Las aceras de La Rampa

Se fueron apagando poco a poco. Primero a pellizcos. Luego a mordidas. Y finalmente a martillazos.

A la memoria de Mayito Coyula (1935-2014)

El año 1963 se llamó «Año de la Organización». En 1962 se había creado el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC), fusión de las fuerzas del Movimiento 26 de Julio, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y el Partido Socialista Popular concebida, entre otras razones, para rebasar el sectarismo de los viejos comunistas durante la creación de las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI). Un proceso de construcción político-institucional que se extendería durante un par de abriles. En julio el Departamento del Tesoro congeló los fondos cubanos en la banca estadounidense, un paso más en las confrontaciones de aquellos años duros.

En octubre de 1963, con el jarro aún caliente después de la Crisis de los Misiles, se lanzó la Segunda Ley de Reforma Agraria con el objetivo de «impulsar al máximo la agricultura para satisfacer plenamente las necesidades de la población e incrementar el desarrollo económico del país». El 4 de ese mismo mes entró por Guantánamo el ciclón Flora, que anduvo preso por las montañas de Oriente, hizo un lazo y salió al Golfo de Guacanayabo hasta entrar de nuevo en el territorio nacional y abandonarlo por Gibara dejando atrás un saldo de devastación y muerte que captó Santiago Álvarez en su documental Ciclón.

Del 29 de septiembre al 3 de octubre de 1963 se celebró en La Habana el VII Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA) con el tema la Arquitectura en los Países en Vías de Desarrollo, evento precedido por el Primer Encuentro de Profesores y Estudiantes de la disciplina bajo el ala del arquitecto y profesor estadounidense Buckminster Fuller (1895-1983). Era la primera vez que se celebraba un cónclave de ese tipo en América Latina. Logró reunir a más de 2 200 profesionales, observadores y estudiantes de ochenta países y se convirtió en un medio para proyectar y ejecutar varios emprendimientos. El 4 de octubre de 1963 Fidel Castro pronunció el discurso de clausura en el Teatro de la CTC.

Revolución, decía un cartel lumínico, era construir. Círculos infantiles. Secundarias Básicas. Escuelas de Arte. Y repartos como el Camilo Cienfuegos y el Antonio Guiteras, en el este de la ciudad de La Habana, desarrollados por el Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas (INAV) con Pastorita Núñez a la cabeza.

Uno de esos proyectos fueron las aceras de La Rampa, protagonistas de un experimento nunca antes visto: una galería debajo de los pies de los transeúntes con obras de los más importantes creadores cubanos. Caminar por esas cuadras no significó desde entonces solo civilidad y aire fresco, sino también relacionarse con el arte de manera inusitada. Con solo bajar la vista, uno daba de pronto con obras de Wifredo Lam, Amelia Peláez, Raúl Martínez, Cundo Bermúdez, Antonia Eiriz, Mariano Rodríguez, Luis Martínez Pedro, Hugo Consuegra, Antonio Vidal, Sandú Darié y René Portocarrero, todas en medio del granito: 180 mosaicos desde J hasta la calle Infanta. Y bajando por el tramo de M hasta N, en la misma esquina y frente al Retiro Médico, se podía entrar al Pabellón Cuba, fundado ese año con un diseño tan avant-garde como el de la heladería Coppelia, de Mario Girona (1924-2008), construida en 1966 en el terreno donde primero estuvo el hospital Reina Mercedes, después el Parque INIT y finalmente el cabaret «Nocturnal», que solía romper decibeles en las madrugadas vedadenses.

Concebido por el arquitecto Juan Campos Almanza (1930-2007) y por el diseñador Enrique Fuentes, el Pabellón se inauguró con un gran espectáculo en el que intervinieron Los Guaracheros de Regla, otra deconstrucción de las demarcaciones entre lo popular y lo culto. Donde antes había diente de perro, entraron exposiciones y eventos. Sus demiurgos escribieron: «Intentamos crear una arquitectura limpia, simple, sobria y monumental. No solo debería ser funcional, sino también debería expresar una solución teniendo en cuenta los materiales disponibles: hormigón, mármol, soluciones de jardinería, agua, vidrio, madera».

Más de treinta años después, la quema y destrucción del Restaurante Moscú, enclavado en el antiguo cabaret Montmartre, funcionaría como una especie de premonición cuando las palabras glasnost y perestroika entraban al lenguaje. Y con la caída del bloque soviético y el inicio del Período Especial, la Rampa experimentaría una dramática agonía.

Ubicado casi frente a los estudios de televisión de M entre 21 y 23, el edificio Alaska (1924), el más antiguo de aquellas cinco cuadras mágicas, se vino literalmente abajo para dar paso a un parqueo luego de que a sus residentes, entre ellos a mi dentista, los enviaran a un oscuro inmueble en Zapata y B.

La tienda Indochina, que en los años 50 vendía porcelanas sofisticadas, cristales daneses y libros, después de convertida en shopping terminó como local para dar pases a los marchantes del Ministerio de Salud Pública (Minsap). Un caso de lo que el arquitecto Mario Coyula (1935-2014) definiera alguna vez como «focos de perturbación» al remplazarse la funcionalidad prístina por la burocrática. Una manera equivocada de asumir el pasado que todavía anda por ahí dando coletazos.

Las aceras de la Rampa sufrieron los efectos del tiempo, el deterioro y la desidia. Se fueron apagando poco a poco. Primero a pellizcos. Luego a mordidas. Y finalmente a martillazos.

Hoy son como novias desvencijadas que esperan.

A los 500 años mientras el Prado se levanta.

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