los casinos que Fulgencio Batista había propiciado con su  Ley Hotelera.
Varios testimonios refieren que para la época en que filmaba de The Big Boodle, nuestro hombre en La Habana se levantaba bebiendo vodka y a las cuatro de la tarde ya estaba completamente borracho. Recuerda Guillermo Álvarez Guedes: “Estaba semiretirado. Llegó a pesar como 300 libras por no trabajar, bebía fuertemente y olvidaba sus textos”. Pero él volvió a la carga con su estilete de capitán: “En los Estados Unidos, la gente que me veía decía que lucía disipado. ¡Maravilloso! Estaba cansado de que me llamaran hermoso”. Y también: “En todo el mundo se me identificó como el playboy de Occidente. Ese era yo: un símbolo fálico universal”.

Errol Flynn y Rosanna Rory en The Big Boodle dirigida por Richard Wilson, 1957.
Errol Flynn y Rosanna Rory en The Big Boodle dirigida por Richard Wilson, 1957.

The Big Boodle no lo sacó del hueco: fue recibida con una mezcla de distanciamiento y escepticismo. Mal guión a partir de la novela homónima de Robert Sylvester. Mala dirección de actores. Trama simplona y convencional. “Un drama olvidable de policías y ladrones”, juzga Thomas G. Paterson en Contesting Castro. Con razón anota un crítico que su valor radica, en todo caso, en lo extra cinematográfico: “Enteramente filmada en locaciones de La Habana (con la cooperación del gobierno cubano y sus agencias) tiene una trama rutinaria con un considerable valor como curiosidad. […] Flynn rodaría cuatro películas más tarde, pero aunque cansado y jadeante, aquí todavía parece convencido de que es un héroe”.
Lo que cuenta, en realidad, son las imágenes de “las calles y plazas de la Habana pre Castro, los nightclubs andrajosos, los cuchitriles de juego, y varios momentos históricos incluyendo la escena final, filmada en el Castillo del Morro. Los elementos más interesantes son las locaciones genuinas –los ahora cerrados casinos, y las calles con las desaparecidas tropas uniformadas moviéndose en el fondo”.

Salir de la versión móvil